jueves, 15 de agosto de 2019

INSEGURIDAD Y VIOLENCIA


En febrero del 2018 escribía un pequeño aporte en Facebook sobre la inseguridad y la violencia en respuesta a un llamado en Uruguay de personas que aprovechaban el crecimiento de los delitos para hacer responsable al gobierno del Frente Amplio. Ahora actualizo y amplío lo que decía entonces.

Quienes peinamos canas nos asombra cómo han cambiado los tiempos aquellos de la tranquilidad, seguridad y solidaridad por éstos de la violencia, el miedo y la competencia. Equivocadamente pensamos que la inseguridad y la violencia es un fenómeno exclusivo de América Latina, Asia o África, pero no es así; en EE.UU. ‒el país de las drogas y las armas‒está cundiendo, en escuelas y lugares de concentración de personas, una locura diaria de asesinatos absurdos unos y por xenofobia alentada por el gobierno otros; en los países de Europa (sin contar los ataques terroristas) los guías de turistas no se cansan de recomendar el cuidado con los “amigos de lo ajeno” y se ha llegado al insólito hecho de cerrar por algunos días el Louvre en París para intentar frenar los despojos a los visitantes y a los propios guardias el museo.

Está claro que en varios países de América Latina la inseguridad ha alcanzado niveles insoportables. También es cierto que en otros ‒aunque les cueste creerlo a sus habitantes‒ la inseguridad es muy baja respecto a los demás, casos de Chile, Uruguay y Costa Rica, aunque en estos países haya crecido la delincuencia. Otros países, como México, Honduras, Colombia, la inseguridad y violencia están totalmente fuera de control y recién ahora ‒con el nuevo gobierno‒ en el país azteca se procuran soluciones.

En aquel llamado a manifestarse en Uruguay contra la inseguridad y contra el gobierno no se aportaba nada a su solución, sino que se manipulaba el miedo. Como dice Eduardo Galeano: “Habitamos un mundo gobernado por el miedo, el miedo manda, el poder come miedo, ¿qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse.”  No consideraba más que superficialmente un fenómeno que tiene muchísimas vertientes y que no pasa solamente por mejorar leyes (que se debe hacer), o por jueces “cobardes” (que los hay), como se apuntaba.

Fijémonos en algunos detalles de este fenómeno que se repite en Latinoamérica: en general hace 20 o 30 años atrás no había el nivel de delincuencia de hoy en ningún país; tampoco el uso actual de drogas (incluyendo el alcohol); tampoco el consumismo desenfrenado como el de ahora; ni se exhibía en la TV ni en cines la apología de la violencia que hoy vemos con costosas y morbosas producciones; no existían años atrás los videojuegos donde se reproducen guerras y enfrentamientos armados con todo realismo; y ‒finalmente‒ el culto actual al hedonismo no existía.

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Cada uno de estos “detalles” que consumimos hacen formidables aportes a la delincuencia. ¿Por qué digo que esos “detalles” aportan a la delincuencia e inseguridad? Veamos: siempre ha habido gente con menores y mayores recursos económicos en este mundo. Pero nunca ‒salvo en Chile, Uruguay y Costa Rica donde curiosamente la criminalidad es menor‒ el abismo entre los más pobres y más ricos había sido tan grande. La desigualdad económica en México, por ejemplo, es vergonzosa; resulta imposible comparar a lo que tiene acceso un indígena, un obrero, un campesino o un simple poblador de barrios marginales con lo que puede adquirir un empresario o podía adquirir un funcionario del pasado gobierno (recuérdese que este país tiene el 60% de la población en pobreza y se tiene al hombre más rico del mundo…). Es decir, que muchísima gente no tiene posibilidades de consumir un sinfín de productos que la publicidad ofrece machaconamente cada vez que se enciende la TV. Esa TV que nos enseña que, si no accedemos al consumo desenfrenado, al hedonismo por encima de todo, no somos nadie, no somos nada.


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Muchos jóvenes delinquen para comprarse un teléfono celular de última generación, o una moto último modelo, o para adquirir drogas, o ropa y accesorios de marca. Estos mismos jóvenes desde niños vieron en la tele incontables asesinatos, enfrentamientos, uso de productos caros, consumos de drogas y todo lo que nos ofrece el neoliberalismo (léase capitalismo salvaje…) en brillantes escaparates. Y no olvidemos que, en esas cabezas educadas por el sistema generador de violencia, la distancia entre lo virtual y lo real es cada vez menor.

Me llamó mucho la atención una película colombiana, “Sin tetas no hay paraíso”, donde una joven se convierte en mujerzuela de los narcotraficantes y su hermano en sicario. De esta manera es que logran ambos acceder al consumo de productos caros que de otra manera hubiera sido imposible. Conmueve la escena donde el joven es confrontado por su madre al ver que tuvo acceso “mágicamente” a una motocicleta nuevecita y se da cuenta en qué está metido. El muchacho le responde más o menos así: “‒Sabe qué mamá, prefiero vivir pocos años, pero disfrutar de muchas cosas que antes no podía, a morirme de viejo en la miseria.”
La película muestra con toda crudeza la opción de muchos jóvenes de hoy que buscan, por cualquier medio, acceder a bienes de consumo que con un salario paupérrimo jamás alcanzarían. Por ello en México existe un ejército de jóvenes dispuestos a engrosar las filas de la delincuencia, organizada o no.

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Esto es el consumismo:
 “Así, lo que en origen es una necesidad puramente económica del sistema capitalista, es convertido en un ritual con unas connotaciones simbólicas e ideológicas capaces de movilizar y aglutinar el sentimiento de las masas, sus deseos y necesidades, sus aspiraciones y finalidades. Se pasa del consumo al consumismo, de la necesidad económica a la realidad psicosocial. De la estructura a la superestructura, según la terminología clásica del materialismo dialéctico. El consumismo es una forma de pensar según la cual el sentido de la vida consiste en comprar objetos o servicios. Esta forma de pensar se ha convertido en la principal ideología que sostiene al sistema capitalista. Es una sociedad que necesita más consumidores que trabajadores. Es decir, es una sociedad donde un mismo trabajador, y aún los no trabajadores, deben ser convertidos en poli-consumidores, personas que consuman el mayor número de productos posibles, así como servicios y cualquier otra cosa que pueda ser puesta en circulación y venta en el mercado por los poseedores de los medios de producción capitalistas. Desde esta óptica mercantil y despersonalizada, los sujetos tienden a dejar de ser vistos como individuos, para pasar a ser meras funciones sociales, tanto a efectos de su utilización como a efectos estadísticos, con una clara finalidad comercial. Es el individuo consumista, paradigma por excelencia del ciudadano medio que desean tener a su servicio los detentadores del poder en la sociedad consumista-capitalista. Un individuo que viva para trabajar y trabaje para consumir, por encima de cualesquiera otras actividades sociales.” (http://lagranlucha.com/la-publicidad-comercial-como-propaganda-de-la-ideologia-consumistacapitalista/)

Podemos concluir con el filósofo y lingüista norteamericano Noam Chomsky, que la industria de las relaciones públicas, la industria de la publicidad «entendieron que era más sencillo crear consumidores que someter a esclavos».

Esta misma lógica del consumo en el sistema capitalista ‒ahora en la industria armamentística‒ genera las guerras que, como dice Eduardo Galeano, En la era del mercado, la guerra no es una tragedia, sino una feria internacional. Los fabricantes de armas necesitan guerras, como los fabricantes de abrigos necesitan inviernos.”

Finalmente dediquemos un párrafo a la palabra más usada por el capitalismo salvaje: competitividad.  Esta es la palabra que mejor expresa a todo el sistema de valores vigentes en nuestra sociedad, una concepción de la existencia donde el otro es vivido ante todo como obstáculo, e incluso como potencial enemigo que justifica la violencia. Por ello, un sistema de valores humanista tiene que sustituir el concepto de competitividad por solidaridad.

El capitalismo salvaje hace que hoy parezca estúpido Pierre de Coubertin que nos legó aquella máxima deportiva: “Lo más importante del deporte no es ganar, sino participar, porque lo esencial en la vida no es el éxito, sino esforzarse por conseguirlo.” Esta concepción del deporte ‒según un conocido entrenador norteamericano‒ ha sido sustituida hoy por “¿Hay otra cosa que no sea ganar?”
Sigamos rindiendo culto al capitalismo salvaje, a hacer más profunda la diferencia entre ricos y pobres, a consumir mucho más de lo que necesitamos, a contaminar sin remedio al único mundo que tenemos, a arrodillarnos ante el altar de las armas virtuales o reales y veremos cómo crece mucho más la violencia y la criminalidad.