martes, 30 de noviembre de 2010

Atilio Rapat, el gran maestro de la guitarra.

Tenía 13 años cuando asistí a clases de guitarra con el Maestro Atilio Rapat. Mi padre me acompañó a la primera clase para que aprendiera a llegar a la esquina de Av. Italia y la calle Comercio (hoy mariscal Solano López) de la ciudad de Montevideo, y luego volver a Minas. Así iba cada quince días por lo caro de los pasajes.
Rapat vivía en un pequeño apartamento interior de la calle Comercio en el barrio del Buceo al que se llegaba por un pasillo oscuro. Al tocar el timbre abría su esposa, una joven señora muy amable. Tenían una hija, Celina, que en aquel entonces era una niña de unos seis años. Todo se veía muy ordenado hasta que uno abría la puerta del cuarto donde daba las clases el maestro. A partir de allí comenzaba el desorden y se podía encontrar cualquier cosa entre partituras, botellas vacías, botellas medio llenas, frascos, matraces, tubos de ensayo, un par de rifles colgados de la pared, una piel de jaguar y una garra disecada, diarios y revistas amontonados, libros y muchas cosas más. En el suelo su infaltable caja de zapatos donde metía, desordenadamente y sin contar, el dinero de las clases. Nos preguntaba si tenía que darnos cambio y confiaba absolutamente en la respuesta nuestra.
En medio de todo esto el maestro estaba sentado en una de esas sillas cónicas con estructura de hierro y el cuero atado con tiras delgadas que estuvieron de moda en Uruguay. Flaco, de melena canosa, con unos lentes de armazón marrón rota, muchas veces atada con hilo de algodón para sostener el lente. Él veía por entre los hilos y allá a las cansadas los mandaba a arreglar.
Químico aficionado hacía experimentos para buscar alguna sustancia que necesitaba. Con mucho cuidado pesaba en una minúscula báscula el polvo que metería en un tubo de ensayo para luego tomar un matraz y agregar algún líquido. En sus piernas sostenía un pesado tratado de química que lo guiaba en este quehacer.

–Hola, ¿Qué decís? ¿Cómo está tu padre? Y Minas, ¿siempre igual? ¿No han salido a cazar?

Le daba las pocas novedades a las cuales ponía mucha atención y le encantaba que le contara de las cacerías y pesquerías.

–Este muchacho caza en serio, eh– le decía al alumno que había llegado antes.
–Con su padre cazan y pescan mucho y no es broma. Contale lo que cazan con tu padre. Tienen perros muy buenos. Contale, contale.

El maestro complementaba mis cuentos medios mentirosos con otros donde me ponía de testigo de cosas exageradas. Al hablar nos metía en un puño. Bajaba la voz y con sus ademanes creaba un clima de máxima atención que nos atrapaba. Como si estuviera en el monte nos contaba que una noche mientras comían un asado a la orilla de un río tiraban los huesos a la oscuridad donde sólo se veían los ojos brillantes de los pumas iluminados por la fogata.

–Oíamos el crujir de las costillas cuando los pumas las masticaban… trac, trac.

Siempre lo defraudaba un poco cuando me preguntaba si no había visto los pumas en las noches del Cebollatí, ese magnífico río que pasa al este del Departamento de Lavalleja. Él sabía que íbamos con mucha frecuencia a pescar y cazar con mi padre a ese río, pero yo nunca vi un puma porque ya no había desde hacía más de cien años. Los únicos ojos que brillaban en la noche eran los de algún perro que se acercaba al fogón con el olor del asado. Pero para no defraudarlo del todo confirmaba la presencia de ojos relucientes que suponíamos eran de pumas…
Hablaba de campamentos donde había estado de cacería pero nunca supe de que realmente hubiera ido concretamente a algún lugar. Seguramente habría sido en su juventud. Tenía muchas ganas de ir pero cuando mi padre me decía que lo invitara a una de nuestras salidas a cazar, por distintas razones declinaba la invitación. Él iba con su imaginación y a través de la lectura. Amaba la naturaleza y envidiaba mi suerte de realizar con mi padre tantas salidas al campo en los alrededores de Minas.
No había silencios con Rapat. Gran conversador, siempre nos contaba algo referido a la guitarra y a muchas otras cosas de la vida silvestre y del universo. No nos miraba de frente sino que ponía su cabeza de tal modo que casi nos hablaba de medio perfil. Era de admirar sus dedos de la mano izquierda que terminaban aplastados de tanto apretar el diapasón de la guitarra. Se parecían a las patitas de algunas ranas arborícolas cuyos dedos son aplastados para sujetarse de las hojas y ramas. El pulgar de la mano derecha lo tenía completamente curvo hacia arriba de tanto tocar las bordonas y amarillo de agarrar tanto cigarro.

–¿Querés una pastilla de menta?

Las pastillas de menta eran infaltables en la pequeña mesita que tenía delante. Todos sus alumnos terminábamos adictos a las pastillas de menta de la marca que comía Rapat. Así de vigorosa era su influencia sobre nosotros.
Tiempo sin fotocopiadoras, Rapat ocupaba buena parte de la clase a escribir de memoria las partituras más complicadas en el cuaderno de música de cada alumno. Con la guitarra a su costado, casi no recurría a ella, sino que con la mano izquierda en el aire imaginaba la digitación que anotaba con bolígrafos de distinto color. Sus digitaciones eran infinitamente pensadas. Rigurosas hasta decir basta. Nada lo apuraba en el afán de cada dedo de la mano izquierda y también de la derecha fuera el más adecuado en la sucesión de los sonidos que debían producir. Podía tocar cualquier pasaje complicado con algunas de sus eternas Bic de colores entre sus dedos de la mano derecha.
Las clases duraban mucho porque nos gustaba quedarnos a escuchar la clase del que seguía. Las únicas interrupciones eran la entrada de un nuevo alumno o de su esposa:

–Atilio, necesito plata para comprarle algunas cosas a Celina.

Rapat metía la mano en la caja de zapatos y sacaba un manojo de billetes.

–¿Te alcanza?

Rápido la despachaba. No le gustaba mucho que lo interrumpiera.

Después de mandarnos estudios de Carcassi, Sor, Aguado, de pronto nos daba una partitura intocable como la Canzonetta de Mendelsshon o La Catedral o el Estudio de Concierto de Barrios que nos hacía crujir los huesos.
–Van a ver que después todo les parecerá más fácil– nos decía para consolarnos y así nos ponía a prueba para ver si dábamos el ancho, como dicen en México.

Transcribo a continuación algunas líneas que mi padre le dedicara a Rapat en su libro Origen e historia de la guitarra  en 1976:

“Atilio Rapat es considerado uno de los más grandes maestros de la guitarra, consideración que rebasa fronteras, pues hemos visto extranjeros que, pese a tener buenos conocimientos, acuden a completarlos a su casa del Buceo, atraídos por su fama –inclusive cantantes que procuran mejorar sus acompañamientos guitarrísticos.
Fue en su época –y pudo seguir siéndolo con sólo proponérselo– una de las guitarras mejor dotadas; pero una bohemia incorregible le hizo tañer únicamente, exclusivamente para su propio goce, y no por egoísmo sino por temperamento.”

Atilio Rapat nació en Montevideo en 1905 y murió en su ciudad el 18 de julio de 1988.


jueves, 25 de noviembre de 2010

Un cuentito minuano

Alma

A mi hija Anahí

La conocí en marzo de 1958 cuando se sentó conmigo en el banco de la escuela “Las Delicias” compartiendo aquella tarde de inicio de clases de primer año de primaria.
Era bien delgadita, con labios como permanentemente delineados que sostenían una pequeñísima nariz respingada. Parecía una muñeca acabada de vestir con la túnica impecablemente blanca y almidonada, una moña azul en el cuello y otras blancas pequeñas en la cabeza que sujetaban la rebeldía de su pelo crespo. Muy bonita era Alma.
Al segundo día de clases no hacíamos más que mirarnos y sentirnos encantados de compartir el primer banco de aquella clase de la maestra Pochocha. Y aquello era todo. No nos hablábamos porque la implacable timidez de ambos cerraba decidida el paso a cualquier palabra. Con mirarnos nos bastaba.
El miedo de ir por primera vez a la escuela sin previo pasaje por jardinera, ya que en esa época no había, se diluía por encontrar a Alma sentadita en ese primer banco de la fila del medio.
Recuerdo que cuando la maestra Pochocha nos hablaba de la importancia fundamental de los palotes y ceros Almita recostaba su cabeza en mi hombro y yo con los escasos 6 años de entonces me sentía el hombre más importante y feliz de la tierra por sostener a aquella muñequita. Un día entró otra maestra y observó aquel tierno cuadro y vi cuando le hizo una seña a nuestra maestra y con la mirada la interrogó: “¿Y eso?” Pochocha se sonrió cómplice con nosotros que no sentíamos la menor vergüenza de aquel acto tan puro e inocente.
Los recreos se pasaban, en mi caso, corriendo con mis compañeros, en la fila para comprar un bizcocho o esperando en la canilla el turno para tomar agua, pero siempre mirando hacia donde estaba Almita. Su tez morena resaltaba aquellos encantadores ojos que iluminaban mis primeros pasos por primaria.
Así fue todo el año, sin ninguna palabra entre ambos. A veces un breve intercambio de lápices de colores o de una nueva goma de borrar era motivo de alegría por compartir algo entre nosotros.
En 1959 entré a segundo año pero al turno de la mañana y Almita ya no estaba. La busqué por todos los salones de segundo para recuperar su mirada después de tan largas vacaciones. Había un montón de niñas, pero no estaba Alma. Seguramente seguía en el turno de la tarde…
Pasé tres años sin verla y luego las cosas se complicaron aún más porque me cambiaron en 5° año a la escuela 25 de Mayo del centro de Minas y allí era imposible encontrarla.
A los 12 años entré al liceo. ¡Qué diferente a la escuela primaria! Un nuevo ambiente donde en los intervalos convivíamos los chiquilines de primero con los grandotes de preparatorios que nos parecían adultos y nos ignoraban por completo. El salón lo sentíamos ajeno y frío. Los bancos eran individuales aunque tan viejos como los de la escuela. No había nada pegado en las ventanas ni paredes y los profesores cambiaban con cada materia. Pero nos sentíamos más grandes de golpe y porrazo y eso hacía olvidar cualquier nostalgia por la escuela.
Recuerdo que en los viejísimos bancos había escrito de todo: mensajes, nombres, fórmulas de matemáticas, física, química y no faltaban los dibujos de todo tipo. Veíamos a los más grandes y experimentados (repetidores casi todos ellos) que raspaban el banco con una gillette y lograban hacer un espacio limpio para volver a escribir un nuevo mensaje o dibujo.
Imitando a los grandes decidí un día hacer lo mismo. Raspé con una gillette y logré hacerme un espacio donde escribí “¿Quién se sienta aquí?”
Así me quedé esperando a ver quién me contestaba del turno de la tarde o de la noche. Pasaron un par de días y no había respuesta. Pensé que los de la secundaria nocturna eran personas adultas que no se interesarían en esas tonterías porque atendían al profesor mucho más que yo, pero esperaba alguna respuesta del turno de la tarde.
Trabajé un poco más el mensaje haciéndole un marco más atractivo y nada…
“¿Este banco está vacío en la tarde?” escribí exprimiendo todo mi ingenio.
Pasaron un par de días y recibí la esperada respuesta en el espacio limpio que había dejado a esos efectos.
“No. Me siento yo”
¡Ahora sí! Ya no serían tan aburridas las clases de francés porque tenía un pequeño hilo para tirar de él y entretenerme.
-¿Cómo te llamas?
-No puedo escribir mi nombre porque sabrán quién raya los bancos.
Esta respuesta me pareció lógica aunque después un poco absurda porque los bancos daban lástima así que seguí comunicándome con otros temas. Le pregunté si era hombre o mujer y me contestó que mujer.
Luego seguimos con qué año cursábamos y que edad teníamos (los dos estábamos en primer año y teníamos la misma edad) y así fuimos explorando sobre gustos de materias, profesores y demás.
Yo insistía en saber su nombre pero mi compañera de banco de la tarde era inflexible y no soltaba prenda.
–No pongas tu apellido pero sí tu nombre.
Nada. Por más que preguntara no tenía respuesta a esa simple pregunta.
Pasaron varias semanas y el diálogo no aflojaba pero siempre anónimo. Hasta que una vez me decidí aprovechar mi ida por la tarde al centro de la ciudad para entrar al liceo e ir a ver quién era la chiquilina que se sentaba en mi banco.
Así lo hice y aproveché que los vidrios de la puerta del salón, aunque estaban pintados de blanco, siempre tenían algún pedacito de pintura raspada y se podía ver hacia adentro sin que el profesor lo notara.
Miré hacia mi banco y el corazón me dio un vuelco. ¡Era Almita! Allí estaba sentada la dueña de aquellos ojos inolvidables. Delgadita y bonita como siempre. Ahora con una túnica blanca sin almidonar y corbata azul.
Me tuve que recostar un momento en la pared del pasillo para recuperar el aliento y el fresco de mi cara que ahora hervía roja. Antes de irme volví a mirar y no había duda: era Alma.
Pasé varios días sin escribir en el banco. Sólo miraba y miraba la última comunicación y no me animaba a seguir escribiendo. “Y, ¿qué pasó que ya no escribes?” “Nada, lo que pasa es que ya sé quién eres tú.” “¿Ah, si?” “Sí. Te llamas Alma.” “No es cierto, no me llamo así.” “Vine al liceo por la tarde y te vi desde la puerta y te conozco bien.” “¿Ah sí? Y tú, ¿cómo te llamas?”
Jamás pensé que escribir mi nombre tuviera tanta trascendencia. Que cinco simples letras desencadenaran una reacción que no esperaba; que cinco letras rompieran tan bruscamente aquel encantamiento surgido en el primer banco de la escuela Las Delicias. ¿Podría la timidez ganarle la partida a ese sentimiento tan puro de niños? Claro que sí y por goleada.
Jamás volvió a escribir a pesar de mi insistencia. Ni yo me animé a volver otra tarde por el liceo. La timidez de los doce años vividos en aquella época, en aquel lugar de vida tan pueblerina –lo digo con inmensa nostalgia–, pesaba mucho para animarse a afrontar una frase más por parte de ella o para ir a verla en la tarde por parte mía.
Después la vida se encargaría de poner muchísimos años y distancia de por medio. Uruguay quedó lejos, Minas aún más. Pero esos obstáculos aparentemente insalvables no contuvieron el recuerdo; éste siguió intacto y renovado de aquella Almita que siempre se mantendrá así, niña, pura, con la túnica blanca y la moña azul, detenida en el tiempo de mi memoria, y su cabello crespo permanentemente enredado a estas letras.

Toluca, México, agosto de 2010

Cédar Viglietti
Escolar mexicana

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los orígenes políticos de mi padre (Tercera Parte)

Este blog es producto de un esfuerzo compartido con amigos que me estimulan, apoyan, aportan material y me revisan las notas para que tengan un mínimo de presentación. Así, entre muchos amigos, destaco a Francisco Aquino, a Mercedes con sus muy buenas fotos y a Fernando García a quien aún no tengo el gusto de conocerlo personalmente. Este joven uruguayo radicado en Marindia, en la Costa de Oro del Departamento de Canelones, un buen día se puso en contacto conmigo para enviarme un par de grabaciones que hizo mi padre antes de que yo naciera y que tendré el gusto de incorporar a este blog. También me acercó una nota salida en el semanario Marcha sobre las investigaciones de mi padre respecto al autor de la música del Himno Nacional de Uruguay que también compartiré con los lectores.
Ahora, mi amigo Fernando me envía un recorte de aquel prestigioso semanario uruguayo Marcha, donde mi padre firma –junto a diversas personalidades del país– una DECLARACIÓN: POR UN FRENTE AMPLIO el día 9 de octubre de 1970. Es importante recordar que el Frente Amplio de Uruguay se fundó 5 de febrero de 1971, lo que significa que este documento publicado en Marcha fue el primer paso formal y público para llamar a la creación de esta coalición política que hoy gobierna al pequeño país sudamericano.
Ver el nombre de mi padre junto a tan dignas personalidades me produce un gran orgullo –no puedo ocultarlo– y una gran satisfacción compartirlo con los lectores de este blog. Muchas gracias Fernando por este recorte tan significativo que engalana esta sencilla publicación virtual.

martes, 23 de noviembre de 2010

Orígenes políticos de mi padre (Segunda Parte)

Después de haberme desahuciado los médicos del Hospital Militar de Uruguay por severos problemas al nacer, mis padres volvieron a la ciudad de Minas (Uruguay) al no encontrar una solución por parte de los pediatras militares. Allí consultaron con el médico militar de la ciudad, el Dr. Fortunato Omar Estrada y éste les recomendó que me llevaran con el Dr. Godofredo Fernándes.
 
Este formidable pediatra con apellido de origen portugués (por eso la s final) no solo manejaba la medicina emanada de sus estudios universitarios, sino la utilización de hierbas y hojas que complementaban sus tratamientos. “Lástima que es comunista” decía la gente ganada por los prejuicios que durante tantos años la prensa grande (diarios y radios) difundía a los uruguayos.
 
Debo decir que el anticomunismo promovido en Uruguay es único. Lo pude comprobar en México donde la gente no tiene ese prejuicio. Los políticos de centro y derecha de Uruguay abusaron de la credulidad de la gente contando las historias más terribles de que “los comunistas se comen a los niños crudos” y “si llegaran al gobierno les quitarían los niños a la gente para mandarlos a Rusia o a Cuba” y demás locuras que penetraban –por increíble que parezca– en las cabezas de los ciudadanos.

Usted, amigo lector, creerá que exagero, pero así era. Siempre se sustituía la argumentación política contra la izquierda por la más burda mentira que diera miedo. El Cuco en Uruguay (Coco en México) era el comunismo. Y el Dr. Fernándes …era… era… comunista (así, en voz muy bajita porque es una mala palabra) … ¡ay mamita!

¿Cuántos niños minuanos recibieron la atención médica de Godofredo? Imposible saberlo. Fueron muchísimos. Si los niños eran pobres (la mayoría) no les cobraba la consulta a los padres. Allá iba con su viejo auto Ford del 46 (estoy escribiendo sobre los años sesentas, eh) a realizar las visitas a cualquier lugar, por difícil que fuera el acceso. Su humanismo, su sensibilidad y un ojo clínico infalible resolvieron los problemas de salud de numerosos niños minuanos.
 
A mí me salvó la vida con guaco (enredadera medicinal) y otras hierbas. Y naturalmente de aquellas visitas a mi casa aprovechó para hablar con mis padres e inducirlos a una visión política más amplia y menos prejuiciosa. A su vez la lectura del Semanario Marcha por parte de mi padre jugaba un importante papel para acercarlo a la izquierda y, naturalmente, el Partido Nacional hizo “méritos” al alejarse sistemáticamente de las causas de la mayoría de la gente y comprometerse exclusivamente con la gente de mucho dinero.

En las elecciones de 1963 mi padre votó a la izquierda por primera vez y desde ese momento no abandonó las posiciones progresistas hasta sus últimos días. Nunca se afilió a ningún partido, pero ya retirado de la vida militar fue candidato a diputado por el Departamento de Lavalleja por el Frente Izquierda de Liberación (coalición liderada por el Partido Comunista del Uruguay).

Días atrás, un periodista del Semanario Arequita de la Ciudad de Minas, Uruguay, tuvo la amabilidad de hacerme una entrevista por internet y allí le contaba de las actividades de mi padre en el ámbito militar. Transcribo una parte de mi respuesta donde toqué este tema:

Lo que no es muy conocido es su papel como militar en la entonces Región Militar N° 4, hoy División de Ejército. La dictadura militar uruguaya lamentablemente ensució mucho la labor de los militares, pero a comienzos de los años sesentas mi padre –siendo subjefe de esa región militar que comprendía Lavalleja, Maldonado, Treinta y Tres, Cerro Largo y Rocha– miró mucho por la tropa que siempre vivió en malas condiciones. Así dedicó los campos militares ociosos, como el de aviación que está sobre las costas del Santa Lucía al oeste de Minas, a la cría de ganado y a la agricultura para ofrecer a los soldados carne y verduras a precios de costo de producción. Recuerdo la inauguración de la carnicería y luego de una panadería en el Batallón N° 11 de la avenida Artigas. No se me olvidan tampoco las actividades que encabezaba para juntar fondos para que los niños de los soldados tuvieran juguetes en el Día de Reyes. No faltaron los enemigos de estos proyectos puestos en marcha por un hombre sensible y así empezó la leyenda negra del “Koljós de Viglietti”, amañada acusación de que su condición de “comunista” hacía daño al ejército. No tardaron en quitarle el puesto de Subjefe de la Región 4 y dejarlo sin actividades militares porque “se preocupa más por conseguir un tractor que un tanque de guerra”.



Cédar Viglietti Ledesma, Noviembre de 2010.

Los orígenes políticos de mi padre (Primera parte)

Ya hacían esas tibiezas tan lindas de octubre, después del largo invierno de 1958, cuando mis padres nos aleccionaron a mi hermana y a mí para que supiéramos que en unos días más le entregaríamos un ramo de rosas blancas a un señor que iba a pasar por casa.

Unos días antes habíamos acompañado a mi padre por Treinta y Tres y Cerro Largo en un viaje hasta la frontera de inspección por batallones del este del país, y recuerdo que en el viaje nos hablaba de un señor que se llamaba “Chiquito” Saravia y que había muerto por la zona donde pasaríamos. A mi hermana de siete años (un año más que yo) le había impresionado mucho la historia que mi padre nos contaba sobre la muerte de “Chiquito” Saravia.

Recuerdo vagamente que paramos en una cuchilla pelada y una simple cruz señalaba el lugar dónde habían matado a este personaje que mi padre admiraba mucho. Nos dijo que juntáramos muchas flores del campo para ponerlas en la cruz y así, con mucho entusiasmo empezamos a juntar muchas flores silvestres que abundaban por ese mes de octubre.

Mi hermana juntaba las flores sí con entusiasmo pero no con mucha alegría. Era toda seriedad. Cuando teníamos un buen montón las depositamos en la cruz donde mi madre las acomodó con cierta dignidad y de pronto mi hermana suelta un llanto incontenible.

–Pero Graciela, ¿por qué llorás?– le preguntó mi padre.

–¿Te pasó algo?– interrogó mi madre.

–Es que me da mucha lástima lo que pasó a este pobre niño– fue la respuesta empapada en lágrimas de mi hermana.

–Pero ¿a qué niño, m´hija?

–A este chiquitito Saravia que se murió aquí…

Mi padre tuvo que repetir en versión mejorada la clase de historia sobre uno los personajes más conspicuos del Partido Nacional (Blanco) para que mi hermana ya no sufriera más.

Estos fueron los orígenes políticos de mi padre, era blanco y herrerista, cosa no muy frecuente dentro de los militares de aquella época.

Finalmente llegó el día esperado de la entrega de las rosas blancas. Nos bañaron, peinaron y vistieron con ropa nueva y blanca que nos mantuvo sentados –para no ensuciarnos–hasta el momento preciso en que pasaría un montón de autos, camiones, tractores y ómnibus con banderas blancas. Se trataba de la “Caravana de la victoria” que venía de tardecita de Treinta y Tres y pasaría por Minas, entrando por el barrio Las Delicias. Alguien había preparado la escena porque de pronto un ómnibus muy adornado se para frente a mi casa que casi hacía esquina con la ruta 8 que une a Minas con Treinta y Tres. Se abre la puerta y baja un señor muy alto con el pelo y bigotes muy blancos y a él le entregamos el ramo de rosas blancas que mi madre había cortado de nuestro jardín. El señor se agacha y nos da un beso a mi hermana y a mí, y mira hacia mi casa donde mi padre de traje blanco de lino y mi madre de vestido blanco aguardan en el porche sin salir de casa. El señor levanta su mano y saluda con cierta discreción a mi padre quien le devuelve una leve inclinación de respeto y admiración pero conteniéndose por su carácter de militar en activo, situación que le imposibilitaba las actividades políticas.

Estallaron los aplausos de la gente, fundamentalmente los vecinos que entendían más que nosotros de aquel intercambio mesurado de saludos.
Mi hermana y yo, hinchados de orgullo, no cabíamos dentro de la ropa que sin entender mucho nos dábamos cuenta que habíamos hecho algo muy importante. Los años nos fueron dando justa dimensión de aquella acción: Luis Alberto de Herrera 1 había recibido las rosas y nos había dado un beso…



1 Los lectores que no son uruguayos deben saber que Luis Alberto de Herrera (Montevideo, 22 de julio de 1873 - 8 de abril de 1959) fue un político, periodista e historiador uruguayo, principal caudillo del Partido Nacional durante más de 50 años. Fue una de las principales figuras políticas de Uruguay en el siglo XX.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Hoy es el Día de la Música

La celebración de este día se realiza los 22 de noviembre por la tradición cristiana de recordar la muerte de una joven romana (Cecilia, año 232) convertida al cristianismo que muy poco –por no decir nada– tenía que ver con la música.
Una frase del acta de martirio que sufrió Cecilia perseguida y finalmente asesinada por Turco Almaquio, supuestamente hace referencia a que enfrentó el tormento cantando. Esa es toda la relación que tuvo Cecilia con la música. Sin embargo fue suficiente para que la posteridad la ligara a esta bella arte y se convirtiera en patrona de los músicos.
Lo importante es que muchísimos años después –prácticamente olvidado el martirio de la joven romana– el gran músico italiano Giovanni Pierluigi da Palestrina (c. 1525–1594) escribiera la Misa Santa Cecilia que dio paso a que muy diversos compositores escribieran obras en su honor. Se podría afirmar que Palestrina, Maestro de Capilla de la Sixtina, con su misa logró consagrar el 22 de noviembre como el Día de la Música.
Para los guitarristas resultan particularmente importantes las pinturas de Santa Cecilia tocando el láud (padre de nuestro instrumento), como la realizada por Carlo Saraceni (Venecia c.1570–1620) que ilustra esta nota. Saraceni, pintor de los inicios del período barroco, fue seguidor de la escuela de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1573-1610), quien también pintó varias obras con ejecutantes de laúd.

sábado, 13 de noviembre de 2010

SUCEDIÓ EN URUGUAY

La Justicia dispuso el procesamiento con prisión del primer militar en actividad, por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura: el general Miguel Dalmao fue enjuiciado ayer por la muerte en torturas de Nibia Sabalsagaray, en 1974.

No fue suicidio, fue un crimen: "Sometida a diversos tormentos, la detenida falleció"

El juez Penal de 10º Turno, Rolando Vomero, dispuso ayer el procesamiento con prisión del general Miguel Dalmao y el coronel (r) José Nelson Chialanza como "coautores" de un delito de "homicidio muy especialmente agravado", en el marco de la indagatoria penal por el crimen de la militante de la UJC, Nibia Sabalsagaray, el 29 de junio de 1974.

(Fragmento tomado hoy, 9 de noviembre de 2010, de la página web del diario uruguayo La República,
http://www.larepublica.com.uy/)

*
Nibia Sabalsagaray

Acabo de escribir esta segunda nota sobre los orígenes políticos de mi padre cuando me entero del procesamiento del general Miguel Dalmao, Jefe de la División de Ejército IV con asiento en Minas, y del coronel (retirado) José Nelson Chialanza por el asesinato de la joven maestra de literatura Nibia Sabalzagaray en 1974.

Conocí a Nibia porque fuimos compañeros de militancia en la Unión de la Juventud Comunista (UJC), integrante del Frente Amplio desde su fundación en 1971. Por cierto el Frente Amplio gobierna a la República Oriental del Uruguay desde el año 2005 luego de haber triunfado en dos elecciones democráticas.

El primero de mayo de 1974, en plena dictadura militar, la UJC participaría en una manifestación de los trabajadores en Montevideo en conmemoración de las históricas luchas de la clase obrera. No era fácil manifestarse en aquellos momentos cuando las fuerzas represivas estaban atentas a suprimir cualquier intento de exteriorizar el descontento de la gente ante la falta de democracia.

Se decidió hacer dos manifestaciones simultáneas para evitar concentraciones muy visibles que facilitaran la represión. Una de ellas fue en La Unión, barrio atravesado por la avenida 8 de Octubre, al noreste del centro de la capital uruguaya.

En aquel tiempo yo tenía una pequeña motocicleta que me ayudaba mucho a moverme por la región este de Montevideo y decidí dejarla guardada en la casa de mi abuela paterna que por aquel entonces vivía en la avenida 8 de Octubre y Belén, en pleno barrio de La Unión. Le expliqué a mi abuela que volvería al rato por la moto y que iría a una manifestación a unas 5 o 6 cuadras de allí.

La manifestación fue duramente reprimida con palos, gases y detención de trabajadores y jóvenes en general. En medio de las corridas, buscábamos salir de la avenida 8 de Octubre por calles aledañas pero allí estaban esperándonos las camionetas de la Guardia Metropolitana para atraparnos y subirnos a ellas. Acorralado y gaseado me encuentro con Nibia y Ofelia Fernández, compañeras y muy amigas que con pañuelos trataban de taparse la nariz para no aspirar los gases lacrimógenos. Ellas me preguntan para dónde ir, suponiendo que tendría una respuesta por conocer mucho esa zona. Lo único que se me ocurrió fue volver a 8 de Octubre e ir a la casa de mi abuela a refugiarnos hasta que pasara el disturbio.

Corrimos hasta la avenida nuevamente, sin que nos atraparan porque el operativo policial estaba pensado para detener a los manifestantes que salían a las calles laterales. Llegamos a la casa de mi abuela y entramos como bólidos, tosiendo y con los ojos irritados por el gas. Mi abuela no entendía lo que pasaba y traté de explicarle que la policía no nos dejaba manifestarnos, pero una sordera muy avanzada no ayudaba a comprender mucho lo sucedido. Le presenté a mis compañeras, Ofelia –casi recibida de médico– y Nibia –profesora de literatura– que le dieron sendos besos con gases lacrimógenos…

Mi abuela preparó té con galletitas y pasamos un buen rato charlando con ella. Estaba encantada con las jóvenes que acababa de conocer porque tenían “mucha distinción y fueron muy amables”, así me dijo al otro día que volví a su casa.

Pasado el momento represivo y ya tranquila la zona, Ofelia decidió irse por sus propios medios y yo llevé en la motocicleta a Nibia hasta el barrio Parque Rodó de la ciudad. Fue la última vez que la vi. Menos de dos meses después muere asesinada en el Batallón de Comunicaciones N° 1.



Nibia en primer plano y Ofelia detrás, con el puño en alto.
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Hoy leo en un diario de Uruguay: “En el Ejército, la noticia de los procesamientos (en particular de Dalmao, quien se encuentra en actividad) cayó "muy mal", aseguraron a El País fuentes castrenses.”

¿Qué cayó mal en los militares? Creo, en realidad, que algunos cuadros veteranos del Ejército, pretenden diluir sus responsabilidades en crímenes injustificables desde cualquier punto de vista, en el conjunto de las fuerzas armadas cuya mayoría no participó en aquellos acontecimientos. ¿A quién le puede caer mal que se depuren las fuerzas armadas de integrantes que ensuciaron el uniforme con crímenes atroces? Mi padre, militar del arma de infantería, siempre me enseñó a respetar al Ejército y a sentirse orgulloso de él. Me hablaba del espíritu artiguista de las Fuerzas Armadas (en referencia a José Artigas, héroe nacional fundador del Ejército uruguayo) y, créanme, sentía yo un gran orgullo del uniforme que él llevaba.
Jamás oí de mi padre que Artigas torturara o asesinara a los prisioneros. Recuerdo cuándo me explicó que Artigas dijo, luego de la feroz batalla de Las Piedras contra los españoles, “Clemencia para los vencidos, curad a los heridos”. Tampoco me contó que Artigas esperara a que una mujer embarazada tuviera a su bebé para luego matarla y robarle el hijo. Nunca me dijo que Artigas hiciera desaparecer a los detenidos. Jamás me contó de cobardías tales. Me hablaba de hechos heroicos, del respeto por el enemigo vencido, de la valentía de los soldados orientales (recuerde, amigo lector, que el nombre oficial del país es República Oriental del Uruguay).

Fueron pocos los militares que ensuciaron esa tradición artiguista y que llevaron al resto del Ejército por caminos equivocados que nunca volverán a recorrerse. No importa la cizaña del diario El País, siempre tan mal intencionado y dando espacio a lo poco malo y abyecto que queda dentro de las Fuerzas Armadas sin hacer un comentario condenatorio.

Sépanlo los jóvenes militares uruguayos: Nibia era una hermosa muchacha que jamás portó un arma; que jamás le hizo daño a nadie; que nunca se apropió de un bebé ajeno; que jamás robó en una casa en medio de un allanamiento, que jamás le puso una capucha a nadie para que luego no la reconocieran por algún acto deshonroso.

Y tenía 24 años…