domingo, 12 de junio de 2011

LA EMBAJADA

LA EMBAJADA
Muy breve e imprecisa crónica de virtudes y miserias humanas

A la memoria de Vicente Muñiz Arroyo
y Pascual Fedullo, amigo inolvidable.
A Ruben De León, ejemplo de ser humano.

“La reconstrucción del pasado es virtual,
reelaborado no como fue vivido, sino como es recordado.” 
Walter Benjamin

LA CANCILLERÍA

Don José Forner cruzó la Plaza Independencia con lentitud y cautela. Sus setenta y pico de años, su pelo blanco y su porte de jubilado no hacían sospechar que en realidad estaba sondeando la vigilancia que la policía o el ejército realizaban a la cancillería de la embajada de México en Uruguay.

Su hija de 21 años y su nieto de 2 meses se encontraban mientras tanto conmigo para encaminar sus pasos hacia el edificio "Ciudadela", lugar donde estaba la cancillería mexicana.

Los relojes se habían sincronizado para darle tiempo a don José y así entrar al edificio, chequear la entrada de la representación mexicana y salir a la calle para darnos luz verde a nosotros.

Todo ocurre sin contratiempos, atravesamos por última vez la Plaza Independencia observando con atención para no ser detenidos a último momento. Que no vaya a ocurrir –pienso– aquello de "...tanto nadar para ahogarse en la orilla…" después de mucho tiempo de haber logrado evadir a la policía y al ejército.

Se nos hace enorme la distancia de una punta de la plaza a otra. Los pies se aligeran, pero no se puede correr y así llamar la atención en una zona atestada de tiras y policías.

Allá viene don José desde la otra punta de la plaza. Se cruza con nosotros y baja la cabeza afirmativamente. Se puede entrar.


Plaza Independencia. Edificio Ciudadela a la derecha.

Los sentimientos son encontrados: allí está la libertad a un paso, pero también está el ignoto exilio; allí se termina la persecución, pero está la renuncia al país y su gente; allí termina el miedo, pero empieza el sentimiento de culpa por el abandono de la trinchera...

Me presento ante un funcionario de la embajada, quien me interroga sobre los motivos de mi pedido de asilo político. El trámite es breve porque inmediatamente soy identificado dentro de las listas de pedidos de captura del ejército y la policía publicadas en los diarios de esas semanas.

Nos conducen a otra habitación del apartamento en espera de la llegada del embajador mexicano, don Vicente Muñiz Arroyo, para la entrevista de rigor. Al pasar frente a una puerta con una ventana circular que da a la cocina, se produce un inesperado encuentro: a través del pequeño vidrio veo a un joven de escasos diecisiete años que grita y salta feliz al notar mi presencia. Me sorprendo al ver a Arisbel en ese lugar festejando el encuentro como si hubiera hecho un gol en una final. Poco después entendería por qué...

El embajador aplica una regla de oro en los interrogatorios: a los más comprometidos, pocas preguntas porque su situación es evidente para justificar el asilo político; a los menos comprometidos, muchas preguntas para confirmar la necesidad de sacarlos del país. No es fácil tomar la decisión de otorgar el asilo porque la situación de terror que impera en el país ha implantado el miedo en mucha gente que sólo piensa en huir sin ser directamente perseguida.

Don Vicente Muñiz otorga con justo criterio el esperado asilo, pero siempre toma precauciones para evitar alguna infiltración indeseable: consulta a las personas ya asiladas en la embajada para pedir referencias sobre el nuevo candidato.

El traslado de la cancillería a la residencia de la embajada ubicada en la elegante zona de Carrasco, se toma su tiempo. La embajada mexicana debe gestionar ante otras embajadas europeas y organismos internacionales (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Cruz Roja Internacional, etc.) apoyo diplomático para asegurar el traslado de los asilados y así evitar cualquier posibilidad de secuestro por parte de militares o paramilitares.

Por lo pronto, para mí y mi pequeña familia, ese 19 de marzo de 1976 concluye pasando la noche en la cancillería, agregándose otro joven del departamento de Treinta y Tres con su esposa y una pequeña hija que comparten una improvisada habitación.

Al momento de conciliar el sueño, sentimos que los pensamientos más dispares se pelean por dominar nuestras cabezas. Nos cuesta ordenar las ideas y sentimos que no estamos viviendo ese momento, que es una pesadilla de la cual nos vamos a despertar inmediatamente. Se agolpan culpas, dudas, incertidumbres y temores por un futuro tan incierto. Parece que los acontecimientos nos han desbordado totalmente y mansamente nos dejamos llevar por lo que indican los funcionarios de la embajada. Tanto tiempo tomando decisiones y resolviendo las más difíciles situaciones en circunstancias tan dramáticas han tallado nuestras cabezas, pero hoy parecemos fantasmas de lo que fuimos. Somos sombras tristes y calladas que no podemos concentrarnos para reflexionar. El motivo de nuestras vidas –la lucha por la libertad y cambios sociales– de pronto se cancela de un solo tajo. ¿Y ahora qué? Todo era buscar caminos de libre expresión, de respeto, de dignidad en medio de una feroz dictadura militar que ya tenía casi tres años; era despertar la conciencia de los jóvenes, organizarlos para enfrentarse al oscurantismo, a la fuerza bruta, al horror de los asesinatos, desapariciones y torturas.

Ahora todo ha terminado para nosotros.

Es cierto que algunos –muy pocos– pensaban que desde el país donde les tocará vivir podrá denunciarse y desenmascarar a la dictadura uruguaya, pero esa perspectiva era muy pequeña frente a la lucha en el país. Parecía más un dedo para tapar el sol de la conciencia que una verdadera alternativa como para no sentirse culpable.

Al día siguiente el embajador me llama y expone una situación que hasta ese momento no parecía tener solución. Comienza con una pregunta: "¿Tú conoces a Arisbel Luberto?"

– Sí, señor. ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque llegó aquí a pedir asilo político con una historia fantástica que no la puede comprobar; además nadie en la residencia de la embajada conoce ni su historia ni su nombre. Dime qué sabes, porque él asegura que tú lo conoces y que estás enterado de lo que le pasó. De no coincidir las versiones ya no podré tenerlo más aquí y tendrá que irse a la calle.

Me alegro mucho porque conozco los detalles de la aventura que ha estado viviendo Arisbel desde hace más de un año.

Comienzo a narrarle que todo empezó en una manifestación de estudiantes de secundaria, en el barrio montevideano de La Unión, quienes protestaban contra las autoridades militares en los liceos que querían imponer normas contrarias a las tradiciones democráticas del país y a los propios jóvenes, como no expresar sus opiniones, usar el pelo corto al estilo militar (sin patillas que rebasen el lóbulo de la oreja) y ni hablar de barbas que hacían acordar a los revolucionarios cubanos... La demostración fue severamente reprimida por la policía Metropolitana y los Granaderos quienes a balazos acorralaron a un grupo de jóvenes entre los catorce y dieciocho años poniéndolos contra la pared con las manos en alto. Inmediatamente les quitaron sus Cédulas de Identidad, guardándolas uno de los policías. Entre esas muchachas y muchachos estaba Arisbel que, a pesar de su corta edad –dieciséis años–, ya tenía una altura de casi 1,90 y suficiente peso para poner en aprietos a cualquiera. Un policía apuntándoles con su pistola se encargaba de vigilarlos mientras los demás atendían una nueva arremetida de los estudiantes. Una pequeña distracción del granadero y Arisbel no duda: un tremendo puñetazo del jovencito casi niño deja knock out al policía y, olvidando su Cédula de Identidad, huye por el barrio de La Unión. La alegría que sintió Arisbel al poder escapar de los granaderos poco le duró al darse cuenta que lo tenían perfectamente identificado y que ahora en las razzias, redadas, pinzas y demás operativos de represión y control ya no tendría su cédula tan solicitada en esos tiempos. No tener este documento equivalía a la inmovilidad total. Pero además la policía se ensañó con Arisbel buscándolo por cielo y tierra. Ratoneras (policías escondidos en su propia casa y en las de sus familiares esperando que él llegara) y seguimientos a sus amigos y compañeros de liceo fueron cerrando el círculo en torno al joven perseguido quien gradualmente veía como se complicaba su vida. Abandonar los estudios, dormir en cualquier lugar –pocas veces en una casa solidaria y la mayoría escondido en parques entre las plantas–, pasar hambre y frío, no tener posibilidades de higiene y muchos etcéteras más fueron orillando a Arisbel a pensar en la embajada mexicana.

Fue un año de pesadilla para este muchacho que demostró temple y valentía a toda prueba. Fue un año de angustia y miedo permanente que sólo una muy firme convicción libertaria podría explicar la tenacidad y entrega del jovencito por seguir viviendo en Uruguay.

Finalmente, la embajada mexicana le abrió una puerta para salvar y rehacer su vida...


LA RESIDENCIA

Lentamente los coches de la embajada mexicana salían del garaje del edificio "Ciudadela" y en la calle ya estaban esperando otros automóviles con placas diplomáticas de las embajadas europeas. En medio de esta curiosa caravana de autos con banderitas extranjeras iban dos con la bandera de México, y dentro los asilados. Las puertas con rigurosos seguros. Los asientos delanteros ocupados por el embajador, don Vicente Muñiz, y el cónsul Gustavo Maza Padilla. Los asientos de atrás nos sostenían para mirar en todas direcciones. Sólo nuestro hijo de dos meses y el embajador se veían tranquilos; el primero por estar al margen de la situación y el segundo para transmitir confianza y serenidad. Las posibilidades de un secuestro por cualquiera de los múltiples grupos paramilitares no se podían descartar, en esa época estaban a la orden del día.

Consul Gustavo Maza Padilla

En la tranquila calle Andrés Puyol de Carrasco, en el número 1636, se abren las puertas del jardín de la residencia de la embajada de México. Un mástil con la bandera tricolor preside la entrada del amplio jardín de una hermosa residencia. Curiosamente, frente a la embajada no existe la vigilancia habitual que la policía proporciona a los territorios diplomáticos del país. En Uruguay, y en esos años, la gente aprendió que cuando no hay vigilancia policial, muchas veces es para dejar el camino libre a los paramilitares o al propio ejército y así actuar con total impunidad.


La residencia de la calle Puyol.

Al entrar no hay bienvenidas por parte de las casi cincuenta personas que ya están asiladas; algún abrazo silencioso y muchas caras largas. En general casi todos se conocen de haber compartido muchos años las tareas de la vida democrática en una misma organización política que ahora está proscrita y acosada.

En la planta baja de la residencia hay una amplia sala con hermosos ventanales al jardín y un no menos amplio comedor ya transformado en dormitorio. Un estudio con biblioteca también sirve para alojar asilados. Hacia el fondo está la cocina, una pieza para costura y planchado, un pequeño baño de servicio y una apretada escalera que baja a un sótano que es depósito de diversos objetos y también dormitorio de hombres solos. Un patio descubierto separa a la cocina de dos pequeñas piezas de servicios con un baño. La planta alta es ocupada por cinco recámaras y dos baños además de un pequeño altillo, también transformado en dormitorio.

El personal de la embajada, salvo el cónsul y don Vicente Muñiz, no se quedaba a dormir en la residencia por la falta de espacio al ir cediendo las recámaras a los asilados. Solamente ocupaban dos recámaras y un baño.

En estas circunstancias, se podría afirmar que esa casa en buenas condiciones era capaz de alojar a no más de doce personas; sin embargo, ya había más de cincuenta.

Las edades de los asilados eran muy variadas: desde el hijo de Ariel Hernández de dos semanas, hasta los sesenta y pico de años del ”viejo” Baico, como se le decía cariñosamente. Había varios niños entre dos meses y doce años, algunos jóvenes de quince a veinte, y la mayoría estaba conformada por adultos entre veinticinco y cincuenta años.

Las profesiones y oficios más variados se juntaban allí: médicos, ingenieros, músicos, actores de teatro, estudiantes, obreros, escritores, artistas plásticos, maestros de primaria, secundaria y universidad y varias ocupaciones más. Por cierto, debe destacarse que en la cancillería había un pequeño grupo de militares que, honrando su uniforme, se habían negado a cumplir órdenes denigrantes como torturar, asesinar o hacer desaparecer personas. El buen juicio de don Vicente los tenía separados del resto de los asilados y nunca fueron a la calle Puyol del barrio Carrasco.

Las circunstancias de cómo llegó a pedir asilo toda esa gente también eran muy variadas. Había personas que se enteraron que los esperaba la policía o el ejército escondidos en su propia casa; otros llegaban agotados de huir permanentemente; otros dejando esposos, hijos o padres que ya estaban presos, y algunos escapándose de centros provisorios de detención.

Las condiciones psicológicas y morales de este complejo conglomerado de gente darían abundantísimo material para psicólogos y psiquiatras. Muchas personas estaban visiblemente alteradas por la conjunción del terror vivido en las calles y la desesperanza por el abandono del país: unos sumidos en una gran depresión que los transformaba en seres callados y tristes; otros agresivos e intolerantes; unos pocos –muy pocos– con entereza moral, optimismo y ganas de ayudar al prójimo. A estos últimos mucho se les debía porque siempre encontraban palabras de consuelo, de paternal reprimenda, de reconciliación y de esperanza de una vida mejor. Finalmente había otro grupo, quizás el mayoritario, que vivía y dejaba vivir sin asumir mayores responsabilidades ni compromisos. Mansamente esperaban que la vida los ubicara en algún lugar. Parecían espectadores neutrales y no actores del drama humano que allí se vivía.

    

LA PRIMERA NOCHE

Más del noventa por ciento de los asilados allí presentes pertenecían a un mismo partido político, y una actitud muy típica de esta agrupación eran los primeros atisbos de organización. Ya había una precaria Comisión de Convivencia que estaba copada por los miembros más conspicuos de la agrupación política y que no eran necesariamente los más idóneos ni adecuados para esa situación. A falta de humanismo, sensibilidad, espíritu de sacrificio y humildad de esta comisión, abundaba el autoritarismo, la indiferencia ante los problemas de los demás y el aprovechamiento de la posición de mando para obtener pequeñísimas ventajas (no tener niños en la habitación para que no molesten, ser los primeros en leer el diario, etc.) que en esas circunstancias se percibían como insultantes. La consigna que la Comisión de Convivencia manejaba con los asilados era no quejarse de nada (“¿qué va pensar el embajador?”) y así evitar la alteración de esos miserables privilegios. Pero había una excepción, una persona de gran sensibilidad que siempre escuchaba, que ayudaba, que mediaba ante cualquier conflicto desprendiéndose él, primero que nadie, de cualquier espacio u objeto para ofrecer una alternativa de solución. Esa persona era el ingeniero agrónomo Rúben De León. Sería seguramente imposible enumerar todos los problemas que allí se vivieron, todas las diferencias que surgían entre la cantidad de personas que había (y que cada día crecía hasta llegar a casi doscientos individuos), pero en una cosa sí había unanimidad de criterio: el “flaco” De León –como se le llamaba cariñosamente– era ejemplo de ser humano y de dirigente de los que allí estaban.

La Comisión de Convivencia se encargaba de distribuir a los recién llegados en las habitaciones que se habían improvisado como dormitorios. Los colchones en el suelo se acomodaban formando geométricos dibujos y permitiendo intrincados caminos de acceso a cada lugar.

Miradas hoscas o en el mejor de los casos indiferencia se constituían en el comité de recepción del cuarto a compartir. No eran mejores las caras de los recién llegados que miraban dónde acomodarse.

Todo parecía irreal: una casa lujosa pero atestada de gente, la depresión pintada en las caras, cada cual preocupado por su situación personal y no por el de al lado. En ese 20 de marzo de 1976 ya había cerca de cincuenta personas en la casa y los problemas de convivencia ya eran notorios. Todos los días llegaba más gente y consecuentemente aumentaban los problemas para alojarla, darle de comer, brindarle espacios de higiene, entretenerla encerrada entre cuatro paredes... y el invierno ya estaba en la puerta.

A nuestro bebé recién ingresado le tocó un salvavidas inflable en el suelo a modo de cuna y un colchón individual a nosotros. Ya había en esa habitación seis personas adultas, más dos niños de nueve y once años que tenían a su papá preso por los militares y a su mamá visiblemente alterada por esta situación tan lejana a una vida normal, tan lejana a una casa con espacios, con comodidades, con horarios de trabajo y estudios, con un esposo, con esa sensación –que no valoramos en su momento– de que cada cosa encaja naturalmente en su lugar.

Los recién llegados no podían suponer que a partir de ese momento iban a formar parte de un conjunto de seres que empezarían a conocer las innumerables miserias y no muchas virtudes de los seres humanos sometidos al hacinamiento, la depresión, la culpa y el miedo. Alguien comentaba que esa situación se parecía a la película de Buñuel “El ángel exterminador”, pero pronto aprenderíamos que aquello era una pobre ficción y esto una realidad mucho más rica e implacable.

 

LOS INTERMINABLES DÍAS

¿Qué imposibilitaba la salida hacia México de los que ya tenían varias semanas allí? La dictadura cívico-militar que atestaba las cárceles de presos políticos, que tenía un militar o policía cada 61 ciudadanos del país*, que reprimía cualquier intento de pensar distinto, sostenía que no había refugiados políticos sino delincuentes comunes dentro de la embajada de México, por lo que no otorgaría salvoconductos ni pasaportes. Este razonamiento de los militares iba amontonando refugiados dentro de la casa de la calle Puyol. La labor del embajador mexicano y su personal no iba a ser fácil para torcer la decisión del gobierno militar; sin embargo, la sensibilidad y la inteligencia para reunir organizaciones humanitarias e involucrar otras embajadas con el objetivo de sacar a los refugiados del país, el tesón para no dejar de recorrer ningún camino posible y la inquebrantable solidez de la defensa humanitaria del derecho de asilo abrirían los espacios que estaban cerrados.

*Clara Aldrighi: El programa de asistencia policial de la AID en Uruguay (1965-1974)  

 

ALGUNOS INGRESOS PARTICULARES 

Fue muy comentada la creatividad de algunos asilados que recurrieron a su ingenio para poder entrar a la residencia de la embajada. Luego de averiguar el lugar exacto de su ubicación, Luis Echave echó mano al recurso de parecer un bañista que venía de la playa Carrasco a muy pocas cuadras de allí. Llevar short, chancletas, un gorrito de playa y una toalla sobre los hombros fue suficiente disfraz para bajar la guardia de la vigilancia militar y meterse al jardín de la embajada y salvar su vida.

 

Luis Echave

Según palabras de uno de los asilados de guardia en una ventana, se dio otro caso casi mágico porque un joven cargando su radio grabador, con una gabardina desprendida y la firme determinación de asilarse, tuvo a un rojo sol otoñal a su espalda como reflector natural de la escena. Se acercó caminando a la embajada –ya rodeada por soldados en ese entonces– por la vereda de enfrente hasta llegar a ella y de pronto, cual corredor de cien metros con vallas, arrancó a toda velocidad cruzando la calle hacia el jardín y, con un prodigioso y plástico salto, pasó por encima de la cerca de alambre y plantas dejando tras de sí una estela de brillo alumbrada por el sol. Se trataba de un casete de su radio grabador que se le salió al saltar y quedó atrapado en el cerco de plantas, pero la cinta magnetofónica aún estaba enganchada en el aparato bajo el brazo del joven, por lo que se iba desenrollando a su paso y dejaba una fantástica estela en su loca carrera.


LA CONVIVENCIA

Muchos años después de estos acontecimientos en la embajada mexicana en Uruguay, aparecerían en la televisión de varios países los reality show, programas decadentes que mostraban cómo se iba denigrando un pequeño grupo de seres humanos sometidos al encierro y convivencia forzada. Para ello se montan –artificialmente– condiciones de hacinamiento que inevitablemente llevarán a deteriorar las relaciones humanas entre los participantes, situación que treinta y cinco años antes se vivió en el barrio Carrasco sin necesidad de montar ninguna escenografía para tal propósito.

Los problemas para la utilización de los baños de la casa cada día se hacían más notorios y provocaban no pocos conflictos entre los usuarios. En un principio, cuando eran pocos, siempre había una actitud de cortesía: “No, por favor, pasá vos primero que yo puedo esperar”. Luego, con el desgaste del hacinamiento y el aumento de asilados, se pasó a la agresión verbal casi permanente. Basta decir que se hizo un reglamento de uso de los baños donde se establecía el tiempo máximo para bañarse o para ocuparlo con otros fines. Los minutos estipulados eran rigurosamente contados por los que estaban en la cola para entrar al baño y que tantas veces no podían esperar más. Es dolorosamente triste escribir sobre estos temas, pero es necesario hacerlo para entender la magnitud de las dificultades que el hacinamiento provocaba, porque cuántas veces pasa en la vida diaria que se necesita estar un minuto más en el baño por las necesidades del propio organismo. El golpe en la puerta no se hacía esperar: “¡Che! ¡Ya pasaron los cinco minutos!” Ni la respuesta indignada: “¡Pará, hermano! ¡Todavía no terminé!”

Podríamos seguir con los reproches de cómo se dejaba el baño sucio, hediento o mojado, o el reclamo de algún adulto porque un niño no había tirado agua en el water: “¡Che, a ver si le enseñás a tu hijo a usar el baño!”

Muy poquita imaginación se necesita para recrear los diálogos más variados de esa cola para entrar al baño que se mantenía nutrida hasta las once de la noche.

Como se puede suponer, la presión psicológica sobre los asilados iba en claro aumento hasta poner a la gente en una situación para la que no había preparación ni conocimientos previos. Todo llevaba a la discusión enconada, al áspero roce por las más pequeñas y banales situaciones o a la depresión y angustia por no encontrarse la solución a muchos problemas. La lectura del diario –un único ejemplar disponible– era motivo de verdaderas disputas por las demoras “sin dudas a propósito”, o porque las secciones estaban todas desordenadas. No faltaba quien quisiera apoderarse del diario sin haberse anotado previamente en uno de sus márgenes, lo cual era suficiente para encender la chispa de las más agrias discusiones. Era terriblemente difícil escuchar en la radio un programa o selección musical que agradara a todos, así que poner algo siempre despertaba las opiniones contrarias y casi nunca de buen modo. Amén de reclamar silencio para poder enterarse de la transmisión.

Y los niños siempre corriendo, gritando, riéndose, llorando, haciendo ruido como si fueran… niños. Y muchos adultos siempre quejándose, regañando, reclamando.

La presión sobre la gente no amainaba. Continuaban llegando asilados y en un corto lapso se llegó a ciento cincuenta personas dentro de la embajada, de las cuales treintaicinco eran niños que tenían desde dos semanas de vida hasta los trece años…

Ahora ya no había espacio que no se utilizara para extender los colchones durante las noches. Hasta los placares (closets) se transformaron en dormitorios y fueron ocupados con la ingenua aspiración de tener un mínimo de privacidad y espacio. La falta de intimidad hizo que las discusiones de parejas –desde las más simples hasta las más agrias– eran objeto de comidillas y, a espaldas de los esposos, algunos tomaban partido por uno u otro.

 

GRAVES HECHOS

Mientras más y más caravanas de autos diplomáticos con nuevos refugiados llegaban a la embajada de la calle Puyol, el hacinamiento tenía proporciones más difíciles de sobrellevar. Los asilados esperaban salir hacia México, pero el gobierno militar se resistía a otorgar pasaportes o salvoconductos.

Si esta presión era poca, se sumaban ahora hechos muy graves en la embajada de Venezuela en Montevideo donde un pequeño grupo de asilados esperaba el dichoso salvoconducto para salir de Uruguay. En esos meses del otoño austral de 1976 las fuerzas represivas torturaban a la maestra Elena Quinteros para sacarle información, quien, en medio de la locura del dolor y el miedo, buscaba una alternativa de escape a tan tremendas atrocidades. Ante el acoso por saber dónde vivía algún contacto o dónde podría ser el lugar de encuentro con algún compañero, a la joven maestra se le ocurre decir que vería a alguien en un determinado punto de la avenida Boulevard Artigas. Los militares torturadores, felices de haber “quebrado” a Elena y de poder obtener un nuevo eslabón de la cadena de militantes contra la dictadura, no dudaron en subir en un automóvil a la joven y llevarla al lugar para que “el contacto” confiado se acercara a ella y así capturarlo.

Pero Elena Quinteros había urdido un ingenioso plan: a escasos metros del supuesto encuentro con su contacto ella recordaba que se encontraba la embajada de Venezuela; así que cuando la bajaran del auto para el encuentro, tendría la oportunidad de correr y meterse en la sede diplomática.

Foto tomada de la página radiocamacua.uy

 

Y así ocurrió, pero con una variante brutalmente trágica. Elena Quinteros corrió a la embajada venezolana, abrió la reja del jardín y comenzó a pedir auxilio desesperada para que le abrieran la puerta de la vieja casona. Los torturadores corrieron tras ella y también entraron a los jardines de la embajada. El personal diplomático de Venezuela salió en auxilio de la maestra, pero los golpes y forcejeos de los miembros de las Fuerzas Conjuntas (curioso nombre que unificaba al Ejército y a la Policía en la comisión de atrocidades) fueron más contundentes y se llevaron en medio de gritos a Elena para asesinarla y desaparecerla.

Pero dejemos que hable un funcionario muy destacado de la embajada mexicana de entonces y que dé testimonio de cómo ocurrieron los hechos en la embajada venezolana. Esta es la narración de Cuitláhuac Arroyo Parra, quien  fuera agregado cultural mexicano y jugara un importante papel en ese período de la embajada:

“Una muestra de cómo se las gastaban los militares uruguayos fue la violenta detención, el 4 de junio de 1976, de la joven opositora Elena Quinteros, quien ya dentro de los jardines de la embajada de Venezuela, ubicada en la esquina de Bulevar Artigas y Guaná, fue literalmente arrancada de las manos del embajador Julio Campos y del consejero político Carlos Baptista por dos agentes de la policía política. El forcejeo fue intenso y los milicos debieron usar sus armas para lograr el objetivo; así, dos funcionarios de aquella representación diplomática, Baptista y otro cuyo nombre no recuerdo, fueron baleados en las piernas. Al día siguiente, se produjo el rompimiento de relaciones entre Venezuela y la República Oriental del Uruguay. Elena Quinteros, supe después, fue cobardemente asesinada.”

(http://cuitlahuac-arroyo.blogspot.com/)

Cuitlahuac Arroyo y su esposa.

Nada detuvo a los represores, invadieron territorio diplomático de Venezuela, raptaron por segunda vez a una ciudadana que pedía asilo, agredieron a personal de la embajada y tantos etcéteras más.

Los asilados dentro de la embajada mexicana vieron con horror todos estos hechos y naturalmente evaluaron la fragilidad de su situación porque los militares podrían volver por ellos al haber traspasado una vez esa barrera diplomática del respeto a la soberanía de un país. Las malas noticias se confirmaron en la embajada azteca a través de las radioemisoras de onda corta europeas que difundían el asalto a la embajada venezolana. ¿Serían capaces los militares de asaltar la embajada mexicana y raptar a los refugiados? Un primer paso fue dado por el ejército: procedieron a rodear las instalaciones de la embajada. Desde las ventanas, los refugiados veían cómo se cerraba toda posibilidad de acceso de nuevos asilados y cómo se podrían estar preparando para un eventual asalto.

Los niños fueron los primeros afectados por este paso del ejército uruguayo porque ya no podrían salir a jugar al jardín ni al fondo para evitar cualquier tentación de rapto. Este simple hecho de no poder salir con los niños a jugar fuera de la casa complicaba aún más la convivencia dentro de la casa de la calle Puyol.

Don Vicente dispuso asegurar los límites físicos de la embajada: se mejoraron las condiciones de las mallas de alambre y se les agregó paja brava para evitar miradas indiscretas de los “invitados” militares que tenían las casas vecinas del barrio Carrasco.

Los asilados y el embajador analizaron la difícil situación a la que se veían sometidos, y el mayor temor era un posible asalto de los militares que terminara en una verdadera tragedia humanitaria. Fue después de este análisis que se llegó a la decisión de tomar ciertas medidas que desanimaran a los militares si se les pasaba por la cabeza la posibilidad de asaltar la embajada. No había mucho que hacer ante tamaño aislamiento que sólo don Vicente se empeñaba tozudamente en romper frente el gobierno dictatorial, así que se decidió hacer pagar muy caro el atrevimiento de asaltar la casa: defenderse con botellas de gasolina.

No se trataba de ningún acto desproporcionado ni heroico, sino de una desesperada –y en ese momento única– defensa ante una posible situación de rapto masivo.

Ahora el problema era conseguir gasolina y lograr introducirla a la embajada, pero a don Vicente se le ocurrió traer gasolina en lugar del tradicional full oil que se usa para las calderas de las calefacciones de esas casas tan grandes. Y así se hizo. En vez de full oil entró gasolina y esta se envasó en cuanta botella de vidrio hubiera disponible. Las botellas se pusieron perceptiblemente en las ventanas para que los militares las vieran y se ajustó aún más el sistema de guardia en las ventanas día y noche. Se previó trabar en segundos la puerta de acceso de la embajada con muebles y obstáculos pesados para demorar la eventual entrada de los soldados y así dar tiempo de lanzarles por las ventanas las botellas con la gasolina encendida.

 

FRAGMENTOS DE ALGUNOS ESTUDIOS REALIZADOS SOBRE EL EXILIO URUGUAYO EN MÉXICO

Creemos importante incluir en esta muy breve e imprecisa crónica de lo vivido en la embajada mexicana, algunos párrafos de las publicaciones realizadas por la historiadora Silvia Dutrénit Bielous, investigadora uruguaya que se refugió en México luego de un corto pasaje por Argentina.

Lo escrito por Silvia Dutrénit tiene un carácter académico muy alejado de la intención y modestos alcances de estas líneas hoy ofrecidas, por ello estamos convencidos que aportará con su rigor una visión valiosa a lo sucedido en torno a la embajada azteca en Montevideo.

Precisamente en su artículo Recorriendo una ruta de la migración política del Río de la Plata a México, Dutrénit incorpora fragmentos de una entrevista realizada a Jorge Landinelli, uruguayo asilado en México, por Gerardo Caetano (Montevideo, 17.3.1997) que resulta esclarecedora para entender lo que muchos asilados vivieron: 

“A fines del año 75 vino una ofensiva represiva muy fuerte contra el aparato ilegal del Partido Comunista en el cual yo tenía responsabilidades en el sector universitario de la Juventud Comunista. [...] La palabra persecución no me gusta, pero eso era, se ejerció desde diferentes lugares de la policía en Montevideo, de Inteligencia y de Enlace, desde la Fuerza Aérea [...]

En mi caso se trató de un asedio muy importante sobre mi familia, allanamientos periódicos a la casa de mi padre donde ya no vivía desde hacía más de dos años. Yo estaba totalmente indocumentado, se había vencido mi cédula, no tenía pasaporte. Mi posibilidad de movilidad estaba totalmente acotada. Antes de desencadenarse toda esa ola represiva no había tenido demasiados problemas de circulación. Pero ahí había un elemento objetivo digamos, no tenía posibilidades de documentarme, había una orden de captura contra mí. En fin, me hizo generar un poco de sentimiento de que no era un problema mío, que yo me podía mover en el mundo como una especie de Robinson Crusoe pero que estaba generando dificultades y mi angustia la estaba multiplicando en todo mi entorno más natural.” 

A lo dicho por Landinelli, Dutrénit aporta: 

“Las peripecias que relata, la encrucijada en la que se encontró cuando resolvió solicitar asilo diplomático, se convierten en historia común, en historia compartida por miles de personas del Cono Sur.

De estas peripecias se pasa a una encrucijada también común para muchos perseguidos: mantenerse en el país o abandonarlo. Aquí pasa a intervenir la opción: asilo diplomático.” [...]

 “Conceder asilo depende crucialmente de la apreciación de los hechos que hagan los diplomáticos. A mayor comprensión diplomática de las circunstancias, serán más efectivos los alcances concretos del derecho de asilo respecto a su carácter legal.”[...] 

Continúa Dutrénit: 

“La opción del asilo diplomático mexicano en Montevideo comenzó a ser cierta en 1975 y continuó en los siguientes dos años. Sin duda, el volumen de solicitudes, el número de los calificados como asilados y el ritmo de salidas a México fueron cambiando según las coyunturas políticas y diplomáticas. Los documentos de la Cancillería generados por los funcionarios de la embajada en Uruguay registran un número de aceptaciones cercano a los 400. Al mismo tiempo dan cuenta, al igual que los testimonios de los asilados, que la permanencia dentro de la embajada, o en las oficinas consulares, hasta su salida a México se prolongó --en los momentos más difíciles de las relaciones bilaterales-- alrededor de tres meses para grupos grandes y de muy distintas edades y en algunos casos, como los de Luis Charlone, Pascual Fedullo y Maluza Stein, por períodos mayores. Stein era brasileña, asilada en Uruguay, y en el momento de ingresar a la embajada tramitaba la ciudadanía uruguaya.”

Aquí es oportuno aclarar que el caso de Pascual Fedullo, compañero y amigo ya desaparecido a quien le dedico estas páginas virtuales, tuvo serios problemas para viajar a México en virtud de no contar con la autorización de la madre de sus hijas para salir del país. El caso de la periodista brasileña Maluza Stein fue muy demorada su salida por no ser ciudadana uruguaya, situación que el embajador Muñiz le había anticipado en repetidas ocasiones.

Silvia Dutrénit hace un puntual análisis para destacar las condiciones políticas y la sensibilidad de la embajada mexicana y –particularmente– de su personal durante aquellos años:

“…cuando la represión impuso la necesidad de solicitar asilo, la opción de la embajada mexicana cobró fuerza frente a otras. En ella se conjugaba la tradicional política mexicana de asilo con una sensibilidad diplomática muy evidente.

En especial, la sensibilidad de Muñiz Arroyo ha dejado en la memoria de los asilados numerosos recuerdos de hechos invalorables. Uno de los tantos es el de la hija de un matrimonio de asilados. La niña, bajo custodia de los militares, fue utilizada para presionar a sus padres y hacerlos regresar:

Era una niñita de dos años. Esa situación fue tremenda porque los padres, llegó un momento en que dijeron que se iban de la embajada, que salían del asilo porque no podían soportar la situación. Entonces pasó un mes largo y todos los días llegaba el embajador y se le preguntaba: '¿Cuándo trae a Laurita?' 'No, no he podido'. Y les decía a los padres: 'ustedes no pueden salir de aquí porque no tiene sentido, ustedes igual no van a estar con su niña porque si ustedes salen de aquí, los están esperando ahí afuera'. Pero llegó un día, después de tantas gestiones y tantas veces que el embajador iba y venía y trataba de obtener que los militares entregaran a la niña, que dijo: 'Mañana voy a traer a Laurita'. Bueno ese día no te puedo decir lo que fue, estábamos todos esperando detrás de las ventanas hasta que llegó el embajador con la niña. (En negritas palabras de Emilia Anyul, en entrevista realizada por Silvia Dutrénit y Guadalupe Rodríguez, México DF, 5.3.1997.)



Esta forma de aplicar el derecho de asilo se plasmó en Montevideo mediante las instrucciones que recibían los funcionarios y los empleados de la embajada. Se debía permitir el ingreso a todos los que llegaran hasta la puerta solicitando asilo, brindando así una protección momentánea hasta que el embajador estudiara el caso. Seguramente, sin instrucciones como éstas, muchos perseguidos habrían engrosado la lista de presos y desaparecidos. Por tanto, y una vez más: sensibilidad y valoración diplomática permiten transformar la regulación en hechos consistentes con la esencia del derecho de asilo.”

En este tema de la sensibilidad tan especial del embajador Muñiz hacia los perseguidos políticos, sentimos la necesidad de agregar un par de acciones –entre muchas otras– que muestran la inmensa humanidad y sentido de la solidaridad que impulsaba a este diplomático mexicano. Cuando se enteraba que algunos de los asilados cumplían años en esos días de encierro en la embajada no dejaba pasar la oportunidad de hacer un pequeño festejo para que esa persona no sintiera que ese momento pasaba desapercibido. Naturalmente que, si el cumpleaños era de alguno miembro de la Comisión de Convivencia o incondicional de sus integrantes, ese festejo no se escapaba de la “sensibilidad” de los dirigentes asilados que organizaban con toda anticipación algún brindis. Pero en una oportunidad la cumpleañera no era de la famosa comisión y ya terminaba el día sin que se acordaran de ella. Llegó el embajador ya tarde a la residencia de Carrasco, pasadas las 21 horas, y preguntó por el brindis que debió haberse hecho y no aceptó ninguna excusa de los integrantes de la comisión por haberlo olvidado. Al momento mandó a un funcionario a buscar un pastel para hacer el brindis con refresco y no dejar pasar una fecha que sin duda era importante para cualquier asilado en esas condiciones tan especiales de vida.

Otra acción, solidaria y de mucho mayor compromiso personal, ocurrió en aquellos momentos tan complejos del asalto a la embajada venezolana. No sólo permitió la instrumentación de la decisión de los asilados de defenderse con botellas de gasolina ante cualquier eventual asalto a la embajada, sino que él mismo anunció que defendería, con un pequeño revólver que llevaba en la cintura y con su vida, la integridad de la embajada y la de sus asilados políticos.

Así era don Vicente.

LOS NIÑOS DE LA EMBAJADA

No puede haber dudas que quienes más sufrieron el encierro, el hacinamiento, el acoso del gobierno militar, la intolerancia de los adultos, la depresión reinante, las frustraciones acumuladas y el estrés generalizado, fueron los niños.

Los bebés recién nacidos no tenían las mínimas condiciones de silencio, tranquilidad o espacio. Afortunadamente nunca faltó la alimentación adecuada que la embajada proporcionó siempre puntualmente. Tampoco faltó la atención médica en virtud de que una de las asiladas era pediatra y atendió siempre con esmero a los niños y adultos refugiados. Los niños más grandes tenían que jugar, correr, gritar como todos los niños lo hacen, y bastaba un grito de alguno de ellos para que el bebé saltara en su improvisada cuna asustado y comenzara a llorar provocando el malestar de otros bebés y adultos en general que opinaban sobre cómo los jóvenes padres deberían hacer para que volviera a dormir. Como es natural, estas opiniones no ayudaban precisamente a la mejor convivencia del nutrido grupo.

Es sabido que la tranquilidad de los lactantes depende mucho de la tranquilidad de sus mamás, quienes les transmiten –a través del acto de amamantarlos– las primeras sensaciones e identificaciones. No hace falta decir que las mamás no estaban en las mejores condiciones para establecer ese vínculo tan necesario en el comienzo de cualquier vida.

Los niños más grandecitos no tenían posibilidades de jugar con un mínimo de espacio, ni contaban con juguetes para hacerlo. Los de edad escolar ya habían pasado las vacaciones de verano y ahora se hacía notoria la necesidad de darles algunas clases para que no olvidaran lo aprendido antes de diciembre del año anterior. Los padres que eran maestros tomaron la determinación de organizar unas clases de emergencia y así comenzaron cursos de primaria para recordar y reforzar los conceptos básicos bastante olvidados.

Ariel Hernández, con conocimientos de canto, organizó un coro infantil. Claro que los adultos le exigían el canto a bocca chiusa… “Para que los chiquilines no jodan, che…”

Por otra parte, se organizó el juego de los niños a través de un responsable que debía idear juegos y entretenimientos que no alteraran más el de por sí alterado ambiente dentro de la embajada. No fue sencillo encontrar esos juegos ni que los padres estuvieran siempre de acuerdo con ellos. Sin embargo, las ruedas de cuentos improvisados y las historias de animales fueron las más socorridas.

Particularmente atractivo para los niños fue la organización de una “Búsqueda del tesoro” que se organizó con mucha anticipación y promoción previa. La embajada proporcionó “el tesoro” (caramelos y chocolates) y se dividieron a todos los niños mayores de cinco años en dos grupos más o menos equilibrados. El juego consistía en que los dos equipos formados fueran buscando las pistas para encontrar sucesivos mensajes escondidos hasta dar con el tesoro que sería repartido salomónicamente entre todos los participantes. Se les anticipó a todos los refugiados que podría haber un poco de gritos, risas y corridas pero que al final valdría la pena en aras de entretener a los niños. Un equipo ganó y llegó primero al tesoro que fue repartido entre todos en medio de una gran alegría y alborozo porque les había gustado mucho el juego. Pero el padre de una de las niñas participantes, que no aceptaba la derrota del equipo de su hija, saltó iracundo y en medio de gritos y reclamos increpó al joven organizador que ese tipo de juegos eran inconvenientes porque “promovía la competencia burguesa y no la emulación socialista…”

Se hizo célebre la interrogante de un gran escultor asilado, Armando González (“Gonzalito”), cuando molesto por el escándalo de tantos niños preguntó desesperado: “Che Carlitos, ¿qué podemos hacer contra los niños?”

Sin embargo, Gonzalito reflexionó sobre lo que se le escapó y tuvo una magnífica idea para entretener a los niños que lo reivindicó totalmente: les enseñó a modelar títeres con papel maché. Muchos niños, hoy hombres y mujeres de mediana edad, quizá no supieron que el mejor escultor uruguayo los guio en sus primeros pasos de pequeños artistas.

 

LA CONVIVENCIA II

La presión lejos de aflojar aumentaba. Dormir un mínimo de horas era muy difícil porque siempre algún llanto o discusión interrumpía el sueño. Imposible concentrarse en la lectura o en la escucha de música porque entre los propios asilados aumentaban las naturales interrupciones porque había necesidad de hablar, de comunicarse.

La comida, aunque suficiente y de calidad, provocaba discusiones por el menú que estaba a cargo de compañeros que no eran precisamente chefs pero que, con ciertos conocimientos y voluntad, hacían las comidas para una gran cantidad de gente. A veces el sabor no era el mejor y algunos no se guardaban las opiniones y se las hacían saber a los cocineros –de la forma más hiriente posible– que inmediatamente respondían: “¿Por qué no cocinás vos?”

Por increíble que parezca, no faltaron entredichos al momento de servir la comida porque se acusaba a algún compañero que le tocaba esa tarea de favorecer a su esposa o hijo con el trozo de carne más grande o apetitosa. Pero no se trataba de un comentario apenas insinuado sino de una acusación cargada de agresividad y provocación que en nada ayudaba a la convivencia.

Tampoco faltaron acciones penosas como las de algún adulto que furtivamente fuera al refrigerador y se comiera a cucharadas el dulce de leche para los niños y que al ser sorprendido intentara justificarse con cinismo con frases como “Sí, está bien, me lo estaba comiendo, porque yo no me puedo contener con el dulce de leche…”

Debe decirse, en descargo de tales miserias, que también allí se forjaron amistades muy profundas y duraderas que pasaron la prueba del tiempo y la distancia; quizás por haberse fraguado allí mismo, en ese caldero de la calle Puyol.

La limpieza de la residencia no dio mayores problemas porque siempre funcionaron adecuadamente los grupos que por turnos se encargaban de los baños, pisos, cocina y demás. Aunque no faltaban las recomendaciones altisonantes “¡Che! ¡No pises ahí que acabo de limpiar!”, cuando no había casi espacio para caminar.

El lavado de la ropa tampoco provocó muchos problemas porque cada asilado tenía un mínimo de ropa cuando entró (prácticamente la puesta) y no había mucho para lavar.

Fue imprescindible buscar instancias de entretenimiento colectivo para aliviar el estrés y provocar momentos de alegría y humor. Jugaron un papel muy importante los actores de teatro, algunos músicos, cantantes y los infaltables personajes que sin ser profesionales dieron mucho color a las “Noches Cultas” de los viernes. Libretistas al vapor encontraron en la solidez de los actores profesionales la oportunidad de hacer reír (tarea que parecía imposible) al conjunto de los asilados. La calidez humana y el cariño que todos sentían por él, además de su portentoso histrionismo claro está, hicieron del actor de teatro Humboldt Ribeiro al personaje más aplaudido de aquellos encuentros “culturales”. Los viernes por la noche se esperaban con ansias para escuchar alguna guitarra o cantos nostálgicos de algunos asilados o reírse y olvidar por un momento las difíciles condiciones de vida en la residencia de la embajada mexicana. Esas noches se dormía mejor…

 

UN CASO MUY TRISTE

Entre los asilados se encontraba Marina Andrade, una joven uruguaya de origen español que, junto a su esposo, también de origen español, ocupaban una buhardilla de servicio. Bonita, muy simpática y siempre con ganas de bailar música flamenca que seguramente de niña escuchó con frecuencia. Alguien que tocaba la guitarra le interpretaba esas típicas melodías populares de España que danzaba con nostalgia y buen gusto.

Marina no se sentía bien físicamente y ya llevaba como un mes en la embajada. Al ingresar como asilados un matrimonio de médicos, la doctora la revisó e inmediatamente sospechó algo malo. Aunque su especialidad era la pediatría no dudó que se trataba de algo grave y le solicitó al embajador la posibilidad de practicarle análisis y estudios imposibles de hacer dentro de la residencia.

Después de complicadas y largas gestiones ante las autoridades de facto uruguayas, el embajador logró llevar a Marina a un sanatorio para realizarle los estudios necesarios. Permanentemente vigilada por los militares y escoltada por personal diplomático de varios países, salió en ambulancia de la embajada y de la misma forma regresó luego de los análisis practicados.

Se confirmaron las peores sospechas de la doctora. Un avanzado tumor maligno se había apoderado de Marina.

Es imposible describir la inmensa angustia de esa joven mujer de menos de treinta años que agregaba a su ya de por sí acosada vida, una terrible enfermedad. Pero sí es posible describir su entereza a toda prueba; su buen ánimo que no abandonaba pese a todo; su valentía en circunstancias tan difíciles donde no tenía privacidad ni las mínimas comodidades para enfrentarse al más difícil trance de cualquier ser humano.

En México se usa una expresión muy gráfica para evaluar –de alguna manera– las dificultades que otra persona puede estar pasando, y popularmente se dice: “Por un momento ponte en los zapatos de fulano”. Trate usted, amigo lector, de hacer un esfuerzo intelectual y ponerse en los zapatos de Marina y verá qué drama profundo y amargo vivió esta joven compañera en medio de aquel pequeño infierno de la calle Andrés Puyol.

Marina murió a menos de treinta días de llegar a México y no conoció de este inmenso y hermoso país más que una habitación del desaparecido Hotel Versalles del Distrito Federal, destruido en el terremoto de 1985, y una sala del hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, donde rápidamente la desahuciaron.

En aquellos momentos que sentíamos todos una pesadumbre infinita, que llorábamos todos los días por la pérdida del país, raíces, familia y amigos, ¿puede alguien imaginar lo que sintió Marina que se veía morir tan lejos de su país, de su casa, de su familia?

Vayan estos muy escasos y simples párrafos como un sencillísimo homenaje a quien nos dejó las más hondas enseñanzas de valor, dignidad y entereza que quizá en su momento no apreciamos en su total dimensión por estar viéndonos el ombligo con nuestros pequeños problemas personales y mundanos.

 

EL SURREALISMO EN LA EMBAJADA

En este penúltimo capítulo de esta muy breve e imprecisa crónica de lo sucedido en la embajada mexicana en Uruguay en el año 1976, no deben faltar algunos hechos que bien pueden ser calificados como surrealistas.

Un ejemplo de soluciones que no seguían un razonamiento lógico fue la que encontró el escultor Armando González (“Gonzalito”) que desesperado por hallar un lugar solitario en una casa pensada para habitarla diez o doce personas y que ya había casi doscientas, se metió –escalera mediante– en un espacio oscuro y húmedo donde estaban los tanques de agua que alimentaban a la residencia. Allí se llevó su colchón, una extensión eléctrica y un foco. Ahora sí podía leer en silencio…

Otro caso fue el del veterano matrimonio Baico que buscaba un lugar tranquilo para que nadie les interrumpiera el mate de la mañana. Encontraron un placard (clóset) vacío y allí se encerraban sentados en pequeños taburetes a tomar mate apretados –uno frente al otro– pero en paz y sin ver a nadie.

Un joven de 17 años contó asombrado y excitado que esa noche se habían reencontrado en la embajada un joven matrimonio que la vida clandestina los había separado y que, en medio de un montón de colchones ocupados por asilados durmiendo, habían tenido relaciones sexuales…

Los niños de la embajada se quedaban extasiados mirando una escena que seguramente nunca más vieron: el embajador, sentado muy quietecito, posando para que “Gonzalito” le hiciera un busto con plastilina. Esta escena se repitió por varios días hasta que el escultor asilado terminó con la magnífica escultura que le había ofrecido a don Vicente.

En ese cuadro de acoso a la embajada, con el ejército rodeándola, con el terrorismo de estado desatado y sin el menor control, don Vicente demostró una vez más esa sensibilidad tan especial que lo caracterizó y organizó un acto humano más allá de toda lógica: que algunos asilados antes de partir hacia México pudieran despedirse de sus padres. Nuevos operativos organizaron el personal de la embajada para traer algunos familiares de los asilados a la embajada y así tener la oportunidad de ver a sus hijos antes de partir a México.

 

LA CULPA

El clima opresivo que se vivió en la residencia de la calle Andrés Puyol tendría un par de explicaciones sencillas –seguramente entre muchas otras–: el acoso de la dictadura hacia los opositores políticos y en particular hacia las dos únicas embajadas (fundamentalmente la de México y en mucho menor medida la de Venezuela) que asilaron personas perseguidas; y el hacinamiento, ese ácido brutalmente corrosivo de las relaciones humanas.

Pero subyacente a ellas había una causa mucho más cáustica, mucho más difícil de manejar, pegajosa e imposible de sacarse de encima que socavó cualquier intento de convivencia serena y esencialmente solidaria: la culpa.

Una de las expresiones más ajustadas sobre este escabroso tema de la culpa la escribió un exiliado argentino Marcelo Duhalde*, por lo que es oportuno recordarla:

“Cuando uno consigue librarse de la persecución, huir del asesinato, eludir su propia desaparición y llegar a otro país donde evitar estas posibilidades, que en la dictadura de Videla, Massera y compañía más que posibilidades eran certezas, uno comienza a vivir la nueva situación con un sentimiento de culpa por estar vivo...

En los exilios, el dolor por las muertes es tan fuerte que provoca simultáneamente otro dolor, el de estar vivo. Esta situación genera también una inmensa culpa, si es que se puede llamar de esa manera: uno llega a pensar que está vivo por cobardía, por no haber asumido el compromiso y los riesgos de la misma manera que los compañeros que cayeron.”

No fue fácil para ninguno de los asilados tomar la decisión de meterse en una embajada y escapar del Uruguay de aquellos años. Mil pensamientos angustiantes se cruzaban por sus cabezas; entre ellos el abandono de los compañeros que ya estaban presos o aun militando, el abandono del país, el abandono de la familia, y el más doloroso: el abandono del compromiso personal que se había asumido con su propio destino.

La organización política a la cual pertenecíamos la mayoría de los asilados, presionaba además para que nadie se fuera, para que nadie dejara la lucha, con razones y también con sinrazones. Los dirigentes que aún intentaban conducir la desordenada retirada eran rebasados por los terribles acontecimientos represivos que día a día llevaban más militantes a las cárceles, a la muerte, a la tortura, al terror, a la locura, y también a la delación.

Esta presión de la organización política cerrando cualquier espacio de huida a los militantes acorralados contribuyó lastimosamente a acrecentar la pesada culpa que de por sí los militantes cargaban. Hizo mucho más profunda la herida e hizo que los pasos dados hacia el exilio fueran asumidos como los de la cobardía y la deshonra. Y esa marca no se saca con ningún quitamanchas. Ni siquiera inventando o no autorizaciones especiales de abandono de la lucha por parte de la agrupación política. O recitando incansablemente que el exilio era para los griegos el peor de los castigos. La mancha dolorosa ahí se queda.

Es claro que los peores castigos eran la muerte, la tortura (horroroso vehículo que llevó a muchos a la delación de sus compañeros) y la cárcel. Pero ¿tenía sentido llevar al matadero a jóvenes que no tenían refugio ni medios económicos para procurárselos (un lugar donde dormir, comida, posibilidades de mínima higiene) en aras de no abandonar la lucha, cuando ésta –finalmente– se había reducido a buscar un lugar donde meterse?

Todo esto jugaba dentro de la embajada. Todo esto alteraba el clima de convivencia, la necesaria armonía, porque los asilados no podían dejar de pensar, no podían auto engañarse, ni siquiera consolarse al ver la gran cantidad de sus compañeros que habían tomado la misma decisión.

La culpa, a caballo de la conciencia, andaría mucha distancia y largo tiempo. México sería testigo paciente y generoso de ese camino recorrido por los asilados uruguayos que aún después del regreso al paisito seguirían cargando la incómoda mochila del exilio.

  * Secretario de prensa y comunicación del Archivo Nacional de la Memoria y periodista integrante del staf de la revista Militancia (Argentina).

 

LA SALIDA DE URUGUAY

Como se dice en México, “no hay fecha que no llegue ni plazo que no se cumpla”, porque un buen día (¿o mal día?) el embajador Vicente Muñiz anuncia que por fin el gobierno militar uruguayo otorgará un pasaporte válido sólo por un día para viajar a México. Pasaporte aparentemente normal pero que, donde estaban los datos de identificación, decía insólitamente escrito a mano “Ver página diez”. En la página diez del documento se explicitaba también a mano: “Este pasaporte tiene validez para un único viaje a México”. De esta manera, la dictadura militar no otorgaba salvoconductos ni reconocía el estatus de asilados a las ya casi doscientas personas que esperaban hacinadas en la embajada mexicana.

Afortunadamente esas leyendas escritas a mano y con tinta roja sobre la validez del pasaporte entraban en flagrante contradicción con lo impreso en el mismo documento donde se decía “Validez: diez años” en español e inglés. Esto permitió que los asilados pudieran utilizarlo durante todo el tiempo del exilio en países donde no se hablara español ya que no entendían ni daban importancia a lo agregado a mano.

La alegría inicial de destrabarse la salida de tanta gente dio paso a una inquietante y angustiosa realidad: abandonar el país. Ya no se podía estirar más esta especie de limbo protector y ahora había que asumir un destino lejano y desconocido.

La embajada mexicana tuvo que organizar la partida de los asilados en pequeños grupos que se irían en un vuelo de Panamerican que salía por la noche rumbo a México y hacía escala en Buenos Aires, Argentina; en Panamá y en Guatemala.

Un pequeño grupo integrado por un cantante de música popular, Rodolfo Da Costa, el actor de teatro Humboldt Ribeiro y nuestra pequeña familia con el bebé ya de seis meses fue preparado para salir de la embajada. Don Vicente no dejaba un solo cabo sin atar y se reunía con los que iban a viajar para informarles cómo sería el operativo de arribo al aeropuerto y hacer todas las recomendaciones necesarias.

Se subirían a los autos dentro de la embajada con vidrios altos y seguros puestos sin mirar a los militares que estarían rodeando la embajada. Saldrían primero otros vehículos de organismos de derechos humanos internacionales (ACNUR, Cruz Roja, etc.), luego los autos de la embajada y finalmente automóviles de embajadas europeas que los escoltarían hasta el avión. Advirtió que irían al frente y al final de la comitiva camionetas con militares armados.

Ese frío domingo 4 de julio de 1976 a las 20 horas salió de la residencia de la calle Puyol la extraña caravana de autos con banderitas de cada país y de los organismos internacionales hacia el aeropuerto de Carrasco. Era una noche muy rara no sólo porque significaba salir del país, sino porque los asilados miraban inquietos las calles oscuras después de tantos meses de encierro en la embajada. Mentalmente se iban despidiendo del Río de la Plata y de la rambla (malecón), del Parque Roosevelt.

Los “camellos”, esas odiadas camionetas como con una especie de joroba donde patrullaban los militares, los escoltaron con las torretas encendidas hasta una entrada lateral a la base “Boizo Lanza” de la Fuerza Aérea. Allí se detienen a esperar que unos soldados abrieran los portones. En esa oportunidad sólo los soldados de guardia fueron testigos de la entrada de la curiosa caravana de autos, pero en ocasiones posteriores se vivieron, en esa misma entrada a la base militar, escenas de gran dramatismo porque familiares que se habían enterado de la partida de asilados se arrojaban intrépidamente delante de los autos para intentar despedirse. Allí se vieron a señoras que, alzando con sus brazos a bebés, detenían a la caravana con la esperanza de que el asilado familiar viera –antes de partir– a los pequeños niños que en algunos casos eran sus hijos y se quedaban en Uruguay. Otros casos fueron de padres y madres que se arrojaban al capó de los autos para intentar ver en la oscuridad si allí iban sus hijos rumbo al avión.

En esa oportunidad la caravana no se detiene y pronto ingresa a una de las pistas donde en un extremo estaba el avión de Panamerican con una puerta abierta y la escalerilla colocada. Por las pequeñas ventanillas los pasajeros miraban asombrados aquella inusual movilización de autos con banderitas y patrullas militares con sus armas listas y todas las luces encendidas.

Se bajan los funcionarios de la embajada mexicana y los soldados rápidamente se colocan al pie de la escalera con sus armas apuntando a los autos con banderas mexicanas. El oficial al mando advierte a los diplomáticos que los asilados no deben pisar territorio uruguayo, que deberán pasar directamente del auto a la escalerilla sin poner un pie en territorio nacional. Este absurdo de “despedida” dificultaba la bajada de los cuatro adultos y el bebé por lo que el chofer de la embajada debió maniobrar nuevamente el auto hasta pegarlo a la escalera del avión. El embajador abrió la puerta trasera del auto y me hizo salir primero para que una vez en la escalera pudiera recibir a mi hijo de brazos. Ayudó uno a uno a que no pusiéramos ningún pie en el suelo de la pista y nos introdujo en el avión. El personal de abordo miraba inquieto el despliegue militar y el ingreso de estos pasajeros especiales que no habían pasado por las salas habituales del aeropuerto y los condujeron hasta sus asientos. Una vez instalados, don Vicente nos recordó una vez más que por nada del mundo nos bajáramos del avión en Buenos Aires (donde la dictadura militar argentina cometía los peores crímenes en coordinación con sus pares uruguayos), que permaneciéramos sentados, que personal de la embajada mexicana en Argentina subiría a constatar que todo estuviera bien.

Un cálido abrazo a los adultos y un beso al bebé fue la breve despedida de aquel extraordinario funcionario mexicano que tanto honró a su país y a la diplomacia de todo el mundo.

En pocos minutos el avión aterrizó en el aeropuerto Ezeiza de Buenos Aires y ya extrañábamos la presencia de don Vicente a quien sentíamos como el único que podría protegernos ahora de los militares argentinos. Todos los pasajeros bajaron en la capital argentina permaneciendo nosotros sentados en espera del personal diplomático mexicano que prestamente subió a bordo. Con toda amabilidad pasaron lista y nos interrogaron para verificar que todo estuviera bien. Nos acompañaron con mucha calma mientras el personal de Panamerican limpiaba el avión. Casi una hora después empezaron a subir los pasajeros y cuando ya estaban todos sentados los funcionarios mexicanos se despidieron no sin antes advertirnos que diplomáticos de su país nos esperarían en Panamá.

Varias horas después, efectivamente subió personal de la embajada mexicana en Panamá y volvieron a pasar lista a los asilados. Ahora la distensión era mucho mayor y nos invitaron a bajar, junto con los demás pasajeros, a las salas del aeropuerto centroamericano. Del mismo modo se comportó el personal diplomático mexicano en Guatemala hasta que finalmente, al mediodía de México de ese día lunes 5 de julio de 1976, el avión tocó tierras aztecas.

Así se cerró para nosotros este primer capítulo de la generosidad y sensibilidad mexicanas a través de un conjunto de excepcionales funcionarios diplomáticos y mejores seres humanos como el Agregado Cultural Cuitláhuac Arroyo Parra, el Cónsul Gustavo Maza Padilla y el inolvidable Embajador Vicente Muñiz Arroyo.


Embajador Vicente Muñiz Arroyo

FIN