viernes, 13 de mayo de 2011

Recuerdos de mi barrio (1era. parte)

La plazoleta Río Branco es el centro del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas en Uruguay. Fue un viejo sitio de paso de diligencias que venían de Brasil e iban a Montevideo del cual ya no hay rastros, ni siquiera aquel viejo ombú en el fondo de mi casa que ofrecía a los viajeros una sombra generosa y fresca en primavera y verano.  
El nombre de esta plazoleta –¿por qué no plaza, si ocupa toda una manzana?– quedó para que la gente lo cambiara y le pusiera el de algún minuano ilustre (Olegario Villalba, fino pintor por ejemplo) y rescatar así ese espacio que recuerda a un ave de rapiña del viejo imperio brasileño: José María da Silva Paranhos Junior, encantado de que lo conocieran como Barón de Río Branco.
Este señor de triste recuerdo para Argentina, Bolivia y hasta la Guyana Francesa, que con malas artes se apropió de buena parte de los estados de Santa Catarina y Paraná, antes argentinos; de una buena porción de territorio boliviano; y hasta de una parte de la Guyana Francesa (aunque en este caso “entre bueyes no hay cornadas”, ¿no?) no merece tener en Minas su nombre en una plaza, y menos aún ponérselo una ciudad uruguaya en el departamento de Cerro Largo, en la frontera con Brasil, que antes dignamente se llamaba Villa Artigas,  aunque haya tenido el Sr. da Silva la “bondad” de dejarnos navegar las vías fluviales del río Yaguarón y la Laguna Merín que compartimos con el vecino del norte (por eso se le recuerda...).
En la década de los años cincuenta y algunos años de los sesentas esa plazoleta vivió un esplendor que es bueno rememorar para que las nuevas generaciones sepan de sus raíces, qué vecinos la poblaban y qué cosas allí pasaron.
Desde siempre tuvo un kiosco policial donde un par de veteranos guardiaciviles (así se les llamaba) se aburrían de constatar que en el barrio Las Delicias no pasaba nada. Un sencillo uniforme con ancho cinturón de cuero sostenía un espadín, seguramente inútil ante un afilado facón, pero que era claro signo de una autoridad civil reconocida por todos que se encargaba más de disuadir cualquier pleito que reprimir un hecho consumado.
Creo que un guardiacivil se apellidaba Jauregui y lo recuerdo dejando recostada su bicicleta fuera del kiosco donde seguramente una sagrada siesta preparaba un tranquilo recorrido en su rodado hasta el Cementerio del Este, regresar después por las viviendas obreras a un lado del Parque Rodó y si no estaba muy cansado se daba una vuelta por el Hospital Vidal y Fuentes para regresar por la muy empinada subida de la Av. Varela.
Frente al kiosco estaba el viejo bar (híbrido de café y cantina mexicana) “Las Delicias”, según unas muy atractivas letras de neón, cuyos dueños eran los hermanos Leonel y Álvaro “Chiche” Rodríguez. Allí cortaba el pelo Walter Ferrada que atendía en una especie de tapanco donde estaba la mesa de billar. A un lado, don Cacho Capricho –excelente persona– atendía su almacén (tienda de abarrotes diríamos en México) con un siempre alegre y dispuesto muchacho que hacía los repartos en bicicleta, el Yoyo. Es oportuno decir que en aquellos años se usaba “la libreta” para comprar. Esto es que cada cliente tenía una libreta donde Cacho anotaba el producto y el importe de lo que se llevaban. Cada principio de mes Cacho sumaba el total de lo adquirido y el cliente le liquidaba al almacenero el total de lo consumido. Una especie de tarjeta de crédito actual que era financiada por la prosperidad económica de entonces y el propio almacenero con su política de precios. Jamás alguien perdía la libreta o intentaba alterar lo escrito por Cacho Capricho.
Un poco más allá estaba la carnicería de Fernández, hombre de sólida posición económica, con su mano derecha, Cacholo, que atendía un comercio con carne de muy buena calidad. Más hacia el Parque Rodó estaba la casa de la familia Diano, donde el joven Jorge (citado en el artículo “Cuando los comunistas tomaron Minas” de este mismo blog) se transformaría en una de los personajes más conocidos de Minas. Por cierto tenía una hermana muy bonita, seria y formal, la Coqui.
A la vuelta estaba (y sigue estando) la panadería “Las Delicias” que era atendida por la joven y muy trabajadora Mireya. Pocos minutos antes de las diez de la mañana ya estaba con una canasta en la escuela No. 12 esperando el recreo para vender bizcochos de muy buen tamaño que no se parecían en nada a los que luego conocí en Montevideo.
Otro comercio de muchos años fue el almacén de la familia Martínez, cuya viuda sacó adelante a sus tres hijos (Orlando, Winston y Claudina) atendiendo su comercio muy al estilo de los viejos almacenes de campaña (tiendas campesinas) donde había de todo un poco. Enfrente estaba el bar del Pelao Arana (muchos años después se mudó por el Tanque de Agua) que formaba parte de un triángulo de comercios junto a una estación de nafta (gasolinera) y la gomería (vulcanizadora) del “turco” Farah. Es interesante aclarar que la palabra nafta tiene origen en una sigla de una empresa rusa  exportadora de combustible que abastecía a Uruguay y Argentina. En enormes cajas de madera con la palabra NAFTA pintada venían los tanques (tambos) con gasolina.
También es oportuno aclarar una pésima costumbre de los habitantes de los países del Río de la Plata de utilizar indiscriminadamente con los inmigrantes de origen árabe y –peor aún– armenio el gentilicio “turco”. El apellido Farah es de claro origen libanés pero jamás pudo sacarse de encima que le llamaran “turco”.
Me detengo un momento a describir una vieja bomba de nafta ya muy vieja por aquellos años que había en la estación. Se trataba de un armatoste de 1931 de unos tres metros de alto con forma de faro marítimo, con un depósito de vidrio transparente en la parte más alta, y una palanca para bombear la gasolina. El operador preguntaba cuántos litros quería y bombeaba a mano hasta ver que la nafta llegaba a las distintas marcas del depósito transparente. Colocaba luego la manguera en el auto y por simple gravedad llenaba el tanque del vehículo.
Otros “turcos” nacidos en el Líbano fueron doña Carola y Tannús Chalit que habitaron la vieja casa de ladrillos a la vista junto a la capilla Santa Teresita. Tía y sobrino tenían un almacén poco surtido pero una gran generosidad y cariño hacia mi hermana y hacia mí. ¡Cómo nos gustaban unas especies de tortas fritas con semillas pegadas (imaginen en México una especie de tortilla gruesa de harina de trigo con ajonjolí), platillos exquisitos con carne de cordero y tantas cosas más que nos convidaba doña Carola! Con mucho respeto veíamos a Tannús rezando de rodillas con la cabeza apoyada en el suelo sobre un pequeño tapete y mirando siempre para el mismo lugar, la lejana Mecca. Nos fascinaba verlo fumar tabaco en el narguile, un extraño aparato de vidrio con mangueras de goma, junto con algún paisano libanés como el dueño de la tienda Jairalah que estaba en el centro de la ciudad.
Por aquellos años no faltaron las funciones de cine en el barrio. Ante la ausencia de televisión, el cine tenía asegurado el éxito entre el público ingenuo que no faltaba a ver “cintas” de muy mala calidad pero que bien entretenían. El lugar más habitual y que duró unos cuántos años fue el cine al aire libre –durante el verano y por la noche– frente a la sede del Club de Fútbol Las Delicias. Un viejo pizarrón de lámina anunciaba la función del sábado que nos anticipaba alguna vieja película mexicana, argentina o americana.
Con mi hermana Graciela teníamos entre 6 y 8 años y nos llevábamos nuestras sillitas petisas (chaparras) y las acomodábamos entre las mesas que se ponían en la calle para atender al grueso de los asistentes que veían cine mientras consumían cervezas, refrescos, refuerzos (tortas mexicanas) y frankfurters (hot dogs) del bar que atendía el “Nenito” Cedrés. 
Recorrimos casi todo el catálogo de las películas en blanco y negro de Cantinflas y Miguel Aceves Mejía (entre las mexicanas), Luis Sandrini y Niní Marshall (entre las argentinas) y Cisco Kid y Roy Rogers (entre las americanas). Cuando se terminaba el primer rollo de la película y mientras el “Nenito” lo cambiaba aprovechábamos a ir corriendo con mi hermana a cenar algo en casa. Recuerdo que unos años más adelante seguíamos yendo al cine en la calle pero en mi caso llegaba siempre tarde al segundo rollo porque eran mayores las ganas de tocar un ratito las piecitas en guitarra del músico italiano Fernando Carulli.
Cédar Viglietti