sábado, 23 de julio de 2011

ENCUENTRO CON MÉXICO Capítulo 2


En la esquina de la calle Luis Moya y Ernesto Pugibet todas las noches de aquel año de 1976 se ponía un señor a vender tacos de cabeza y lengua de res con rítmico golpeo de su cuchillo taquero sobre la carne que por dura que fuera no se resistía al persistente taca, taca, taca.
El olor inconfundible de esos tacos día a día iba ganando terreno en mi cabeza y las ganas ya no se sujetaban a los consejos que recibíamos de los mexicanos de que no comiéramos tacos en la calle, que la falta de higiene podría desatar la “venganza de Moctezuma” (diarrea incontenible por infección estomacal) y otras buenas recomendaciones. Pero el taca, taca me llamaba y un buen día, más bien una buena noche, pedí un taco como pude porque no entendía las propuestas del señor: –Mire le puedo dar de cabeza, de buche, de nana o lengua– y así le dije de lo que fuera pero sin cilantro que me olía muy feo (y ahora me encanta…).
–¿Con salsita, joven?
Se veía exquisita la salsita roja que escondía los mil fuegos del infierno. Debo acotar que un mexicano jamás entiende que lo picante, tan habitual en la comida del país, lleva un larguísimo proceso de adaptación casi desde que nacen y van probando los distintos tipos de chiles solos o en salsa, en frutas, dulces, etc. ¿Por qué entenderlo si es parte integrante de la vida diaria? Pero para un extranjero es algo verdaderamente terrible soportar esa inocente salsita que quema la boca. Seguramente los mexicanos que van a Uruguay no deben entender, en sus primeros escarceos con el mate, qué diablos disfrutan los rioplatenses con esa bebida amarga como la cicuta y caliente que quema hasta las tripas.
–Y… sí, póngale un poquito de salsita.
En asuntos de salsitas y chiles el poquito no existe. No hay graduación posible. El asunto es con o sin; no existen términos medios.
Las tortillas medio fritas en la propia grasa de la carne, la cebollita picada por encima y la salsita roja ¡era irresistible! Seguramente no agarré muy bien el taco ni cumplí con esa máxima local que dice: “En el modo de agarrar el taco, se conoce el que es tragón”, pero le di un buen mordiscón y allí mismo, en Luis Moya y Pugibet, en pleno centro de la antigua ciudad de Tenochtitlan donde Hernán Cortés derrotó a los Aztecas, entendí de una vez y para siempre cómo eran los nueve círculos del infierno de Dante. Creí que me ahogaba y sólo atiné a correr al hotel San Diego y meter la boca directamente en la llave del lavabo del baño para apagar aquel fuego que me condenaba…

En el primer capítulo de esta serie de Encuentro con México escribía que al término de una de las presentaciones de la obra de teatro “Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta” nos habían ofrecido ir a dar clases de música a una ciudad cercana al Distrito Federal. Los tres (Ariel, Arisbel y quien escribe) aceptamos inmediatamente ante la acuciante necesidad que teníamos de trabajar. El lugar era Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo, saliendo por el norte de la Ciudad de México rumbo a las famosas Pirámides de Teotihuacan.
Tres veces por semana personal del Consejo Nacional de Cultura y Recreación de los Trabajadores (CONACURT) nos llevaban en una combi a una ciudad que estaba asentada en los Llanos de Apan, lugar muy famoso, en aquel entonces, por el buen pulque que se producía en la región. Esa ciudad era de reciente creación (1950) al instalarse en la zona el Combinado Industrial Sahagún, integrado por las fábricas de camiones DINA, de automóviles Renault, la Constructora Nacional de Carros de Ferrocarril y la siderúrgica SIDENA, fundidora de block de motores y armadora de tractores soviéticos T 25.
En unas carpas especialmente instaladas dábamos clases a niños, jóvenes y adultos de una ciudad que casi no tenía otra actividad cultural. Ariel y Arisbel con sus guitarras lograban que un montón de niños aprendieran a cantar y jugar con la música. Por mi parte empecé a dar clases de guitarra clásica a jóvenes y adultos muy humildes de origen campesino.
Había una gran avidez por aprender música y nosotros teníamos una gran avidez por conocer a México y los mexicanos. Así aprendimos cómo se realizaba la extracción de aguamiel de la planta de maguey para luego dejarla fermentar y obtener el pulque. Veíamos como un campesino, el tlachiquero, con un burro cargado con dos bidones de veinte litros, raspaba la piña (corazón de la planta de maguey) y en el mismo hueco que tallaba se amontonaba un líquido totalmente transparente, limpio y dulce: al aguamiel. Con un acocote (calabaza larga, de hasta un metro de longitud y agujereada por ambos extremos) succionaba el aguamiel que luego de fermentar un par de días perdía su transparencia y se transformaba en un líquido lechoso, espeso y medio baboso con bajo contenido alcohólicos (4.5 grados): el pulque.
Un buen amigo hidalguense (nacido en el estado de Hidalgo) y magnífico artista plástico, Jesús Mora Luna, me llevó en una oportunidad hasta una planta de maguey y con un tallo seco de cebada seca, a modo de pajita o popote, me enseñó a absorber directamente de la planta el aguamiel de rico sabor.
Precisamente en esa oportunidad oí el sonido de instrumentos de aliento en medio del campo y vi una pequeña crucecita asomarse rítmicamente detrás de una pequeña loma. Sorprendido por la música campirana y aquella cruz, le pregunté a Chucho qué era aquello.
–Seguramente un entierro– me contestó con mucha naturalidad.
Efectivamente, al ir asomando la gente detrás de la loma, apareció un niño de unos diez años cargando una larga cruz que abría paso a la marcha de familiares y amigos que caminaban detrás de un muchachito de unos quince años que cargaba una pequeña cajita de madera pintada de blanco y adornada con tela del mismo color. Era un pequeño niño el muertito (en México siempre se utiliza el diminutivo para hablar con respeto, delicadeza o cariño) y era llevado con música hasta un panteón cercano en medio del campo.
No podía creer que aquello fuera un cortejo fúnebre. Como buen uruguayo no concebía que una banda de alientos (trompeta, saxofón, tuba, trombón y percusión) tocara en un entierro. Tampoco entendía la alegría de una bandada de niños pequeños que iban jugando y gritando alegres a la vez que juntaban flores silvestres para ponerlas luego en la pequeña tumba. Ni comprendía la notoria presencia de pulque en los hombres que caminaban con cierta dificultad por el alcohol ingerido.
Mi cabeza formada en un país más cercano a los inmigrantes europeos que a las tradiciones latinoamericanas me hacía ver en aquel cortejo un surrealismo que en realidad no era tal. Cuando le escribí a mi padre sobre la fuerte impresión que me había producido este entierro (era la primera vez que presenciaba el sepelio de un niño), él me contestó que en el norte de Uruguay (en el departamento de Artigas en particular, donde había vivido varios años) así eran los sepelios de niños, con música incluida.
México comenzaba a empaparnos así de su esencia latinoamericana y de sus fuertes tradiciones indígenas que modificarían para siempre nuestra forma de pensar, de expresarnos y de vivir  la vida.

 Cédar Viglietti

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