viernes, 18 de noviembre de 2011

LA SOLARIDAD Y LA BUENA SUERTE

Historias que no son cuentos son pequeñas crónicas que intentan dar a conocer hechos vividos durante la dictadura cívico-militar uruguaya y así mantener viva la memoria de las luchas juveniles contra el autoritarismo de aquellos años.

 

 

En 1975 la ciudad de Montevideo resultaba extremadamente pequeña para escapar ante tanta cantidad de policías y miembros del ejército que se dedicaban literalmente a cazar a quien estuviera en contra de la dictadura cívico-militar que a partir del año 1973 asolaba a Uruguay.

A la luz de lo que hoy sucede en este pequeño país sudamericano resulta difícil de entender lo que fueron los años de dictadura que comenzaron el 27 de junio de 1973, aunque antes hubo un proceso autoritario de trágicas consecuencias para imponer el modelo económico neoliberal que hoy ha vuelto al Uruguay (gobierno de Pacheco Areco).   

Ese junio de 1973 los militares de entonces, con apoyo o con el laissez faire de la mayoría de los dirigentes civiles de los partidos blancos y colorados van por la imposición sin trabas del neoliberalismo. Así, acosaron hasta los límites de la locura a quienes luego gobernarían por 15 años al pequeño país (Frente Amplio). Asesinatos, desapariciones, torturas, robo de bebés, violaciones a las mujeres, rapiña de todo tipo de objetos en los allanamientos, fueron los métodos de instauración del terrorismo de estado contra quienes, sin una sola arma en la mano, luchaban en el terreno de las ideas.

Aproximadamente 8,000 presos políticos en Uruguay padecían todo tipo vejaciones. No parece una cifra enorme de presos de conciencia, pero hay que verla en función de la población del país con apenas 3.5 millones de habitantes. Los lectores mexicanos pueden aquilatar esa cifra de presos políticos si la extrapolan a los ciento 110 millones de habitantes del país Azteca y verán que equivaldría a tener más de 251,000 presos por sus ideas…

¡Qué cantidad de tiempo y recursos (siempre tan escasos) perdían los militantes de izquierda para solamente malpasar aquellos tiempos! El hecho de ser buscado por parte de los uniformados suponía una larga lista de dificultades que día a día se multiplicaban y se debían resolver. Para empezar uno estaba obligado a abandonar la casa donde vivía porque ese lugar era el más inseguro al ser conocido por vecinos, familiares, amigos, enemigos, etcétera. Había que salir con lo puesto porque no se podía cargar con bultos de ropa o alimentos porque llamaban la atención. No se podía ir a un hotel o pensión (sin hablar de lo incosteable) porque el registro –cédula de identidad mediante– de cualquier huésped debía ser entregado diariamente a la policía. No se podía ir a casas de familiares porque allí seguramente iba a ser buscado y finalmente terminaría implicando a gente que estaba al margen de las actividades políticas del militante. Después de pertenecer muchos años a cualquier organización política los amigos también formaban parte de esas mismas actividades y ellos vivían problemas similares por lo que no se podía contar con ellos para pedir refugio.

La imposibilidad de trabajar y ganar dinero por parte de los perseguidos limitaba aún más las pocas alternativas de movimiento, refugio y alimentación que tenían.

El último trabajo formal que tuve fue en la Cooperativa de Consumos de Obreros y Empleados del Frigorífico Nacional que estaba en el barrio de El Cerro que con generosidad me acogieron mientras fue posible, pero una vez que salió publicada en el diario El País de Montevideo toda la estructura de la organización política juvenil a la que pertenecía, con nombres y apellidos, tuve que irme de ahí y un compañero con carpintería me tomó de peón por un corto tiempo.

Sentía cómo el espacio de mis actividades políticas diarias se iba estrechando cada vez más y la calle comenzaba a ser un enemigo que se aprende a odiar, porque en ella crecen las posibilidades de ser reconocido por algún represor o –lo peor– por algún compañero que quebrado en las interminables sesiones de torturas acababa por colaborar con los uniformados y se convertía en peligrosísimo enemigo conocedor de lugares, actividades, movimientos y rostros de los militantes.

Las constantes razias de la policía que detenían a la gente sospechosa (jóvenes, obreros, etc.) implicaba identificarse para constatar si integraba la lista de requeridos y responder –sin dudar– a dónde se dirigía y de dónde venía, situación que obligaba a pensar permanentemente respuestas creíbles y serenas que no siempre se encontraban a la mano para ocultar los pasos que habíamos dado o íbamos a dar.

Parece tonto pero cualquier persona no involucrada en la lucha contra la dictadura podía responder con soltura “vengo de tal lado” y “voy para tal otro” con la coherencia que dan las actividades habituales y normales  de un individuo en su quehacer diario. Sin embargo, quien sale de su lugar de refugio y se dirige al encuentro con otro compañero tiene que inventar acciones y lugares que tengan coherencia y no despierten la sospecha del que interroga. Ni hablo cuando uno llevaba un paquete de volantes o folletos donde se denunciaba las atrocidades del gobierno militar; paquete que durante su entrega-recepción permitía ser objeto de seguimientos por miembros de la policía o ejército que sin uniforme pasaban a ser ciudadanos comunes difíciles de identificar. Estos seguimientos eran muy temidos porque uno sin querer llevaba a las fuerzas represoras hasta un nuevo compañero o hasta un lugar donde nos brindaban apoyo.

En esos momentos la calle no era un lugar recomendado para andar, pero ¿a dónde meterse cuando no se tenía un lugar seguro y que no implicara comprometer a nadie más? Sentarse en un café, entrar a un cine o a un evento deportivo suponía gastar dinero que no se tenía y solamente quedaba caminar por alguna zona comercial siempre atestada de tiras o detenerse a ver algún encuentro de fútbol de barrio, siempre y cuando encontráramos uno. En verano las playas montevideanas y algún parque urbano eran buenas soluciones porque se justificaba la presencia de quien fuera y los espacios abiertos permitían ver desde lejos cualquier acercamiento de gente sospechosa de ser policías o militares. Pero en invierno el frío no permitía acercarse a estos lugares gratuitos que facilitaban dar una respuesta coherente y justificada.

Tomábamos muchas medidas de seguridad para evitar caer detenidos, como cambiar nuestro aspecto físico (corte de pelo, lentes, etc.), no llevar nada encima que involucre a alguien más, observar con atención y disimulo para ver si nos seguían, bajarse o subir al ómnibus repentinamente si creíamos que éramos seguidos, establecer complicados códigos de señales para entrar o no a una casa, o para acercarnos o no a algún compañero en la calle, etc. Pero la realidad de haber sido durante muchos años una organización política legal con un periódico de circulación nacional, diputados y senadores, locales públicos y demás, hizo que muchas veces no cumpliéramos estrictamente con esas medidas que terminaron en detenciones muy costosas.

Todos los días nos enterábamos de algún compañero que había caído en manos de la represión y nuevos espacios se cerraban en torno nuestro. De esta manera, mantener la propaganda viva y permanente contra la dictadura nos era cada día más difícil. Simplemente citarse con Rosita Rinaldi, intrépida y valiente jovencita que comandaba una brigada de propaganda por la zona del barrio La Unión, suponía un verdadero operativo que luego implicaba otro mucho más complicado y arriesgado para que un grupo pequeño de jóvenes muy disciplinados y valerosos pintaran, en un muro de unas de las avenidas más transitadas de Montevideo, un mensaje de denuncia de la prisión del General Líber Seregni, militar patriota y Presidente del Frente Amplio uruguayo.

LA SOLIDARIDAD IMPRESCINDIBLE

¿Quiénes ayudaban a la gente que era buscada y vivía en la clandestinidad? En mi caso, un viejo amigo minuano –Heber Terra– que me conocía desde niño (compartimos la primaria en la Escuela N° 12 del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas) y que me ofreció un lugar donde pasar la noche. Por cierto, en aquellos tiempos Heber andaba con severos problemas de trabajo y sus ingresos no le permitían más que pasar la noche en un pequeño taller mecánico que funcionaba en el día. Naturalmente el dueño no debía saber que yo me quedaba a dormir por lo que antes de las ocho de la mañana debía salir a la calle.

Quedaré agradecido eternamente con mi amigo Heber que jugándose su libertad y quizá su vida me ofreció aquel lugar para descansar encima de unos cartones  y dentro de un sobre de dormir en el suelo sucio de aquel taller mecánico en el barrio Cerrito de la Victoria. Muchas veces llegaba por la noche al taller y me encontraba con Heber que había traído pizza y fainá del restaurante de la esquina de la avenida Propios y San Martín utilizando sus magros recursos económicos que se ganaba en un largo horario de una carpintería por la calle Tristán Narvaja de Montevideo.

Otros problemas difíciles de resolver en esas circunstancias eran comer, bañarse y lavarse la ropa. Con dinero muchos de estos problemas se hubieran resuelto fácilmente, pero al no tener trabajo no contaba con él. De nuevo la solidaridad y sensibilidad de una persona insospechada me ayudó a salir adelante. Una prima hermana –Brenda Alicia Viglietti, fallecida a los 36 años por una cruel enfermedad– de quien jamás pensé que arriesgaría su persona y su familia por ayudarme me ofreció pasar por su casa a bañarme, comer y dejar la ropa sucia para lavármela. Debo agregar que para ayudarme debía contar con la complicidad de su esposo Mario Aguilar que también generosa y valientemente accedió a que pasara tres veces por semana por su apartamentito cercano a la calle Comercio.

Brenda y Mario trabajaban en un comercio de La Unión y en un taller mecánico respectivamente, percibiendo muy escasos recursos. Sin embargo jamás me faltó, durante el tiempo en que fui, agua caliente, comida y mi ropa limpia. Mi sobrina Mónica –muy jovencita– se quedaba en el apartamento a esperarme para abrirme y mirar con sus asombrados ojos grandes cómo devoraba esa comida tan importante para mí.

LA SUERTE JUEGA SU PAPEL

En una pequeña moto me dirigía a la casa de Diego Damián, compañero de poco más de 20 años que vivía en el barrio Malvín de la ciudad de Montevideo. Su casa ubicada en una esquina tenía la entrada principal por una calle y la entrada al garaje por la otra.

Minutos antes de llegar a la casa de Diego, habían llegado las Fuerzas Conjuntas, curiosísima forma de llamar a la unión de fuerzas policiales y militares dedicadas a las tareas represivas. Mediante un violento asalto a la casa de su familia sin orden de allanamiento, sin la intervención de un juez, pero al amparo de sus poderosas armas, los terroristas de estado se llevaban a Diego encapuchado a torturarlo y luego a que un juez militar (en el terreno político los jueces civiles no actuaban) lo condenara a una pena de 6 a 18 años de penitenciaría por Asociación Ilícita para Delinquir… cuando ¡los delincuentes eran ellos que estaban fuera de la ley!

En el preciso instante que Diego salía esposado por el portón principal, al margen de los acontecimientos yo ingresaba con la moto por la otra entrada. Jamás olvidaré a la hermana de Diego, Andrea, que salió llorando por la puerta del fondo al oír la moto y me avisa que se estaban llevando a su hermano por el otro lado… Sin apagar el motor doy la vuelta rápidamente y huyo evitando encontrarme con los represores.

T

Se habían clausurado todos los medios de prensa que se habían atrevido a pensar distinto a los militares y civiles metidos a dictadores. Solamente quedaban los medios al servicio del gobierno de facto entre los que destacaban los diarios El País y El Día, todos los canales de televisión y la inmensa mayoría de las radioemisoras. Por ello, en aquellos tiempos, la difusión de nuestras ideas para enfrentar en desigual batalla al terrible despliegue ideológico de la dictadura uruguaya era fundamental un mimeógrafo, ese simple y pequeño instrumento para imprimir volantes, octavillas y demás pequeños folletos.

Por un mimeógrafo dábamos lo que no teníamos y lo cuidábamos muchísimo para que no cayera en manos de la policía. Ya habíamos perdido un mimeógrafo muy recientemente que teníamos escondido en una mansión famosa e insospechada (hoy ya no existe) del cruce de Avenida Italia y Bolivia. No fue la policía quien lo encontró sino el dueño de la mansión que no tenía idea que uno de sus hijos participaba en la lucha libertaria de aquellos años. El aparato de imprimir terminó en el fondo de un arroyo…

Por ello, cuando nos enteramos que peligraba la ubicación de otro mimeógrafo, no dudamos en montar un operativo para sacarlo de allí y llevarlo a otro lugar más seguro. Encontramos un nuevo lugar donde instalarlo y en la moto triciclo de Gabriel Suárez nos dirigimos hacia el aristocrático barrio de Punta Carretas a rescatarlo. Me habían dado la dirección de una elegante casa que estaba en la rambla (malecón) y dejé a Gabriel y su triciclo Vespa en un pequeño café mientras yo iba a ver qué casa era, si estaba todo tranquilo en la zona y ponerme de acuerdo con sus moradores que se suponían estaban esperándome. Caminé por la rambla rumbo a la dirección y de lejos vi, en una banca que miraba al mar, a una parejita de jóvenes que disfrutaban de sus escarceos amorosos con verdadero empeño.

Me faltaban pocos metros para llegar cuando la pareja se levantó de la banca y se dirigieron hacia mí sin dejar de abrazarse y hacerse caricias. Era un viejo amigo minuano, Yamandú Píriz, de quien no sabía nada y hacía mucho tiempo que no veía y que llevaba del brazo a una bonita muchacha desconocida por mí.

–¡No entres a la casa que la policía te está esperando!– fueron todas las palabras de mi joven amigo y compañero que me salvaron de caer en la ratonera montada por la policía que tenía dentro de la casa a toda la familia detenida esperando que alguien fuera por el mimeógrafo.

Un compañero de nuestra organización estuvo al tanto de la ratonera montada  y sabía que yo iría a buscar el mimeógrafo a determinada hora. En una época de clandestinidad y compartimentación, sin medios de comunicación como hoy abundan, no era sencillo avisarme y evitar que llegara a esa casa. Pero ese alguien sabía que yo era de la ciudad de Minas y afortunadamente tenía a otro minuano a la mano que me iba a conocer y podría avisarme a tiempo.

Lo simpático del asunto es que mi amigo Yamandú casi no conocía a la compañera que simuló ser su novia pero fue notorio que esa oportunidad los “acercó” mucho, al punto que terminaron casándose y teniendo dos hijos…

UN ENTRAÑABLE AMIGO

Finalmente, debo escribir que en los primeros días de marzo de 1976 ocurrió un hecho que no puedo pasar por alto para cerrar este artículo. Un viejo y entrañable amigo rochense –lamentablemente ya desaparecido–, Pedro Montañez Massa, metiéndose en la boca del lobo, fue a casa de mi familia a ofrecerse para sacarme de Uruguay y llevarme a Argentina aún gobernada por un gobierno democrático.

Este ofrecimiento parecería un gesto más de solidaridad de una persona que sabe las penurias que un amigo está pasando, sin embargo se trataba de un joven oficial de la Armada de Uruguay que arriesgaba –sin duda– su vida e integridad física para ayudar a un integrante de la “sedición” (así nos llamaba el gobierno militar) a salir del país.

En un encuentro que tuve con mi madre en un parque, me contó que Pedrito (hijo del Cnel. Pedro Montañez) apareció en su casa en un camello (vehículo militar que su sola presencia provocaba terror) con una patrulla de fusileros navales y le dijo: –Dile a Cédar que se corte el pelo a lo milico que luego le traigo un uniforme de fusilero naval y lo llevo hasta la frontera con Argentina para que escape.

Muchos años compartimos con Pedrito las andanzas veraniegas en Antoniópolis, playa del océano Atlántico en el departamento de Rocha, al este del país. Recuerdo que Pedro tenía una yegua petisa que dejaba a mi cargo durante el resto del verano porque sus vacaciones eran muy cortas y sabía que la cuidaría mucho por aquel cariño que tanto nos unía.

Años después me demostraría su sincera amistad y valentía ofreciéndome una salida que yo no podía aceptar de ninguna manera por el inmenso riesgo que Pedrito correría. Pero él sigue vivo a mi lado a través del recuerdo agradecido e imperecedero que le guardo.

Como lo he contado en artículos anteriores publicados en este mismo blog, el 19 de marzo de 1976 ingresé como asilado político en la embajada mexicana en Uruguay y logré escapar de la dictadura militar.