sábado, 10 de septiembre de 2011

ENCUENTRO CON MÉXICO Cap. 5

LAS FIESTAS DE PUEBLO

Quiero referirme en este artículo a aquellas noches mágicas de 1977 y años siguientes que de regreso en el autobús a la Cd. de México, después de haber dado clases de guitarra en Cd. Sahagún, me asombraban por ser testigo de una de las más hermosas tradiciones en plena campiña mexicana.

Pero es imposible hacerlo si no recurro al gran poeta y pensador mexicano Octavio Paz que en su ensayo El laberinto de la soledad analizó la formación de la personalidad del mexicano en su forma más íntima y profunda.

“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual.” (…)

El último camión, como dicen en México al ómnibus, hacia el Distrito Federal salía de Cd. Sahagún a las diez de la noche. Medio cansado lo tomaba y muy pocos pasajeros me acompañaban así que me podía sentar del lado de la ventanilla con toda comodidad. La mayoría aprovechaba a dormir luego de una larga jornada de trabajo, pero yo venía con los ojos bien abiertos para no perderme aquel bello espectáculo nocturno de las fiestas de pueblo.

La mayoría de los pueblos en México conjugan dos nombres: el español y el indígena. Por ejemplos San Juan de Teotihuacán, San Miguel Zinacantepec, Santiago Tianguistenco y así sintetizan las dos culturas que formaron a este país. La solitaria carretera (por aquellos tiempos) que unía a Sahagún con el DF pasaba a un lado de pequeños pueblos y a tres entraba el camión a recoger pasajeros: Otumba (lugar de Otomíes), San Martín de las Pirámides y San Juan de Teotihuacán. Nunca faltaba que alguno estuviera de fiesta. Si no eran estos tres pueblos relativamente grandes, sería alguno de los pequeños que se veían a lo lejos.

(…) “El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificios, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.”

Ora por aquí, ora por allá explotaban aquellos bellísimos fuegos artificiales en la oscuridad de la noche y en aquella soledad de entonces que hoy es cada vez menos. Abría bien los ojos para disfrutar aquellas luces de artificio o las infaltables ruedas gigantes que parecían rodar por el campo en la noche. Eran las ruedas de la fortuna, como le llaman en México, que formaban parte de una feria ambulante que iría recorriendo pueblos de acuerdo al santoral cristiano. Estas ferias eran como esos parques de diversiones (Parque Rodó en Montevideo) con muchos juegos mecánicos, tiro al blanco, puestos de antojitos (preciosa palabra para designar esos bocadillos mexicanos que tanto se antojan) y el infaltable pan dulce de fiestas.

De lejos, aunque sin detalles, se percibía esa alegría desbordada de los lugareños porque los fuegos artificiales eran desproporcionadamente grandes para el tamaño del pueblo. De cerca se apreciaban los pormenores: música de una banda de aliento —por no decir de mal aliento porque a esas horas el alcohol ya había hecho estragos— ya cansada pero dispuesta a seguir; los carros chocones (autitos chocadores) con sus luces y gritos de los ocupantes; un par de carruseles (calesitas) llenos de niños; algunos juegos de violentas sacudidas; los clásicos juegos de canicas (embocar una bolita de vidrio en huecos de una mesa) y tiros al blanco; los puestos de plátano macho (banana de gran tamaño) que se fríen y se les agrega leche condensada y azucarada; los infaltables hot cakes con miel de maple.

Para ir calentando el ambiente —que ni falta hacía— aparecía un torito que enloquecía a niños y jóvenes. Estos toritos son una variedad de fuegos artificiales puestos sobre una estructura de madera y cartón que semeja un toro y protege al muchacho que se la pone encima de su cabeza y espalda mientras corre entre el público y va soltando cohetes y luces mientras los niños corren detrás.

El momento culminante de la fiesta comenzaba al encenderse el castillo: otra variedad de fuegos de artificio que son una verdadera obra de artesanía que al encenderse aparecen dibujos recordatorios del santo o virgen patrona del pueblo mientras se sueltan coronas que se elevan al cielo estallando en mil colores. Al terminar el castillo que duraba un buen tiempo encendido, hacían su aparición los verdaderos fuegos artificiales que rebasaban en altura a la iglesia que hacía sonar sus campanas y testificaba así el momento sobresaliente de la fiesta.

(…) Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos para festejar. Recuerdo que hace años pregunté al presidente municipal de un poblado vecino a Mitla: “¿A cuánto ascienden los ingresos del municipio por contribuciones?” “A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos.” “¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?” “Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones.”

No debe pensarse que estas fiestas son solamente preocupación de las autoridades municipales o estatales, en realidad la iglesia que lleva el nombre del santo patrono organiza cada año a un grupo de fieles que se les denominan mayordomos y que tienen el honor y obligación de recolectar dinero entre la comunidad católica del pueblo; traer a la feria ambulante, contratar a los artesanos que producen los fuegos de artificio; contratar los músicos foráneos que den realce a la fiesta; conseguir la participación de danzantes y músicos locales; encargarse de adornar la iglesia y el pueblo, entre muchas tareas más.

Un mexicano sin fiesta no es mexicano. En las oficinas de cualquier dependencia o empresa se organizan pequeñas celebraciones a la menor provocación: cumpleaños, día de algún santo y que algún compañero se llame como él, la entrega de equipamiento nuevo (“remojo” le dicen al brindis por una nueva computadora u otro implemento), en fin, motivos nunca faltan.

“Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo.
Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad.” (…)

Me resulta imposible cuantificar la cantidad de ferias (calesita y juegos mecánicos) que puede haber en México. Seguramente son miles. No se quedan mucho tiempo en ningún lugar porque un nuevo santo o virgen van a ser festejados en otro pueblo o en diferentes barrios de una misma ciudad. Las hay tan pequeñas y pobres que dan lástima. Son unos pocos juegos despintados pero que son solicitados en lugares también pequeños y olvidados. Las hay enormes que podrían hacer palidecer los parques de juegos mecánicos de muchas ciudades. Pero todas, con sus luces, sonidos, antojitos y pan dulce llaman a la gente y hacia allí van los vecinos atraídos como mariposillas a la lámpara.

Los pueblos y barrios las esperan y se preparan adornando con mil flores (naturales o de papel) el portal de la iglesia o capilla donde se venera el santo o virgen del santoral católico. Ingenuas y bellas guirnaldas de papel recortado engalanan las calles principales del lugar. Lanzamiento de cientos y cientos de cohetes en los días previos van preparando ese ambiente tan particular que se viven en los pueblos. Las familias se preparan para recibir a los parientes que hace ya tiempo se fueron del pueblo buscando mejores horizontes; porque ellos vendrán inevitablemente a reencontrarse con su gente, sus tradiciones y con su pasado que en esos días regresa intacto.


Cédar Viglietti