jueves, 25 de noviembre de 2010

Un cuentito minuano

Alma

A mi hija Anahí

La conocí en marzo de 1958 cuando se sentó conmigo en el banco de la escuela “Las Delicias” compartiendo aquella tarde de inicio de clases de primer año de primaria.
Era bien delgadita, con labios como permanentemente delineados que sostenían una pequeñísima nariz respingada. Parecía una muñeca acabada de vestir con la túnica impecablemente blanca y almidonada, una moña azul en el cuello y otras blancas pequeñas en la cabeza que sujetaban la rebeldía de su pelo crespo. Muy bonita era Alma.
Al segundo día de clases no hacíamos más que mirarnos y sentirnos encantados de compartir el primer banco de aquella clase de la maestra Pochocha. Y aquello era todo. No nos hablábamos porque la implacable timidez de ambos cerraba decidida el paso a cualquier palabra. Con mirarnos nos bastaba.
El miedo de ir por primera vez a la escuela sin previo pasaje por jardinera, ya que en esa época no había, se diluía por encontrar a Alma sentadita en ese primer banco de la fila del medio.
Recuerdo que cuando la maestra Pochocha nos hablaba de la importancia fundamental de los palotes y ceros Almita recostaba su cabeza en mi hombro y yo con los escasos 6 años de entonces me sentía el hombre más importante y feliz de la tierra por sostener a aquella muñequita. Un día entró otra maestra y observó aquel tierno cuadro y vi cuando le hizo una seña a nuestra maestra y con la mirada la interrogó: “¿Y eso?” Pochocha se sonrió cómplice con nosotros que no sentíamos la menor vergüenza de aquel acto tan puro e inocente.
Los recreos se pasaban, en mi caso, corriendo con mis compañeros, en la fila para comprar un bizcocho o esperando en la canilla el turno para tomar agua, pero siempre mirando hacia donde estaba Almita. Su tez morena resaltaba aquellos encantadores ojos que iluminaban mis primeros pasos por primaria.
Así fue todo el año, sin ninguna palabra entre ambos. A veces un breve intercambio de lápices de colores o de una nueva goma de borrar era motivo de alegría por compartir algo entre nosotros.
En 1959 entré a segundo año pero al turno de la mañana y Almita ya no estaba. La busqué por todos los salones de segundo para recuperar su mirada después de tan largas vacaciones. Había un montón de niñas, pero no estaba Alma. Seguramente seguía en el turno de la tarde…
Pasé tres años sin verla y luego las cosas se complicaron aún más porque me cambiaron en 5° año a la escuela 25 de Mayo del centro de Minas y allí era imposible encontrarla.
A los 12 años entré al liceo. ¡Qué diferente a la escuela primaria! Un nuevo ambiente donde en los intervalos convivíamos los chiquilines de primero con los grandotes de preparatorios que nos parecían adultos y nos ignoraban por completo. El salón lo sentíamos ajeno y frío. Los bancos eran individuales aunque tan viejos como los de la escuela. No había nada pegado en las ventanas ni paredes y los profesores cambiaban con cada materia. Pero nos sentíamos más grandes de golpe y porrazo y eso hacía olvidar cualquier nostalgia por la escuela.
Recuerdo que en los viejísimos bancos había escrito de todo: mensajes, nombres, fórmulas de matemáticas, física, química y no faltaban los dibujos de todo tipo. Veíamos a los más grandes y experimentados (repetidores casi todos ellos) que raspaban el banco con una gillette y lograban hacer un espacio limpio para volver a escribir un nuevo mensaje o dibujo.
Imitando a los grandes decidí un día hacer lo mismo. Raspé con una gillette y logré hacerme un espacio donde escribí “¿Quién se sienta aquí?”
Así me quedé esperando a ver quién me contestaba del turno de la tarde o de la noche. Pasaron un par de días y no había respuesta. Pensé que los de la secundaria nocturna eran personas adultas que no se interesarían en esas tonterías porque atendían al profesor mucho más que yo, pero esperaba alguna respuesta del turno de la tarde.
Trabajé un poco más el mensaje haciéndole un marco más atractivo y nada…
“¿Este banco está vacío en la tarde?” escribí exprimiendo todo mi ingenio.
Pasaron un par de días y recibí la esperada respuesta en el espacio limpio que había dejado a esos efectos.
“No. Me siento yo”
¡Ahora sí! Ya no serían tan aburridas las clases de francés porque tenía un pequeño hilo para tirar de él y entretenerme.
-¿Cómo te llamas?
-No puedo escribir mi nombre porque sabrán quién raya los bancos.
Esta respuesta me pareció lógica aunque después un poco absurda porque los bancos daban lástima así que seguí comunicándome con otros temas. Le pregunté si era hombre o mujer y me contestó que mujer.
Luego seguimos con qué año cursábamos y que edad teníamos (los dos estábamos en primer año y teníamos la misma edad) y así fuimos explorando sobre gustos de materias, profesores y demás.
Yo insistía en saber su nombre pero mi compañera de banco de la tarde era inflexible y no soltaba prenda.
–No pongas tu apellido pero sí tu nombre.
Nada. Por más que preguntara no tenía respuesta a esa simple pregunta.
Pasaron varias semanas y el diálogo no aflojaba pero siempre anónimo. Hasta que una vez me decidí aprovechar mi ida por la tarde al centro de la ciudad para entrar al liceo e ir a ver quién era la chiquilina que se sentaba en mi banco.
Así lo hice y aproveché que los vidrios de la puerta del salón, aunque estaban pintados de blanco, siempre tenían algún pedacito de pintura raspada y se podía ver hacia adentro sin que el profesor lo notara.
Miré hacia mi banco y el corazón me dio un vuelco. ¡Era Almita! Allí estaba sentada la dueña de aquellos ojos inolvidables. Delgadita y bonita como siempre. Ahora con una túnica blanca sin almidonar y corbata azul.
Me tuve que recostar un momento en la pared del pasillo para recuperar el aliento y el fresco de mi cara que ahora hervía roja. Antes de irme volví a mirar y no había duda: era Alma.
Pasé varios días sin escribir en el banco. Sólo miraba y miraba la última comunicación y no me animaba a seguir escribiendo. “Y, ¿qué pasó que ya no escribes?” “Nada, lo que pasa es que ya sé quién eres tú.” “¿Ah, si?” “Sí. Te llamas Alma.” “No es cierto, no me llamo así.” “Vine al liceo por la tarde y te vi desde la puerta y te conozco bien.” “¿Ah sí? Y tú, ¿cómo te llamas?”
Jamás pensé que escribir mi nombre tuviera tanta trascendencia. Que cinco simples letras desencadenaran una reacción que no esperaba; que cinco letras rompieran tan bruscamente aquel encantamiento surgido en el primer banco de la escuela Las Delicias. ¿Podría la timidez ganarle la partida a ese sentimiento tan puro de niños? Claro que sí y por goleada.
Jamás volvió a escribir a pesar de mi insistencia. Ni yo me animé a volver otra tarde por el liceo. La timidez de los doce años vividos en aquella época, en aquel lugar de vida tan pueblerina –lo digo con inmensa nostalgia–, pesaba mucho para animarse a afrontar una frase más por parte de ella o para ir a verla en la tarde por parte mía.
Después la vida se encargaría de poner muchísimos años y distancia de por medio. Uruguay quedó lejos, Minas aún más. Pero esos obstáculos aparentemente insalvables no contuvieron el recuerdo; éste siguió intacto y renovado de aquella Almita que siempre se mantendrá así, niña, pura, con la túnica blanca y la moña azul, detenida en el tiempo de mi memoria, y su cabello crespo permanentemente enredado a estas letras.

Toluca, México, agosto de 2010

Cédar Viglietti
Escolar mexicana