martes, 18 de enero de 2011

Otra historia de una pequeña guitarra

En este blog he contado cómo llegaron a mis manos las guitarras Enrique García y José Yacopi que atesoro con muchos cuidados y cariño. Como tengo cuatro guitarras me resta aún contar dos historias más de estos instrumentos que tanto quiero y que me acompañan a lo largo de mi vida. Aquí va la tercera.
Unos meses atrás le contaba por carta a mi amigo Fernando García de Marindia, Uruguay,  que cuando yo tenía 10 años fue a visitar a mi padre en Minas, Antonio Pereira Arias (1929-2004), uno de los mayores guitarristas que dio nuestro país, alumno de Atilio Rapat y de Andrés Segovia. Un personaje extraordinario por lo sencillo y arrebatador a la vez. Entusiasta de la guitarra hablaron hasta cansarse con mi padre y preguntó si yo estudiaba también. En cinco minutos me hizo sacar la guitarrita chica que yo tenía y tocamos unas invenciones de Bach a dos guitarras. Es difícil narrar la emoción de tocar a dos guitarras con ese insigne maestro. Pero lo interesante no fue eso, sino que al sacar la guitarrita (notoriamente más chica que una normal) que me había comprado mi padre años atrás, Antonio Pereira Arias casi se muere e incontenible (lo recuerdo muy apasionado y nervioso) me la saca de las manos y nos dice: ¡Ésta era mi guitarra de niño!
Efectivamente esa guitarrita era una Pereira Velazco, es decir construida por Don Antonio Pereira Velazco, quizá el mejor luthier en el Uruguay de aquellos años y padre de Antonio.
–¡Don Cédar, esta guitarrita me la hizo mi padre cuando era niño y empezaba a estudiar! ¡No sabe cuánto la he buscado! ¿Dónde la consiguió?
Papá le contó que la había comprado en un remate de la calle Sarandí en Montevideo. Antonio, a su vez, nos contó que en una época de muy mala economía de su familia y con deudas imposibles de posponer malvendió todas las guitarras que tenía en la casa; entre ellas ésta… Sus ojos llenos de lágrimas anticipaban el ruego inevitable:
–Don Cédar, por favor véndame esta guitarra…
Antonio recorría con los ojos empañados y las manos temblorosas toda la geografía de mi pequeña guitarrita.
Querido lector, ahora póngase usted en mis zapatos (expresión mexicana muy precisa para ponernos en el lugar del otro). También fue mi guitarra de niño y yo la tenía desde hacía varios años y con ella empezó mi padre a enseñarme. Por ello seguramente entenderá que la vida puso a dos personas en las mismas circunstancias frente a un mismo instrumento.
–Don Cédar, por favor véndame esta guitarra…– insistía Antonio Pereira Arias.
El viejo me miró interrogándome apenas y dijo no muy convencido: –Mire Antonio, esa guitarra es de Cedarcito (así me decían para diferenciarme del viejo) así que pregúntele a él. Afortunadamente, en aquel momento vi en la mirada de mi padre que no tenía ganas algunas de desprenderse de aquella guitarra. Era una verdadera joya, una pieza de marquetería más allá de su sonido, construida con las mejores maderas y con un esmero fantástico digno del amor de un padre por su hijo.
Yo me crucé de brazos y dije que no la quería vender porque me gustaba mucho. Con los años reconozco mi egoísmo (y el del viejo también, eh) pero apelo a (necesito de) la comprensión (complicidad) algún lector guitarrista que puede entender lo duro que es desprenderse de su instrumento.
Antonio jugó todas las cartas posibles: –Mire Don Cédar, (empezó con el viejo) usted pone el precio que quiera y se lo pago.
El viejo esquivaba el bulto insistiendo que la cosa era conmigo sabedor de que no aflojaría mi posición. Antonio no se rendía: –¿Te gustan los trenes eléctricos? De Holanda te mando un tren bien grande, ¿si?
En aquellos años, 1961, un tren eléctrico era… ¡un tren eléctrico, caramba!
Pero no aflojé… A mis 10 años no tardaron en salir mis lágrimas porque ya era mucha la presión y solo así aflojó Antonio.
Cuando me asilé en la embajada de México en 1976, quedó la Pereira Velazco en casa de mis padres. En 1979 murió el viejo y cuando regresé en 1985 a Uruguay le pregunté a mi madre por la guitarrita y me dijo que mi padre había dispuesto que un sobrino se quedara con ella. En una nueva visita a mi madre en el 2001, recibo –25 años después– una grata e inesperada sorpresa: me devuelve la guitarrita Pereira Velazco. Mi sobrino finalmente no se interesó por el estudio de la guitarra.
Hoy me duele no haber sido generoso con tan distinguido guitarrista y los años en que no volví a ver la guitarrita me mortificaron aún más porque no hubiera estado en mejores manos que en las del maestro Antonio Pereira Arias, para quien fue construida.