jueves, 3 de febrero de 2011

El termómetro *

A mi hija Lucía

Las hijas de Don Ramón se esmeraban muchísimo para que nada le faltara en la sala al veterano asturiano que lamentablemente tenía que pasar una temporada en el Hospital Español. No era nada grave su dolencia, e incluso los médicos hacían lo posible por disolverle las piedras de la vesícula y así evitar una operación. Tampoco Don Ramón era un paciente muy exigente. No se quejaba del dolor, ni de la comida tan insípida que no tenía casi carne y mucho menos chorizo español.
            El cuarto era agradable, luminoso y afortunadamente sin otro paciente en la segunda cama. Antonia y Marisa se turnaban para acompañar al padre y cada cinco minutos le preguntaban si quería algo de la casa o de la calle. La respuesta de Don Ramón era invariablemente: “No, no necesito nada. Vayan a sus casas a atender sus maridos y a los niños”. Pero las hijas sentían un gran cariño por su padre que tanto había hecho por ellas, asumiendo una prematura viudez cuando Marisa y Antonia apenas tenían diez y doce años. Por eso ahora se desvivían para que pasara lo mejor posible.
            Ellas trataban de no dejarlo solo porque sabían que Don Ramón sufría mucho al estar en ese lugar por una incorregible timidez que ni siquiera de viejo lo abandonaba. Sufría cuando la bonita enfermera de la tarde venía a tomarle la temperatura, la presión o el pulso. O cuando la joven médica de la mañana le palpaba su barriga en busca de la vesícula. Ellas se daban cuenta que el veterano terminaba empapado de sudor y trataban de hacer lo más familiar posible el trato con el personal del hospital para aliviar los incómodos momentos por los que pasaba Don Ramón. Antonia llegó a comentar que hablaría con la doctora para evitar la visita de los practicantes porque “...esos mocosos no tienen el menor tacto y todo es risitas entre ellos”.
            Tan atentas a todo estaban las hijas que no dudaron en comprarle un pequeño televisor a colores para que Don Ramón no se perdiera los noticieros de la noche mientras estuviera en el hospital. “Ay... muchachas... ¿por qué gastan tanto dinero? Yo me arreglo con la radio”.
            Esa mañana Marisa no sabía cómo decirle al padre que en la tarde no podrían venir ni ella ni su hermana. Le explicó que a eso de las nueve de la noche vendría Antonia a acompañarlo, pero que no se preocupara que ya habían hablado con Rosita, la enfermera de la tarde, para que estuviera pendiente de él.
            “¡Coño! justo a Rosita me encargan” pensó Don Ramón, que ya veía venir toda comedida a la preciosa enfermera que hasta se permitía coquetear con él diciéndole “¡Qué bien se le ve hoy, señor Ramón!”
            Pero a las tres de la tarde un enfermero nuevo se le adelantó a Rosita y con mucha amabilidad le dijo al viejo que tenía que tomarle la temperatura. “Deme el termómetro, nomás” dijo el viejo intentando ser canchero.
–No, no, señor. El doctor me indicó que le tomara la temperatura rectal.
–¡¿Cómo?!
–Así es señor. Por favor dese vuelta y bájese el pantalón del piyama y el calzoncillo.
Don Ramón sintió un arcoiris en su cara. Su eterna timidez ahora brotaba intacta e invadía toda su humanidad.
–¿No es igual abajo del brazo…?– fue un balbuceo ya entregado, casi inaudible, un vano intento para evitar una terrible humillación.
–No, señor. El médico me indicó que fuera rectal– dijo con firmeza el enfermero.
Don Ramón se dio vuelta y se bajó la ropa. Hundió la cara en la almohada repitiendo “tierra trágame, tierra trágame...”
            Sintió que le ponían el termómetro e hizo un esfuerzo para no imaginarse cómo se vería, aunque fue inútil.
–Quédese un momento así señor y no se mueva para que no se vaya a romper el termómetro. En un momento regreso.
“Bueno, –pensó el viejo sumergido en su vergüenza– este enfermero es buena gente, por lo menos me deja solo para no hacerme sentir tan mal.”
Pasaron unos minutos que se le hicieron eternos a Don Ramón. “¿Cuándo vendrá el enfermero para sacarme este maldito termómetro del culo?”  Pero el enfermero no llegaba y los minutos pasaban. Ahora ya no era “el buena gente”, era “el enfermero de mierda” que no venía. La cabeza del asturiano era un volcán de imprecaciones cuando la cristalina voz de la hermosa enfermera Rosita dijo:
–Buenos tardes, señor Ramón. Pero… pero ¿qué está haciendo?
Se percibía un claro tono de desagrado en la voz de la joven. Pero superando su sorpresa la enfermera ordenó duramente al paciente: “¡Hágame el favor sáquese ese bolígrafo de su trasero y súbase los pantalones!”.
Don Ramón desclava su cara de la almohada y tarda unos instantes en entender su situación. Es demasiado. No puede ser posible. “¿Un bolígrafo?...”
Totalmente demolido, en carne viva y al borde del infarto gira su cabeza y su última neurona útil le alcanza para darse cuenta que le habían robado su nuevo televisor a colores.
                                              

* Basados en hechos reales ocurridos en Montevideo, Uruguay                  
                                                                                 

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