viernes, 30 de marzo de 2012

Julia

La joven pareja hacía pocos años que se había casado pero ya no disfrutaban como al principio las mieles de los descubrimientos mutuos, de los furtivos encuentros en su propia casa antes de la comida o al terminar la siesta bendita de cada día. Se les veía contentos sí, y hasta un poco enamorados, aunque ella, dos por tres se ponía de malas porque quería salir como fuera de Lázaro Cárdenas, apartada ciudad portuaria del estado de Michoacán. No aguantaba el calor tropical y la humedad permanente. Tampoco soportaba la lejanía de cualquier manifestación cultural, en especial del ballet que tanto tiempo le dedicara. No toleraba la falta de tiendas o lugares aunque sea para distraerse un poco. Todo era calor, sudor y malos olores y en verano, además, mosquitos.
Julia había nacido en Morelia y desde que tenía memoria bailaba ballet. No recordaba una vida anterior al baile. Su maestra michoacana un buen día fue sustituida por una maestra rusa de nombre complicado que había llegado a Morelia y que, según ella, había sido parte del cuerpo de baile del Bolshoi. Los padres de Julia no sabían si la rusa era mejor que la maestra local, pero sí sabían que era rusa y eso ya era suficiente.


Julia se destacaba entre todas las niñas por su dedicación sin pausas y por su  gracia natural. Al año la rusa demostró que no solamente era rusa sino que sabía del asunto del ballet y fue sacando adelante un grupo de bailarinas. Dije bailarinas, porque bailarines no había uno. En Morelia no había hombrecitos que bailaran ballet porque eso era “cosa de mujeres…” Cuando llegaba la presentación de fin de año la rusa gestionaba el auxilio de un joven bailarín del DF para que las muchachas tuvieran pareja para bailar.
Así Julia fue progresando y parecía que daría para más, pero la rusa, todavía joven y bonita, se casó con un notario bastante feo y viejo pero con mucho dinero y se fue a vivir al DF. Así terminó la carrera dancística de Julia y con apenas 15 años dejó de ser aquella promesa del ballet michoacano.
La práctica de la danza le dejó un cuerpo muy bonito que sabía mover con gracia cuando caminaba por la ciudad colonial. No había un hombre que no la mirara embelesado, y muchos aspiraban, o mejor dicho, suspiraban por casarse con esa bella joven. Los muchachos estaban atentos para ver a qué hora salía Julia de su casa para no perderse su cadencioso andar y tener alguna oportunidad de platicar con ella.

Joven bailarina

Pero fue Augusto, un joven sin mayores méritos ni atractivos que finalmente la conquistó y logró llevarla de blanco impecable al altar de la catedral de Morelia. Los varones, indignados y algunos resignados, se preguntaban qué le habrá visto Julia a este menso que ni picheaba ni bateaba. Las muchachas contentas, en cambio, porque no se llevó a ningunos de los buenos partidos que seguían en disputa.
Augusto ni siquiera tenía dinero que explicara su éxito con Julia y no tenía ninguna profesión de provecho o prestigio, mal le ayudaba a su padre, don Augusto, en negocios pocos prósperos que con mucho esfuerzo y dedicación apenas si daban para vivir. Un ejemplo de estos pobres negocios era la huerta de guayaba cercana a Morelia que daba más trabajo que beneficio por pequeña y por ser muy pobre la tierra. Producían más dinero las huertas de plátano y papaya que tenía en Lázaro Cárdenas pero no eran fáciles de atender por estar tan lejos de Morelia y por la pésima carretera angosta y llena de curvas que había que transitar para llegar a la costa. Además, una vieja deuda que tenían un par de intermediarios con don Augusto era una pesada carga para salir adelante.
Sin embargo un buen día los intermediarios lograron pagarle la deuda a don Augusto en especie: un restaurante modesto pero bien ubicado en pleno centro de Lázaro Cárdenas. Se llamaba “La Pacanda”, nombre purépecha de una isla del Lago de Pátzcuaro, que ofrecía comida sencilla pero bien hecha. Feliz don Augusto había logrado recuperar algo de lo perdido y hacia allí mandó a su hijo recién casado para que se hiciera cargo del restaurante.
El joven Augusto llegó con Julia al puerto michoacano feliz de estar cerca del mar para satisfacer una de sus aficiones preferidas: la pesca. ¿Y el negocio?, bueno… también lo ponía contento –pero no mucho– por aquello de independizarse un poco de sus padres y hacer algo por sí mismo. A Julia medio la conformaba salir de la casa de sus suegros, alejarse de la tutela de doña Clara que sólo velaba por el bienestar de su hijo y criticaba solapada y permanentemente a la joven.
El calor de Lázaro Cárdenas hizo su parte: le quitó mucha ropa a Julia que ahora fresca se la veía mucho más guapa. Blusas y faldas muy ligeras mostraban aquel bellísimo cuerpo que empezaba a hacer estragos entre la población masculina del puerto. De postre caminaba con un zarandeo muy femenino, mirándose las piernas que llamaba la atención.
Al principio Julia se encargaba de la caja registradora y Augusto de recibir los comensales y apurar a las cocineras y meseros. Cuando Julia salía en alguna ocasión de la caja, las miradas tropicales de los hombres enseguida se posaban en su cuerpo, aunque ella –siempre muy propia– no daba lugar a nada.
Cuando había pocos clientes se iba para su casa que estaba del otro lado de la plaza principal de la ciudad y el calor bochornoso volvía a jugar su papel porque era imposible atravesar ese espacio tan grande al rayo del sol, así que su falda revoloteaba por el camino más largo pero de sombra, pasando por debajo de los techos y marquesinas de varios comercios donde siempre era acechada por los galanes del lugar.
Uno de esos comercios era un salón de billar con una cantina maloliente al fondo donde sus asiduos clientes mataban el calor y el tiempo con cervezas y carambolas. Casi siempre estaba allí “Finito” Chávez, ex jugador de fútbol de discreto pasaje por el Morelia, alto, güero y ganador con las mujeres. Cuando veía venir a Julia dejaba todo para asomarse y ver aquellas piernas torneadas por el ballet y aquellas “caderas y pechos torneados por Dios”, así decía el “Finito” que hasta místico se ponía cuando veía a Julia.


La pesca traía bien ocupado a Augusto que por la mañana se iba al atracadero municipal sobre el propio Río Balsas donde llegaban las lanchas con motor fuera de borda de los pescadores del lugar con la captura para venderla rápidamente antes de que el calor echara a perder lo obtenido. Augusto les compraba dos o tres puños de anchovetas que les sobraban a los curtidos pescadores para usarlas de carnada en la noche, momento propicio para sacar algún buen pargo en el puerto entre los barcos amarrados en el muelle.
Uno de los meseros del restaurante, Javier, le acompañaba a pescar y lo iba poniendo al tanto de las técnicas de pesca y de las distintas especies que allí se sacaban.
–Mire, señor Augusto, tiene que ponerle al anzuelo un buen calambote porque si no lo pierde.
–Un buen ¿calam…qué?
–Calambote, señor Augusto, calambote. O sea que entre el anzuelo y la línea de nylon le debe poner una línea de acero de unos 15 o 20 centímetros para que las bicudas, pargos y jureles no se la corten a dentelladas.
Augusto, pescador de agua dulce, no conocía estas especies tan luchadoras que antes de subirlas al muelle cortaban cualquier línea de nylon. Poco a poco iba aprendiendo que a las barracudas les llamaban “bicudas” o “picudas” y eran muy buenas para hacer ceviche; que el pargo con colores rosados era ideal para freírlo; que los jureles tenían poca carne pero sabrosa.
Crecía el entusiasmo de Augusto por la pesca que la practicaba después de las 9 o 10 de la noche, momento bueno para capturar las especies de buen tamaño. Además, ya tarde por la noche no había mosquitos.
¿Y Julia? Julia esperándolo hasta dormirse abanicada por el ventilador de techo que era testigo de aquel cuerpo tan apetecible pero cada día menos atendido y satisfecho.
Augusto llegaba como a las dos de la mañana y en medio de una escandalera se ponía a limpiar el pescado obtenido para guardarlo en el refrigerador y no se echara a perder con tanto calor. Después a bañarse para quitarse el olor a pescado y el sudor; cuando se acostaba ya eran como las tres y media… Julia ya estaba de un humor de perros y estas pesquerías se hacían por lo menos dos o tres veces a la semana.
–Oye Augusto, llévame a cenar a aquel restaurante tan bonito de La Orilla, ¿si?
–Es que más tarde voy a ir a pescar, ¿por qué no cenamos temprano en el nuestro que en la noche hay poca gente?
–Olvídalo Augusto, olvídalo.
Las miradas sobre Julia no cedían y las de “Finito” Chávez empezaban a ponerla nerviosa porque iban acompañadas de algún piropo afilado y nunca grosero. Piropo tirado como una carambola de tres bandas: con mucho cuidado y tanteo. “No hay mujer más bella en este puerto”, y lo decía como una reflexión para sí mismo, no directamente a ella, y el dardo penetraba despacito, despacito en el cuerpo de Julia…
El “Finito” sabía bien del efecto de ese primer piropo y unos pocos más en los siguientes días fueron demoliendo, tabique por tabique, el muro de la resistencia –inicialmente muy digna– de Julia.
“Finito” recurrió en poco tiempo a ese misticismo falso pero que rara vez la fallaba: “Buenas tardes señorita, Dios la bendiga por ser tan bonita…”
–Gracias señor…

El arte del piropo.


¡Ay, Julia…! con esa respuesta lograste que “Finito”, sin calambote ni anzuelo, pescara a la más hermosa sirena del puerto. Su estampa de atleta, su cabello rubio, pero sobretodo su tenacidad y tanta dedicación hacia la joven fueron mejor carnada que cualquier anchoveta comprada por la mañana a los lancheros.
Ahora el “Finito” tenía que preparar la oportunidad para encontrarse con Julia y a la escasez de dinero tenía que anteponer el ingenio que en él era más abundante. No tardó nada en hablar con uno de sus cuates, Alberto, que tenía lancha con motor fuera de borda y también le gustaba la pesca. Sin mayores explicaciones convenció a su amigo para que invitara al mesero Javier y éste a Augusto a pescar mar adentro y asegurarse así la cancha libre para patear un par de penales al arco de Julia…
Javier, el mesero, no lo pensó dos veces cuando recibió la invitación de Alberto con quien varias veces había salido a pescar y sabía de las nuevas posibilidades de pesca desde una embarcación. Con mucho entusiasmo invitó a su vez al señor Augusto a pescar.
–Señor Augusto, tenemos que llevar unas rapalas y verá que con ellas sacaremos un buen robalo, el pescado más rico para comer, o algún dorado o gallo…
–¿Qué es una rapala, Javier?
–Son unos pequeños peces de plástico con anzuelos triples que se van jalando detrás de la lancha y simulan peces verdaderos y el robalo al intentar alcanzarlos y se engancha de los anzuelos. ¡Oh, ya va a ver usted, señor Augusto, qué pescadote vamos a sacar… Tenemos que salir como a las once de la mañana que hay mucho sol para que las rapalas brillen y atraigan al robalo y nos llevamos algo de comer porque se puede pescar como hasta las seis de la tarde.
El entusiasmo de Augusto creció como la espuma, de la misma manera que la sospecha de Julia que tras esta pesquería estaba el “Finito”, cosa que la puso muy excitada, a tal punto que animaba esta vez a que su marido saliera a pescar.
El día amaneció despejado pero unas nubes lejanas sobre el mar no eran buena señal, porque en pleno mes de octubre, en el Pacífico, los ciclones estaban a la orden del día y cualquier vientito era suficiente para erizar el mar y poner en problemas una lancha de pequeñas dimensiones como la de Alberto. Sin embargo temprano salieron a pescar sin alejarse mucho de la costa ni de la desembocadura del Río Balsas que es a su vez la entrada al puerto de Lázaro Cárdenas.
Atrevida, audaz y sin un pelo de indecisión, pasó Julia, con su falda muy agitada por el viento, por el salón de billar y constató que el “Finito” estaba más puesto que un calcetín para seguirla hasta la casa. Atrevido, audaz y sin un pelo de indecisión, “Finito” entró a la casa de Julia por la puerta entreabierta un par de minutos después que lo hiciera ella.
El viento empezó a soplar demostrando que no iba a ser cómplice de nadie y amilanó el entusiasmo de los tres embarcados que tomaron el camino de regreso y programaron otra salida para dentro de una semana. Medio mareados por las sacudidas del mar los pescadores frustrados llegaron al muelle municipal sobre el río Balsas.
El viento, sin embargo, no había incidido para que “Finito” abriera el marcador y marcara un primer gol por encima de la barrera y demostrara su oficio de buen pateador. Julia, siempre bailando en pequeños escenarios ahora conocía uno nuevo y mucho más grande y sentía profundamente la danza por dentro sin necesidad de la música de Tchaikovsky, Stravinsky o Saint-Saëns.
El destino, empujado por el viento imprevisto del Pacífico, hacía que en ese momento Augusto entrara a su casa –ajeno a las hazañas deportivas y a la danza clásica en su propia cama– en el momento justo en que oye los gemidos y gritos de Julia que festejaba el segundo gol de chilena magistralmente ejecutado por el “Finito” Chávez.

Cédar Viglietti