sábado, 30 de octubre de 2010

Celebración del Día de Muertos en México

"Según la creencia de la civilización mexicana antigua, cuando el individuo muere su espíritu continúa viviendo en Mictlán, lugar de residencia de las almas que han dejado la vida terrenal. Dioses benevolentes crearon este recinto ideal que nada tiene de tenebroso y es más bien tranquilo y agradable, donde las almas reposan plácidamente hasta el día, designado por la costumbre, en que retornan a sus antiguos hogares para visitar a sus parientes. Aunque durante esa visita no se ven entre sí, mutuamente ellos se sienten.

El calendario ritual señala dos ocasiones para la llegada de los muertos. Cada una de ellas es una fiesta de alegría y evocación. Llanto o dolor no existen, pues no es motivo de tristeza la visita cordial de los difuntos. La exagerada hospitalidad de los mexicanos es proverbial. Ésta se manifiesta a la menor provocación, aún más si los visitantes son sus parientes ya fallecidos. Hay que deleitarlos y dejarlos satisfechos con todo aquello que es de su mayor agrado y asombro: la comida.

Desde remotas épocas hasta la actualidad, el “banquete mortuorio”, resplandece en todas las moradas nacionales, desde los humildes jacales o casas rústicas, hasta los palacios y mansiones.

La comida ritual se efectúa en un ambiente regiamente aderezado en el que vivos y muertos se hacen compañía.

Cada pueblo y región ofrece variados diseños e ideas para este evento, pero todos con la misma finalidad: recibir y alimentar a los invitados, y convivir (o tal vez “conmorir”), con ellos”.

Eduardo Merlo Juárez (Arqueólogo mexicano)

Día de Muertos

Con la influencia anglosajona de la fiesta de Noche de Brujas, o Halloween, en que aparecen monstruos, vampiros, brujas y fantasmas, México ha olvidado a sus propios personajes del Día de Muertos, como la famosa Catrina que tantas veces dibujó José Guadalupe Posada. Diego Rivera también pintó a la Catrina en su mural Sueño dominical de una tarde en la Alameda Central y la vemos bailoteando en los cartones del juego de La lotería.
La Muerte adquiere muchos nombres: La Pelona, la Flaca, la Fría, la Apestosa, la Huesuda, la Calaca. José Guadalupe Posada la representa con un sombrero de ala ancha, lleno de flores y unos dientes que se adelantan intentando sonreír, pero en realidad van a morder.
Nuestra tradición de Día de Muertos no se hace con hechizos, encantamientos ni horripilantes caracterizaciones, sino con historias, relatos, cuentos y leyendas que han perdurado en la memoria de los mexicanos durante siglos.
Fragmento de un artículo de Elena Poniatowska, escritora y periodista mexicana.

martes, 26 de octubre de 2010

Agustín Barrios en México





Fue en el año 1977 en Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo (ubicado al norte de la ciudad de México) cuando con amigos y alumnos de guitarra fundamos el Centro Guitarrístico “Agustín Barrios”. Su presidente fue el Ing. Alberto Fonseca, a la sazón Gerente de producción de la empresa Diesel Nacional y alumno del curso de guitarra que impartíamos en el Centro de Desarrollo para la Comunidad. Con mucha emoción y expectativa recibimos, el día de la fundación del Centro Guitarrístico, al maestro yucateco Juan Helguera, quien nos ofreció una charla sobre el músico paraguayo. En el acto inaugural el Ing. Fonseca y quien esto escribe tocamos un par de piezas de Agustín Barrios.


Inauguración del Centro Guitarrístico Agustín Barrios. En la fotografía se aprecian sentados en primera fila al Maestro Juan Helguera y al Ing. Luis Alberto Fonseca cuando hacía uso de la palabra quien esto escribe.



Podrá pensarse que es curioso poner el nombre de Agustín Barrios a un centro guitarrístico en la República Mexicana, cuando parecería ser ajeno a ese lugar y cuando por esas fechas el gran compositor paraguayo era popular solamente en Sudamérica y todavía no había sido difundido por los grandes guitarristas. Sin embargo Agustín Barrios vivió en México, precisamente en la ciudad de Pachuca, capital del estado de Hidalgo, y escribió la famosa obra “La hilandera” en un pequeño pueblo que frecuentaba: Tepeapulco. Hoy esta pequeña población con una rica y muy larga historia, está conurbada a Ciudad Sahagún, hecho que explica la natural vinculación de Barrios con esa zona.

Cuando apareció el Ing. Fonseca en Centro de Desarrollo a tomar clases de guitarra, me contó que había tomado clases previamente con Don Baltasar González, un hidalguense que había conocido nada menos que a Agustín Barrios. Imaginarán la emoción que tuve al oír hablar del compositor paraguayo tan famoso en Sudamérica con una referencia tan cercana. Inmediatamente le pregunté al ingeniero si era posible conocer a ese viejo maestro mexicano. A los pocos días aparece mi alumno con un señor de casi 80 años, de origen campesino, muy sencillo y agradable: Don Baltasar González, persona que nos encantó a todos con sus historias y anécdotas sobre la guitarra.

                    Programa del concierto del guitarrista Ariel Hinojosa en homenaje a Don Baltasar González Campero

 

Así nos contó de su vinculación con Barrios y el motivo del arribo del paraguayo a México. Con todo detalle, Don Baltasar nos refirió que cuando se inauguró el primer vuelo comercial entre Argentina y México, estas naciones intercambiaron delegaciones artísticas para celebrar este hecho histórico. Así, un conjunto de baile regional mexicano y un mariachi fueron a Buenos Aires; y a la Ciudad de México llegó un conjunto de danza argentina y el compositor y guitarrista Agustín Barrios Mangoré. No resulta extraño que el paraguayo viniera como un aporte de Argentina al evento que celebraban los dos países, en virtud de que Barrios vivía en ese momento en ese país y había compuesto una buena cantidad de música inspirada en el folklor y música popular argentina.

No tardó el pulque (bebida fermentada de origen indígena muy popular en México por aquellos años cuarentas) en atraer a Barrios a los llanos de Apan (zona cercana a Tepeapulco y productora de pulque de gran calidad en México) lo que explicaría por qué “La Hilandera” la escribió aquí.

Según el maestro hidalguense no le fue bien a Barrios, quien pasaba penurias económicas al no tener conciertos para ganarse la vida. Por ello, nos contó Don Baltasar, cuando le ofrecieron tocar la guitarra en un circo, donde lo presentarían como “un fenómeno de la guitarra traído directamente de las selvas del Paraguay”, Barrios acepta y se disfraza con plumas y taparrabo de indio paraguayo para justificar “ese fenómeno de las selvas del Paraguay”. Esto explica esas fotos lastimosas que han recorrido el mundo cuando se trataba de uno de los mayores compositores del mundo para guitarra y –sin duda– del mayor guitarrista del siglo veinte (basta escuchar sus grabaciones de 1913 a 1942) que había llegado a tocar y asombrar con su ejecución y sus obras a todo un continente y hasta la propia ciudad de Londres. Preferimos divulgar las fotos que recuerdan a Barrios con mayor dignidad; no porque sea indigno su espíritu indígena guaraní, siempre a flor de piel en los paraguayos, sino porque era más que suficiente su arte para distinguirlo y permitirle vivir con decoro. Sin embargo la personalidad de Barrios tenía altibajos y le asaltaban momentos de gran depresión donde abandonaba la guitarra, así como momentos de euforia que lo llevaban a componer sin desmayos.

No tuvo mucha suerte Barrios. Jamás Andrés Segovia interpretó una pieza suya que hubiera sido el gran detonante para que su obra se difundiera. Quizá los celos profesionales de Segovia frente a un intérprete con mayor técnica guitarrística y enorme talento musical hayan ganado la partida de no hacer nada para darlo a conocer al gran público al que él tenía acceso.

La poca suerte que tuvo fue en sus últimos años de vida. El Salvador, tan lejos de su tierra, lo rescató de un triste final empujado por su irrefrenable bohemia. En ese pequeño país centroamericano encontró un lugar donde apreciaron y reconocieron su talento musical. El general Maximiliano Hernández Martínez, Presidente de la República de El Salvador le ofreció una estadía permanente en 1939 y le pidió aceptara el nombramiento como profesor de guitarra del Conservatorio Nacional de Música.

El 7 de agosto de 1944 sufrió un segundo infarto (el primero fue en México) que le ocasionó la muerte a los 59 años. El sacerdote que lo acompañó en su agonía comentó que Barrios dijo: "No temo al pasado, pero no sé si podré superar el misterio de la noche".

Cerremos estas líneas con un poema del propio Agustín Barrios que lo pinta en cuerpo y alma:


EL BOHEMIO

!Cuán raudo es mi girar! Yo soy veleta
que moviéndose a impulsos del destino
va danzando en loco torbellino
hacia los cuatro vientos del planeta.

Llevo en mí el plasma de una vida inquieta
y en mi vagar incierto, peregrino,
el Arte va alumbrando mi camino
cual si fuera un fantástico cometa.

Yo soy hermano en gloria y en dolores
de aquellos medievales trovadores
que sufrieron romántica locura.

Como ellos, también, cuando haya muerto,
!Dios solo sabe en qué lejano puerto
iré a encontrar mi tosca sepultura!

El puente de Feliciano

A Marta y Angel, tan queridos.


Pillo y desalmado era Feliciano. Analfabeto en el papel pero no en la vida. Sabía leer entre líneas cualquier conversación y escribir a punta de lengua cualquier discurso para salirse del apuro. Chaparro y panzón pero ágil y decidido. El color miel de sus ojos delataba el mestizaje, lo rojizo y turbio su afición por el mezcal.
No eran las cuatro de la mañana pero ya había alborotado jacal, mujer e hijos. ¡Pobre de María! Mujer sufrida y abnegada que, aunque dócil (quizá por eso), no se escapaba de golpes y reclamos. Una feroz trompada de Feliciano le había volado tres dientes y desfigurado su hermosa cara morena. ¡Cómo extrañaba sus dientes! A toda costa quería ponerse unos postizos para tapar la coladera de su belleza.
–¡Déjese de chingaderas, mujer! ¡Usted no necesita nada!
–Pero Feliciano...
–¡Ni madres!
Los cuatro burros de Feliciano, verdadero tesoro por aquellos lares, ya estaban esperando que les acomodaran la pesada carga para llevarla hasta Pahuatlán. Debajo de la jacaranda se juntaban jaulas con pollos, calabazas, costales de granos crudos de café, una bolsa muy limpia de manta con los bordados de María y unas pencas de plátano macho. Entre los pollos se destacaba un fino gallo de riña que era la esperanza de Feliciano para obtener de su venta unos buenos centavos.
–Feliciano...
–¡¿Qué chingaos quieres?!
–No... nada... –chiquitita la voz de María termina escondiéndose. No se anima a pedirle un radio a pilas para espantar tanta soledad con un poco de música y radionovelas. Y es que María vio a su hermana Matilde con un radio nuevecito que le regaló su esposo y sintió envidia de la buena por tener un aparato de esos. Ella no podía olvidar cuando iba a Pahuatlán esa música tan hermosa que se escuchaba en el jardín principal de las bocinas del palacio municipal. Eran sones huastecos que inundaban los árboles de la plaza y hacían callar a los pájaros. ¡Qué bonito sería tener esa música en la casa!
María juntó coraje.
–Feliciano...
–¿Qué pues...?
–Tráeme un radio por favor. Todo el día me la paso sola. No hablo con nadie. Estamos muy lejos del pueblo y de cualquier gente ...
–¡No estés chingando, mujer!
–Pero Feliciano... nunca me traes nada. Te pedí ponerme mis dientes y nunca me haces caso, ahora...
–¡¿Ahora qué pinche vieja?! Ahora te voy a madrear para que entiendas... –Feliciano arremetió contra María con pésimas intenciones, pero la mujer logró salir a tiempo del jacal y salvarse de los golpes poniendo distancia de por medio.
–¡Estas mujeres de ahora quieren radio, quieren dientes! –se quedó mascullando el arriero.
Mientras el campesino ataba la carga en los burros María entró al jacal y tomó un espejo que le había regalado el marido.
Feliciano unió los burros con una reata y jaló del primero poniéndose en marcha. Apenas había dado unos pasos y oyó el grito de María:
–¡Si no me compras los dientes ni el radio ahi te guardas este pinche espejo que me regalaste que no hace más que recordarme lo fea que estoy! –el objeto voló por el aire rumbo a la cabeza del arriero que apenas tuvo tiempo de esquivarlo. Se hizo añicos contra el suelo. Rápidamente Feliciano tomó el pedazo más grande para devolvérselo a su mujer. Pero María había calculado bien las distancias y ya estaba muy lejos como para ser alcanzada con el pedazo de espejo. El arriero lo tuvo sopesando un momento en su mano y terminó guardándolo en un saco de café. Los días de viaje suavizarían el coraje que Feliciano ahorita se iba masticando.
Arriero y bestias se encaminaron rumbo a San Pablito por senderos húmedos y apretados por matas de café, platanares y limoneros. El frío y niebla de la mañana poco a poco se iban cambiando por tibiezas y pedazos de cielo azul. Feliciano no aflojaba el paso porque sabía que un poco antes de llegar a San Pablito tenía que tomar a la izquierda rumbo a Pahuatlán y atravesar un pequeño riachuelo que en tiempos de seca no era nada, pero que si llovía se convertía en un obstáculo casi insalvable.
Cerca de las once de la mañana hace un alto para que descansen y tomen agua los burros. Él toma traguitos de mezcal con pedazos de cecina y tortillas. Inquieto mira el cielo que por el sur amenaza con lluvia. No lo piensa más y se pone en marcha nuevamente.
Apresura el paso hasta donde es posible porque el camino sigue siendo de bajada y se puede resbalar algún animal. Los gastados huaraches parecen tener ojos para pisar en terreno firme y esquivar piedras que los burros sueltan atrás y ruedan vereda abajo. Lejanos truenos espolean a Feliciano que empieza a sudar por el esfuerzo.
Falta poco para llegar al río pero no cesan los truenos por el sur y sabe el arriero que la lluvia lejana le puede ganar la carrera y llegar primero al paso. Resoplan las bestias, se le agrandan los ojos a Feliciano siempre mirando de reojo al sur. Parecería que la tormenta no se acerca pero el oído del campesino no se engaña y sabe que los truenos allá, en poco tiempo es agua acá. Les grita a los burros para que aceleren su marcha. Ya se divisa el paso, pero aún está lejos porque la vereda por la sierra no es recta, es un interminable camino de hormigas que con parsimonia hombres y bestias trazaron.
–¡Chingada madre! –aunque nadie le escucha Feliciano lanza imprecaciones al cielo que lejos se quiebra en mil cubetazos que indefectiblemente irán a parar al cauce del río. Ya pasó hace mucho el mediodía y el arriero tiene varias horas hechas de veredas intransitables. Si no pasa hacia Pahuatlán ahora, ya no podrá hacerlo hasta el otro día. Quedarse a pasar la noche aquí es peligroso porque Feliciano tiene cuentas pendientes con arrieros que usan este mismo lugar para pasar hacia el pueblo.
Los pollos y el gallo se alborotan con tantas sacudidas, los burros están a punto de reventar por el esfuerzo, Feliciano parece un demonio salido del infierno contestando con insultos a las voces de los truenos. La carrera parece suicida. Siempre queda una vuelta más en la vereda. Ya van casi patinando entre las piedras. La mano firme de Feliciano no deja de jalar de la reata arrastrando casi a los cuatro burros. Ahora ya oye el agua correr. No es agüita cantarina, es agua que se desborda y el ruido va en aumento. Corren los cinco y llegan al paso jadeantes, exhaustos. Feliciano arremete y se mete al agua pero ésta ya ganó todo el cauce y corre con incontenible fuerza. Duda el arriero, los animales se resisten a seguir adelante. Les mienta la madre y arremete nuevamente por otro lado pero el río crece a cada segundo. Tropieza Feliciano y con el agua a la rodilla resbala. Pierde pie y siente un vacío en el estómago. El agua se lo lleva pero no suelta la reata. Los burros están bien parados en la orilla y logran sostener al arriero que aterrorizado siente que le vuelve la vida al cuerpo. Temblando –más de miedo que de frío– logra asirse a unas matas y salir a lo seco. Se le fueron las ganas de mentar madres. Agradecido acaricia a los burros que le salvaron la vida y busca un lugar donde atarlos para que puedan descansar.
Cuando termina de amarrar los burros aún le tiemblan las manos y las piernas. Busca leña para hacer fuego y secarse un poco. Los truenos crecen, ahora están cerca. La noche se adelanta con la oscuridad de la tormenta. Feliciano encuentra en la barranca una cueva donde medio meterse. Baja la carga y la pone a resguardo de la lluvia que no tarda en aparecer. Enciende el fuego y se queda en cuclillas echando miradas recelosas a la oscuridad. Cambia el miedo de la arrastrada en el agua por otro mayor: encontrarse con el güero Martín. Ahora Feliciano recuerda las chingaderas que le hizo a Martín y el juramento de venganza que éste profirió en público en San Pablito.
–¡Chingue su madre! Este canijo es capaz de encontrarme aquí –masculla entre dientes. La soledad y la oscuridad empiezan a refrescarle la memoria a Feliciano que revive cuando le bajó a María y la convenció que se fuera a vivir con él.
¡Buuum! estalló el cielo a través de un espantoso rayo que pareció partir en dos la tierra. Se estremeció Feliciano y del alma le salieron unas palabras que parecían una plegaria: “Daría mi alma al Diablo porque hubiera un puente aquí”.
–¡Para servirte mi Feliciano!
–¿Eh? –saltó estremecido el arriero. Como un rayo manoteó su machete dispuesto a cobrar cara su vida. Con un ojo vio que no era el güero Martín. ¡Era un catrín de ciudad en plena sierra!
–¿Qué diablos quiere usted? –balbuceó.
–Servirte mi amigo, servirte.
El campesino desconfía de la increíble serenidad del hombre impecablemente vestido que sin ningún temor se acerca a la luz del fuego.
–No dé un paso más y dígame quién es y qué quiere conmigo– se oye a un Feliciano inseguro y temeroso.
–Cálmate, mi Feliciano, cálmate. No me amenaces con ese machete porque me puedo enojar y te lo meto por donde no te cabe– firme la voz y las intenciones del personaje que ni se inmutaba por la actitud amenazante del arriero.
–Tu me invocaste y yo no soy de los que deja pasar oportunidades –continuó el catrín con las manos en las bolsas. Vestía impecable traje negro, camisa blanca y corbata de moño colorada. Del cuello le colgaba una bufanda de seda roja. Los zapatos negros brillaban como si jamás hubieran pisado tierra suelta.
Mudo, Feliciano medía con la mirada al extraño personaje mientras iba bajando el machete y diluyendo su actitud de desafío.
–¿Quién es usted, Don... ? –se amansaba rápidamente la voz de Feliciano.
–¿Cómo que quién soy? ¡El Diablo, pendejo! ¿No dijiste “Daría mi alma al Diablo por que hubiera un puente aquí”? Bueno, pues aquí me tienes, ¡carajo!
Ante tanta autoridad Feliciano no dudó ni tantito de quien se trataba. Intentó rápidamente zafarse de la situación: “No me haga caso señor Diablo. Yo solamente abrí mi bocota de puro menso que soy.”
–¡No te rajes maricón! ¡Ya te tomé la palabra y ahora mismo voy a construir un puente a cambio de tu alma! –la voz del diablo tronaba más que los rayos y el ruido de la lluvia se opacaba.
El arriero pensaba desesperadamente en cómo entretener al Diablo mientras ganaba tiempo para buscar una solución a la situación. Se le ocurrió desconfiar de sus posibilidades.
–¿A poco usted sólo puede construir un puente? Se tardaría meses y seguro no lo acaba.
–¿Qué no lo acabo? Tengo mis ayudantes para eso. Es más, te apuesto a que lo termino antes de que cante tu pinche gallo.
Feliciano miró la jaula donde estaba quietecito su fino gallo de riña. ¿Qué podía perder en esa apuesta? Ya veía perdida su alma y quien sabe qué más se acumularía.
–Señor Diablo, si no termina el puente antes de que cante mi gallo ¿me devuelve mi alma? –la voz del campesino sonó tembleque y suplicante.
–¡Pinche marica! ¡No te cagues en tus calzones! Está bien. Te apuesto tu alma a que lo termino antes de que cante el gallo. Pero no te atrevas a tocar a ese animal ¿eh?
–No, señor Diablo, cómo cree.
El extraño personaje ya no perdió tiempo y con un potentísimo chiflido llamó a un ejército de extrañas criaturas que no medían más de un metro. Eran una especie de chamacos con patas de cabras que pese a la lluvia juntaban como locos cantidades enormes de piedras. La diabliza se movía a velocidad increíble y poco a poco lo que parecía sin concierto tomaba forma de puente. ¿Qué sostenía al arco que empezaba a volar por encima del río? ¡Quién sabe! Pero el puente avanzaba en el aire sostenido desde una sola orilla.
Feliciano estaba fascinado mirando progresar el puente hasta que cayó en la cuenta que al acabarlo perdía su alma. Aterrorizado empezó a mirar para todos lados buscando una salida. Vio al gallo que ni se movía echado en la jaula. “Este pinche gallo ni va a cantar. Falta mucho para que salga el sol y el muy güey duerme”, pasó por la cabeza del arriero. Acercarse a la jaula era imposible; el Diablo con un ojo miraba la construcción y con el otro vigilaba los pasos del arriero.
Crepitaba la fogata y Feliciano ya veía a su alma entre las llamas pero del infierno. El puente seguía avanzando imparable y a gran velocidad. El Diablo parado y con los brazos cruzados miraba con sonrisa burlona al desesperado campesino que no dejaba de dar vueltas buscando zafarse de la situación.
De pronto Feliciano ve el trozo de espejo de María medio metido en un costal de café y sin dudar un instante lo toma y se sienta a un lado del fuego. Comienza a moverlo de tal modo que el reflejo de las llamas dé en la cabeza del gallo. Al puente le faltaban unas pocas piedras para terminarse y Feliciano ya aterrorizado insiste con el espejo hasta que la luz reflejada confunde al gallo con el amanecer. Y cuando no falta más que un par de piedras para concluir el puente el gallo se despereza y emite un potentísimo canto que paraliza a la diabliza justo antes de terminar.
Dicen los campesinos del lugar que por todo el valle y las montañas se oyó esa noche un grito diabólico: “¡Me lleva la chingadaaaaaa!”.
Ahí quedó el puente, intacto y hecho para toda la vida. Sólo se desacomodan un par de piedras que los vecinos siempre están pegando.


Vocabulario

Tortillas: Especie de panqueque hecho con harina de maíz. Prácticamente todas las comidas se acompañan con tortillas.
Huaraches: Sandalias toscas.
Vereda: Camino hecho por el paso de hombres y bestias por lugares de sierra o selva.
Chaparro: Petiso, bajito de estatura.
Mezcal: Bebida alcohólica destilada muy parecida al tequila.
Jacal: Rancho muy pobre.
Chingaderas: Expresión derivada del verbo chingar que Octavio Paz explica como violar. El mayor insulto en México es “Hijo de la chingada” que equivale a decir Hijo de la violada. “Déjese de chingaderas” equivale en Uruguay a Déjese de joder.
Ni madres: No joda, expresión muy grosera.
Manta: Tela de algodón sobre la cual se hacen los bordados.
Pencas: Racimo de donde cuelgan las bananas.
Plátano macho: Banano de gran tamaño que se come cocido.
Chingaos: De Chingado, equivale a Carajo.
Sones huastecos: Música popular de la zona Huasteca (comprende parte de los estados de Hidalgo, Tamaulipas, Veracruz, San Luis Potosí, Querétaro y la sierra norte de Puebla).
Pinche: Adjetivo despectivo que equivale a “...de mierda” (ej: pinche auto es igual auto de mierda.)
Madrear: Complicadísima expresión que quiere decir reventar. “Te voy a madrear” equivale a Te voy a reventar.
Arriero: Quien conduce burros con carga a zonas de difícil acceso. No se trata de arriar ganado como en Uruguay.
Coraje: Además del significado obvio, en México quiere decir bronca. Se usa aquí también la expresión “Hacer coraje” que equivale a Enojarse.
Cecina: Charque (carne salada).
Chingada madre: Equivale a Puta madre.
Cubetazos: Viene de cubeta (balde).
Reata: Cuerda, soga.
Mentar madres: Insultar a la madre.
Güero: Hombre blanco.
Canijo: Sinvergüenza, pasado de vivo.
Le bajó a María: Le quitó a María, se la ganó.
Catrín: Pituco, tipo bien vestido de la ciudad.
Pendejo: Imbécil, estúpido.
Menso: Tonto.
Chamacos: Niños.