jueves, 16 de diciembre de 2010

El maestro

Esa mañana se le había hecho tarde a Mario que apresuradamente subía las bombas de agua a su camioneta para ir a entregarlas a Río Branco. Le gustaba hacer ese recorrido porque aprovecharía a cruzar la frontera hasta Yaguarón y comprar varias cosas del lado brasileño. Se le hacía agua la boca pensando en lo barato que estarían los reeles Mar y las cañas de pescar de fibra de vidrio Mazaferro y los anzuelos y las tanzas... También pensaba en su mujer que le había encargado un juego de sábanas y toallas. A los gurises (1) les llevaría championes (2), ticholos (3)  y rapadura (4).
            A las siete de la mañana arrancó finalmente de Treinta y Tres aprovechando lo recto de la carretera para ir tomando unos mates amargos en el camino. Siempre se lamentaba Mario de no llevar acompañantes para conversar y compartir los colores y sabores de cada amanecer. Comentar sobres las perdices y las liebres que se cruzan por la carretera; las enormes y ruidosas bandadas de canarios de la sierra; los ñandúes picoteando indolentes entre los pastos o los bichitos de luz que pueblan las noches de verano.
            A las ocho y cuarto el mate ya le había dado hambre pero faltaban unos cuantos kilómetros hasta que apareciera algún boliche donde comer algo.
            A su derecha, Mario ve llegar la ruta noventa y uno que se une a la diez y ocho que transita y pasa por una gomería (4) y toca un lápiz de madera (sin patas) para que no vaya a pinchar alguna rueda de la camioneta. Unos metros más adelante aparece una persona haciendo dedo. “Vamos a darle una mano a este cristiano” se dice Mario mientras pisa el freno. Se pasa unos metros del hombre que ya corre en pos de la camioneta y aprovecha a evaluar la pinta del tipo para evitarse una desagradable sorpresa. Ahí viene corriendo con cierta torpeza el hombre que carga una voluminosa mochila.
–¡Diga don... ¿me lleva hasta el paraje de Los Molles, un poco antes de Rincón?!
–Suba, suba... No ahí no. Venga conmigo aquí adelante así aprovecho a conversar que vengo aburrido...
            Deja el hombre la pesada mochila en la caja de la camioneta y sube agitado a la cabina.
–¡Muchas gracias, señor! ¿Hasta dónde va?
–¡Huuy! Voy hasta Río Branco... y pienso cruzar a Yaguarón.
–Ah... ´ta bien. No... yo nomás voy hasta aquí... un poco antes de Rincón.
Mario ya se sentía acompañado y contento por la presencia del veterano y para que no se cortara la conversación le pregunta: “¿Y qué va hacer por ahí, don?”
–Bueno... soy maestro de la escuela de ahí. Vivo en Vergara pero de lunes a viernes vivo en la propia escuelita.
–Hum... maestro rural. ¡Qué bien! ¿Y siempre hace dedo para llegar hasta la escuela?
–La verdad que sí. Con lo que gano no me da para comprarme ningún tipo de vehículo y casi no pasa ómnibus por aquí. Y no sabe las veces que nadie me levanta y tengo que recorrer estos siete kilómetros a pie. Hasta la gomería siempre llego porque en Vergara me conocen y algún camionero me deja ahí antes de desviarse por la otra carretera.
–Y oiga don... perdone, ¿cómo se llama usted?
–Juan Antonio Rotella, a sus órdenes.
–Gracias. Oiga, don Juan, y ¿por qué algún vecino de Los Molles no viene a buscarlo hasta la gomería? Además mire la mochila pesada que lleva.
–Son los cuadernos de mis alumnos que me los llevé a corregir. Hoy se los devuelvo. La verdad es que los vecinos nunca se han ofrecido a venir por mí. Pero mire, ya estoy acostumbrado a caminar...
Mario se conmovió por las expresiones de don Juan y calculaba el sueldo que debería recibir por sus esfuerzos; estaba seguro que sería una miseria por sí mismo y aún más frente a una vocación como ésta.
–¿Y cómo es posible don Juan que a su edad usted aún sea maestro rural y no esté en una escuela de Vergara?
–Es que en estos lugares la vida nos es fácil para las muchachas recién recibidas, que son la mayoría. ¡Tantas veces he visto en escuelas cercanas de por aquí a maestras defenderse a punta de escopetas o rifles! En los arrozales cercanos hay muchos peones bayanos y cuando se les cruza la soledad con el alcohol arremeten contra las muchachas solas. Diga que la gente les arrima algún arma para defenderse... Por todas estas cosas yo me fui quedando y aquí me tiene. ¿No quiere un cigarrito, señor? Es todo lo que puedo ofrecerle...
–Bueno, pero lo dejo para más adelante –Mario tomó un cigarrillo brasilero y se lo metió en el bolsillo de su camisa.
A lo lejos ya se ven unas pocas casas tiradas entre los pastos.
–¿Allá es Los Molles, don Juan?
–Si señor, allá es.
–La escuela está allí ¿no?
–Bueno... muy cerca, a unas veinte cuadras. Por eso ya déjeme por aquí que corto camino por este campo.
–¿No prefiere quedarse en las casas?
–No, no. Aquí es mejor, gracias.
La camioneta se detiene y el maestro baja su mochila de la camioneta. Por la ventanilla Mario le pregunta dónde puede comer algo.
–Allí en Los Molles hay una pulpería de las de antes donde puede comer. ¡Muchas gracias, señor!
–¡Adiós y buena suerte don Juan!
Mario recorre unos ochocientos metros y llega finalmente a Los Molles. No es pueblo, no es villa, ni poblado. Es un paraje, nada más. Unos eucaliptos añosos y un ombú petisón señalan la pulpería, especie de almacén de ramos generales donde dan de comer charque, chorizos, huevos, arroz y papa hervida.
“¿Quiere un poco de pirón, señor?”, ofrece un gauchito flaco que atiende el almacén. Mario nota la cercanía de la frontera brasileña por el uso de la fariña (5) en la comida y acepta gustoso el ofrecimiento.
Mientras come, Mario entabla conversación con el dependiente sobre el tiempo y otras yerbas. Todos los presentes –que no son pocos– ponen atención a lo que se habla y poco a poco intervienen con algún comentario.
–Ustedes son todos de por acá ¿no? –interrumpe Mario los comentarios sobre el estado de la carretera. Todos aceptan cabeceando con orgullo y cierta desconfianza.
Y arremete con el tema que le rondaba en la cabeza:
–Me imagino que están conformes con la escuelita de aquí, ¿no? Entonces, ¿por qué no le dan la mano al maestro para que no camine tanto y...  –con un gesto un paisano alto lo interrumpe.
–Pare don... ¿de qué escuela ´tá hablando usted?
–Cómo de qué escuela. De la que está ahí atrás.
–Esa escuela ´tá cerrada hace tres años porque no tiene maestro. El último, don Juan Antonio Rotella –que en paz descanse– murió atropellado en la carretera y no han mandado otro.
Con mano temblorosa Mario sacó el cigarrito brasileño del bolsillo de su camisa y lo miró largamente con el ceño fruncido. Lo encendió despacito mientras su mirada se perdía en el paisaje de la frontera.

                                                                       Cédar Viglietti  (México, 1998)

           
(1)    Plural de gurí , palabra de origen guaraní que significa niño.
(2)    Calzado deportivo.
(3)    Dulce de plátano o banana.
(4)    Piloncillo, jarabe deshidratado del jugo de la caña antes de hacer el azúcar.
(5)    Voz portuguesa para señalar la harina de mandioca.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Noche de paz, noche de amor

Quienes tocamos la guitarra siempre hemos tenido un particular gusto por la composición Noche de Paz que se ha transformado en un verdadero ícono de las fiestas decembrinas. Y no es para menos porque el autor de la música fue el austríaco Franz Gruber, guitarrista casi heroico que ante la enfermedad del maestro de capilla de la iglesia del pequeño pueblo de Oberndorf y la rotura del órgano, recurrió a sus seis cuerdas y compuso en horas una melodía que prácticamente no gustó a nadie en ese momento pero que la posteridad hizo célebre.

La leyenda dice que Gruber con su guitarra acompañó al coro que la interpretó y que frustrado por no haberle gustado a los feligreses su composición arrojó la partitura y ésta quedó escondida en un viejo órgano de la iglesia de San Nicolás hasta que muchos años después, al repararse el instrumento, se encontró la partitura original y que al interpretarla nuevamente tuvo un éxito extraordinario.

Suena bien la historia promovida en 1909 por una publicación norteamericana, pero no tiene ninguna exactitud histórica porque investigaciones recientes de la vida de Franz Gruber y del sacerdote Joseph Mohr, autor de la letra, revelan que las cosas no fueron como creíamos y que la guitarra –supuestamente de Franz– protagonista heroica que salvó la situación de esa Navidad, en realidad jugó un papel importante pero en otras manos…

Franz Xaver Gruber nació el 25 de noviembre de 1787 en Unterweizburg, en la localidad de Hochburg, en la región del río Inn de la Alta Austria. Fue el quinto de seis hijos de los tejedores de lino, Josef y Maria Gruber. De Franz se esperaba que aprendiera el oficio de su padre, cosa que hizo, pero muy pronto la música cambió su destino. El maestro y músico de la escuela Hochburger, Andreas Peterlechner, impulsó su talento de niño y le dio las primeras lecciones de música. A los 18 años dejó el tejido familiar y estudió la carrera de maestro de primaria que en aquella época incluía la oportunidad de servir como organista en la iglesia local.

Simultáneamente estudió música con el organista de la iglesia de Burghausen, Georg Hartdobler y el 12 de noviembre de 1807 obtiene su primer puesto como maestro de escuela y organista de la capilla de Arnsdorf. Poco tiempo después asumió, sin tener el nombramiento formal, el puesto de organista de la capilla recién construida del poblado vecino de Oberndorf. Allí conoce al sacerdote Joseph Mohr, guitarrista él, quien había escrito la letra para un villancico Stille Nacht, heilige Nacht (Noche de paz, noche de amor).

El propio Joseph Mohr le pide a Franz Gruber, la tarde de la Nochebuena de 1818, que compusiera la música para ese villancico pero para ser acompañada en guitarra en tanto reparaban el órgano de su iglesia. Este sacerdote tocaba la guitarra y el violín y buena parte de su vida se la había ganado interpretando estos instrumentos, pero reconocía en Gruber a un compositor de mayor solidez y mejor preparación por lo que confiaba que con tan poco tiempo pudiera escribir una música adecuada para sus versos.

Gruber lo logra y esa misma noche, con apenas tiempo para un ensayo, los dos acordaron que Mohr tocaría su guitarra y cantaría la voz de tenor mientras que Gruber cantaría la del bajo. El coro de la iglesia se uniría en el estribillo.

Así, la noche del 24 de diciembre de 1818 se oye por primera vez la célebre canción tocada en la guitarra del sacerdote Joseph Mohr y que el propio Gruber la consideró como “una composición simple”.

Posteriormente Gruber hizo diversos arreglos para órgano, cuerdas y otros instrumentos de este villancico y logró alcanzar una importante fama inicial, aunque Joseph Mohr nunca se enteró de ello porque al morir el 4 de diciembre de 1848 la canción aún no había conquistado al público. Franz Gruber fue parcialmente reconocido años después de la muerte de Mohr, ya que vivió hasta el 6 de junio de 1863.


Artículo basado en los libros:
“Franz Xaver Gruber. Sein Leben” de Josef Muhlmann
“Stille Nacht, Heilige Nacht! Das Weihnachtslied - es wie entstand und wie ist a wirklich" de Max Gehmacher
Y en la página de la Stille Nacht Gesellschaft (Sociedad Noche de Paz) http://www.stillenacht.at/

lunes, 6 de diciembre de 2010

Historias que no son cuentos

Historias que no son cuentos son pequeñas crónicas que intentan dar a conocer hechos vividos a partir de 1968 y así mantener viva la memoria de las luchas juveniles contra el autoritarismo de aquellos años.


Cuando los comunistas tomaron Minas…


Era el año de 1968 y recuerdo que no eran más de diez muchachos decididos y organizados. Ya sabían que el nuevo embajador de Estados Unidos en Uruguay, Mr. Robert Sayre, iba a llegar a Minas así que tomaron todas las previsiones para darle una bienvenida a la altura de su representación.
Este personaje norteamericano pertenecía a esa generación de “diplomáticos” que era mejor perderlos que encontrarlos, porque fueron verdaderos asistentes de la desestabilización de gobiernos democráticos o asesores políticos para sostener e impulsar gobiernos autoritarios en América Latina. Luego de estar desde agosto de 1968 a octubre de 1969 como embajador en Uruguay marchó a la misma función a Panamá, centro operativo de los cursos para militares sudamericanos en las bases gringas cercanas al canal, donde estuvo desde 1969 a 1974. (1)
Dicho sea de paso: ¿cuántos militares uruguayos perdieron allí parte de su dignidad en cursos de contra insurgencia (léase contra la gente que pensaba distinto)? ¡Qué lejos estaban estos cursos del ideario artiguista(2) que debió siempre ser el norte de las fuerzas armadas uruguayas!
Pero volvamos a nuestra historia. ¿Qué impulsaba a estos jóvenes entre 16 y 18 años a montar un verdadero operativo propagandístico para que el embajador americano y las autoridades locales no olvidaran que en Minas también había gente que tenían dignidad nacional y que además defendía a Vietnam? En buena medida era el rechazo ante la guerra injusta y cruel que sufría ese país asiático; las energías juveniles que desata el idealismo libertario; y la necesidad de expresión en un tiempo en que ésta no abundaba.
Mr. Sayre acababa de asumir su puesto de embajador y a través de una gira por el interior del país pretendía empaparse de la geografía y costumbres de este pequeño país perdido en el mapa y así intentaría entender la idiosincrasia de esa gente que tantas molestias daba.
Dos muchachos se habían pasado toda una tarde en un galpón recortando letras de goma de una cámara de auto para luego pegarlas invertidas sobre un rectángulo de madera que haría las veces de un gran sello pudiéndose imprimir mariposas una por una con este primitivo pero efectivo sistema. Soñaban con una imprenta o un mimeógrafo pero los recursos escaseaban como para pensar en esas posibilidades así que con paciencia y tenacidad lograron tener miles de pequeños papelitos impresos con consignas contra el visitante imperial.
Mientras tanto las muchachas convencieron a una de sus madres para que les ayudara a coser una bandera de Vietnam que se colocaría en el gran mástil que había en un cerro, cerca de la embotelladora Salus, a la entrada de la ciudad de Minas.
La noche antes de la llegada del embajador los muchachos fueron subrepticiamente hasta el cerro, evitando encontrarse con la policía o con algún admirador de los norteamericanos y terminar en las celdas de la comisaría de la Plaza Rivera. Casi todos los muchachos ya habían estado detenidos por acciones de propaganda (lanzar volantes, pintar muros, etc.) por lo cual eran muy conocidos en la pequeña ciudad de Minas, con apenas 35,000 habitantes, que se resistía a perder su calma provinciana y conservadora. Dejaron el auto a la orilla de la carretera y comenzaron a subir el cerro tropezándose en la oscuridad con la maleza y los pequeños arbustos. El corazón se les agitaba por el esfuerzo y por la emoción que los embargaba ante esta inédita operación.


¡Tan cerca que parecía el mástil y nunca llegaban! Y es que en realidad estaba muy lejos de la carretera pero su colosal tamaño lo hacía ver cerca. Pero no había obstáculo alguno que detuviera las intenciones de esas muchachas y muchachos. Cuando llegaron al mástil se dieron cuenta de las reales dimensiones de éste: dos personas no alcanzaban a rodearlo con los brazos.
Con muchos esfuerzos colocaron la casi invisible (por pequeña) bandera de Vietnam que jamás vería Robert Sayre ni nadie. Pero ahí estaba, como un símbolo de dignidad, sacudida por el viento de la sierra.
De regreso a la ciudad se aprontaron para salir en parejas y pintar los muros de la ciudad. “Vietnam sí, yanquis no”, “Fuera yanquis de Vietnam” y “Fuera Mr. Sayre” empezaron a gritar las paredes en el silencio de la noche de invierno.
A la mañana siguiente dos compañeras se dispusieron a tirar las mariposas en las cercanías de la Intendencia Municipal donde se celebraría la recepción al embajador americano por parte de la máxima autoridad del departamento.
Poquísima gente se había arrimado a este evento pese a las continuas invitaciones del Intendente Municipal a través de las radioemisoras locales. Seguramente la simple indiferencia ante tal visitante era la principal causa de la ausencia de minuanos, por lo que los funcionarios municipales salieron desesperados, a último momento, a invitar gente por las calles aledañas para lograr un mínimo de público que salvara el acto. Precisamente abordaron a las dos jovencitas que se acercaban con los volantes escondidos y con mucha insistencia las invitaron a pasar a la casa del gobierno departamental. Las muchachas se asombraron ante una invitación tan cordial y oportuna que no esperaban y sin dudarlo entraron al salón donde se realizaría la ceremonia.



Con mucha pompa y poco público el Intendente del Departamento de Lavalleja arrancó con un discurso de bienvenida donde con encendidas palabras intentaban calentar el frio acto de recibir a un tipo que seguramente con pocas ganas había llegado hasta ese puebluchou.
Las muchachas sonrientes y calmadas se fueron acercando al estrado donde estaban los micrófonos de la Intendencia y de una de las emisoras de radio locales que trasmitía la ceremonia de bienvenida. A dos pasos de las autoridades esperaban a que hablara el embajador, quien les sonreía en típico gesto de intentar caerles bien. Los gruesos abrigos invernales sujetaban a los cientos de mariposas aún mudas que esperaban soltarse para gritar sus consignas.
Ahora fue el turno de Mr. Sayre para enviar unas palabras a los minuanos con ese acento tan simpático de los americanos. Las sonrisas de las muchachas militantes era un imán para el yanqui que parecía dirigirles a ellas su discurso. No faltó el agradecimiento “a la juventud minuana aquí presente”, instante preciso que  impulsó a las jóvenes a sacar de pronto las mariposas que con arrojo y total desparpajo lanzaron a la cara del funcionario americano.
¡Qué caos! Se interrumpe el discurso, los guardaespaldas del embajador se precipitan a proteger a su jefe, el intendente no entiende nada hasta leer una octavilla, los funcionarios miran sorprendidos aquel desorden, la radioemisora interrumpe la trasmisión y unos pocos policías reaccionan deteniendo a las muchachas que intentaban irse. Hay gritos, órdenes y contraórdenes que no atinan a resolver rápidamente la situación que los tomó por sorpresa.
Mientras recomponen el evento, juntan las mariposas y retoman con muchas dificultades las sonrisas de ocasión, alentándose invitados y anfitriones con el clásico “aquí no ha pasado nada….”, el Jeep policial parte raudo desde la Intendencia Municipal con las dos muchachas detenidas rumbo a la comisaría de la Plaza Rivera. El camino, como es lógico, pasa por la calle Rodó hasta Treinta y Tres, pasando por la Plaza Libertad, corazón del centro minuano.
Una de las muchachas advierte que en un bolsillo le quedaron varias mariposas y discretamente se las reparten y las van tirando por los agujeros de la lona del Jeep. Precisamente ocurre este hecho cuando pasan frente a la Confitería Irisarri, al Café Oriental y demás comercios emblemáticos de la ciudad serrana.
Hay que imaginar el cuadro: en una ciudad donde nunca pasaba nada y el único vehículo policial de Minas arrojaba volantes “subversivos” por el centro de la ciudad… Por ello fue famoso el comentario de Jorge, “el Gordo” Diano que al recoger unos volantes sentenció irónico a los asistentes del Café Oriental: “¡Muchachos! ¡Los comunistas tomaron Minas!”

Cédar Viglietti

(1)    Al respecto, recomiendo ampliamente la lectura de El programa de asistencia policial de la AID en Uruguay (1965-1974) de la historiadora uruguaya Clara Aldrighi en el sitio http://redalyc.uaemex.mx/pdf/1346/134612638010.pdf  de la Universidad Autónoma del Estado de México.

(2)    Referencia al héroe nacional uruguayo José Artigas.
  

martes, 30 de noviembre de 2010

Atilio Rapat, el gran maestro de la guitarra.

Tenía 13 años cuando asistí a clases de guitarra con el Maestro Atilio Rapat. Mi padre me acompañó a la primera clase para que aprendiera a llegar a la esquina de Av. Italia y la calle Comercio (hoy mariscal Solano López) de la ciudad de Montevideo, y luego volver a Minas. Así iba cada quince días por lo caro de los pasajes.
Rapat vivía en un pequeño apartamento interior de la calle Comercio en el barrio del Buceo al que se llegaba por un pasillo oscuro. Al tocar el timbre abría su esposa, una joven señora muy amable. Tenían una hija, Celina, que en aquel entonces era una niña de unos seis años. Todo se veía muy ordenado hasta que uno abría la puerta del cuarto donde daba las clases el maestro. A partir de allí comenzaba el desorden y se podía encontrar cualquier cosa entre partituras, botellas vacías, botellas medio llenas, frascos, matraces, tubos de ensayo, un par de rifles colgados de la pared, una piel de jaguar y una garra disecada, diarios y revistas amontonados, libros y muchas cosas más. En el suelo su infaltable caja de zapatos donde metía, desordenadamente y sin contar, el dinero de las clases. Nos preguntaba si tenía que darnos cambio y confiaba absolutamente en la respuesta nuestra.
En medio de todo esto el maestro estaba sentado en una de esas sillas cónicas con estructura de hierro y el cuero atado con tiras delgadas que estuvieron de moda en Uruguay. Flaco, de melena canosa, con unos lentes de armazón marrón rota, muchas veces atada con hilo de algodón para sostener el lente. Él veía por entre los hilos y allá a las cansadas los mandaba a arreglar.
Químico aficionado hacía experimentos para buscar alguna sustancia que necesitaba. Con mucho cuidado pesaba en una minúscula báscula el polvo que metería en un tubo de ensayo para luego tomar un matraz y agregar algún líquido. En sus piernas sostenía un pesado tratado de química que lo guiaba en este quehacer.

–Hola, ¿Qué decís? ¿Cómo está tu padre? Y Minas, ¿siempre igual? ¿No han salido a cazar?

Le daba las pocas novedades a las cuales ponía mucha atención y le encantaba que le contara de las cacerías y pesquerías.

–Este muchacho caza en serio, eh– le decía al alumno que había llegado antes.
–Con su padre cazan y pescan mucho y no es broma. Contale lo que cazan con tu padre. Tienen perros muy buenos. Contale, contale.

El maestro complementaba mis cuentos medios mentirosos con otros donde me ponía de testigo de cosas exageradas. Al hablar nos metía en un puño. Bajaba la voz y con sus ademanes creaba un clima de máxima atención que nos atrapaba. Como si estuviera en el monte nos contaba que una noche mientras comían un asado a la orilla de un río tiraban los huesos a la oscuridad donde sólo se veían los ojos brillantes de los pumas iluminados por la fogata.

–Oíamos el crujir de las costillas cuando los pumas las masticaban… trac, trac.

Siempre lo defraudaba un poco cuando me preguntaba si no había visto los pumas en las noches del Cebollatí, ese magnífico río que pasa al este del Departamento de Lavalleja. Él sabía que íbamos con mucha frecuencia a pescar y cazar con mi padre a ese río, pero yo nunca vi un puma porque ya no había desde hacía más de cien años. Los únicos ojos que brillaban en la noche eran los de algún perro que se acercaba al fogón con el olor del asado. Pero para no defraudarlo del todo confirmaba la presencia de ojos relucientes que suponíamos eran de pumas…
Hablaba de campamentos donde había estado de cacería pero nunca supe de que realmente hubiera ido concretamente a algún lugar. Seguramente habría sido en su juventud. Tenía muchas ganas de ir pero cuando mi padre me decía que lo invitara a una de nuestras salidas a cazar, por distintas razones declinaba la invitación. Él iba con su imaginación y a través de la lectura. Amaba la naturaleza y envidiaba mi suerte de realizar con mi padre tantas salidas al campo en los alrededores de Minas.
No había silencios con Rapat. Gran conversador, siempre nos contaba algo referido a la guitarra y a muchas otras cosas de la vida silvestre y del universo. No nos miraba de frente sino que ponía su cabeza de tal modo que casi nos hablaba de medio perfil. Era de admirar sus dedos de la mano izquierda que terminaban aplastados de tanto apretar el diapasón de la guitarra. Se parecían a las patitas de algunas ranas arborícolas cuyos dedos son aplastados para sujetarse de las hojas y ramas. El pulgar de la mano derecha lo tenía completamente curvo hacia arriba de tanto tocar las bordonas y amarillo de agarrar tanto cigarro.

–¿Querés una pastilla de menta?

Las pastillas de menta eran infaltables en la pequeña mesita que tenía delante. Todos sus alumnos terminábamos adictos a las pastillas de menta de la marca que comía Rapat. Así de vigorosa era su influencia sobre nosotros.
Tiempo sin fotocopiadoras, Rapat ocupaba buena parte de la clase a escribir de memoria las partituras más complicadas en el cuaderno de música de cada alumno. Con la guitarra a su costado, casi no recurría a ella, sino que con la mano izquierda en el aire imaginaba la digitación que anotaba con bolígrafos de distinto color. Sus digitaciones eran infinitamente pensadas. Rigurosas hasta decir basta. Nada lo apuraba en el afán de cada dedo de la mano izquierda y también de la derecha fuera el más adecuado en la sucesión de los sonidos que debían producir. Podía tocar cualquier pasaje complicado con algunas de sus eternas Bic de colores entre sus dedos de la mano derecha.
Las clases duraban mucho porque nos gustaba quedarnos a escuchar la clase del que seguía. Las únicas interrupciones eran la entrada de un nuevo alumno o de su esposa:

–Atilio, necesito plata para comprarle algunas cosas a Celina.

Rapat metía la mano en la caja de zapatos y sacaba un manojo de billetes.

–¿Te alcanza?

Rápido la despachaba. No le gustaba mucho que lo interrumpiera.

Después de mandarnos estudios de Carcassi, Sor, Aguado, de pronto nos daba una partitura intocable como la Canzonetta de Mendelsshon o La Catedral o el Estudio de Concierto de Barrios que nos hacía crujir los huesos.
–Van a ver que después todo les parecerá más fácil– nos decía para consolarnos y así nos ponía a prueba para ver si dábamos el ancho, como dicen en México.

Transcribo a continuación algunas líneas que mi padre le dedicara a Rapat en su libro Origen e historia de la guitarra  en 1976:

“Atilio Rapat es considerado uno de los más grandes maestros de la guitarra, consideración que rebasa fronteras, pues hemos visto extranjeros que, pese a tener buenos conocimientos, acuden a completarlos a su casa del Buceo, atraídos por su fama –inclusive cantantes que procuran mejorar sus acompañamientos guitarrísticos.
Fue en su época –y pudo seguir siéndolo con sólo proponérselo– una de las guitarras mejor dotadas; pero una bohemia incorregible le hizo tañer únicamente, exclusivamente para su propio goce, y no por egoísmo sino por temperamento.”

Atilio Rapat nació en Montevideo en 1905 y murió en su ciudad el 18 de julio de 1988.


jueves, 25 de noviembre de 2010

Un cuentito minuano

Alma

A mi hija Anahí

La conocí en marzo de 1958 cuando se sentó conmigo en el banco de la escuela “Las Delicias” compartiendo aquella tarde de inicio de clases de primer año de primaria.
Era bien delgadita, con labios como permanentemente delineados que sostenían una pequeñísima nariz respingada. Parecía una muñeca acabada de vestir con la túnica impecablemente blanca y almidonada, una moña azul en el cuello y otras blancas pequeñas en la cabeza que sujetaban la rebeldía de su pelo crespo. Muy bonita era Alma.
Al segundo día de clases no hacíamos más que mirarnos y sentirnos encantados de compartir el primer banco de aquella clase de la maestra Pochocha. Y aquello era todo. No nos hablábamos porque la implacable timidez de ambos cerraba decidida el paso a cualquier palabra. Con mirarnos nos bastaba.
El miedo de ir por primera vez a la escuela sin previo pasaje por jardinera, ya que en esa época no había, se diluía por encontrar a Alma sentadita en ese primer banco de la fila del medio.
Recuerdo que cuando la maestra Pochocha nos hablaba de la importancia fundamental de los palotes y ceros Almita recostaba su cabeza en mi hombro y yo con los escasos 6 años de entonces me sentía el hombre más importante y feliz de la tierra por sostener a aquella muñequita. Un día entró otra maestra y observó aquel tierno cuadro y vi cuando le hizo una seña a nuestra maestra y con la mirada la interrogó: “¿Y eso?” Pochocha se sonrió cómplice con nosotros que no sentíamos la menor vergüenza de aquel acto tan puro e inocente.
Los recreos se pasaban, en mi caso, corriendo con mis compañeros, en la fila para comprar un bizcocho o esperando en la canilla el turno para tomar agua, pero siempre mirando hacia donde estaba Almita. Su tez morena resaltaba aquellos encantadores ojos que iluminaban mis primeros pasos por primaria.
Así fue todo el año, sin ninguna palabra entre ambos. A veces un breve intercambio de lápices de colores o de una nueva goma de borrar era motivo de alegría por compartir algo entre nosotros.
En 1959 entré a segundo año pero al turno de la mañana y Almita ya no estaba. La busqué por todos los salones de segundo para recuperar su mirada después de tan largas vacaciones. Había un montón de niñas, pero no estaba Alma. Seguramente seguía en el turno de la tarde…
Pasé tres años sin verla y luego las cosas se complicaron aún más porque me cambiaron en 5° año a la escuela 25 de Mayo del centro de Minas y allí era imposible encontrarla.
A los 12 años entré al liceo. ¡Qué diferente a la escuela primaria! Un nuevo ambiente donde en los intervalos convivíamos los chiquilines de primero con los grandotes de preparatorios que nos parecían adultos y nos ignoraban por completo. El salón lo sentíamos ajeno y frío. Los bancos eran individuales aunque tan viejos como los de la escuela. No había nada pegado en las ventanas ni paredes y los profesores cambiaban con cada materia. Pero nos sentíamos más grandes de golpe y porrazo y eso hacía olvidar cualquier nostalgia por la escuela.
Recuerdo que en los viejísimos bancos había escrito de todo: mensajes, nombres, fórmulas de matemáticas, física, química y no faltaban los dibujos de todo tipo. Veíamos a los más grandes y experimentados (repetidores casi todos ellos) que raspaban el banco con una gillette y lograban hacer un espacio limpio para volver a escribir un nuevo mensaje o dibujo.
Imitando a los grandes decidí un día hacer lo mismo. Raspé con una gillette y logré hacerme un espacio donde escribí “¿Quién se sienta aquí?”
Así me quedé esperando a ver quién me contestaba del turno de la tarde o de la noche. Pasaron un par de días y no había respuesta. Pensé que los de la secundaria nocturna eran personas adultas que no se interesarían en esas tonterías porque atendían al profesor mucho más que yo, pero esperaba alguna respuesta del turno de la tarde.
Trabajé un poco más el mensaje haciéndole un marco más atractivo y nada…
“¿Este banco está vacío en la tarde?” escribí exprimiendo todo mi ingenio.
Pasaron un par de días y recibí la esperada respuesta en el espacio limpio que había dejado a esos efectos.
“No. Me siento yo”
¡Ahora sí! Ya no serían tan aburridas las clases de francés porque tenía un pequeño hilo para tirar de él y entretenerme.
-¿Cómo te llamas?
-No puedo escribir mi nombre porque sabrán quién raya los bancos.
Esta respuesta me pareció lógica aunque después un poco absurda porque los bancos daban lástima así que seguí comunicándome con otros temas. Le pregunté si era hombre o mujer y me contestó que mujer.
Luego seguimos con qué año cursábamos y que edad teníamos (los dos estábamos en primer año y teníamos la misma edad) y así fuimos explorando sobre gustos de materias, profesores y demás.
Yo insistía en saber su nombre pero mi compañera de banco de la tarde era inflexible y no soltaba prenda.
–No pongas tu apellido pero sí tu nombre.
Nada. Por más que preguntara no tenía respuesta a esa simple pregunta.
Pasaron varias semanas y el diálogo no aflojaba pero siempre anónimo. Hasta que una vez me decidí aprovechar mi ida por la tarde al centro de la ciudad para entrar al liceo e ir a ver quién era la chiquilina que se sentaba en mi banco.
Así lo hice y aproveché que los vidrios de la puerta del salón, aunque estaban pintados de blanco, siempre tenían algún pedacito de pintura raspada y se podía ver hacia adentro sin que el profesor lo notara.
Miré hacia mi banco y el corazón me dio un vuelco. ¡Era Almita! Allí estaba sentada la dueña de aquellos ojos inolvidables. Delgadita y bonita como siempre. Ahora con una túnica blanca sin almidonar y corbata azul.
Me tuve que recostar un momento en la pared del pasillo para recuperar el aliento y el fresco de mi cara que ahora hervía roja. Antes de irme volví a mirar y no había duda: era Alma.
Pasé varios días sin escribir en el banco. Sólo miraba y miraba la última comunicación y no me animaba a seguir escribiendo. “Y, ¿qué pasó que ya no escribes?” “Nada, lo que pasa es que ya sé quién eres tú.” “¿Ah, si?” “Sí. Te llamas Alma.” “No es cierto, no me llamo así.” “Vine al liceo por la tarde y te vi desde la puerta y te conozco bien.” “¿Ah sí? Y tú, ¿cómo te llamas?”
Jamás pensé que escribir mi nombre tuviera tanta trascendencia. Que cinco simples letras desencadenaran una reacción que no esperaba; que cinco letras rompieran tan bruscamente aquel encantamiento surgido en el primer banco de la escuela Las Delicias. ¿Podría la timidez ganarle la partida a ese sentimiento tan puro de niños? Claro que sí y por goleada.
Jamás volvió a escribir a pesar de mi insistencia. Ni yo me animé a volver otra tarde por el liceo. La timidez de los doce años vividos en aquella época, en aquel lugar de vida tan pueblerina –lo digo con inmensa nostalgia–, pesaba mucho para animarse a afrontar una frase más por parte de ella o para ir a verla en la tarde por parte mía.
Después la vida se encargaría de poner muchísimos años y distancia de por medio. Uruguay quedó lejos, Minas aún más. Pero esos obstáculos aparentemente insalvables no contuvieron el recuerdo; éste siguió intacto y renovado de aquella Almita que siempre se mantendrá así, niña, pura, con la túnica blanca y la moña azul, detenida en el tiempo de mi memoria, y su cabello crespo permanentemente enredado a estas letras.

Toluca, México, agosto de 2010

Cédar Viglietti
Escolar mexicana

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los orígenes políticos de mi padre (Tercera Parte)

Este blog es producto de un esfuerzo compartido con amigos que me estimulan, apoyan, aportan material y me revisan las notas para que tengan un mínimo de presentación. Así, entre muchos amigos, destaco a Francisco Aquino, a Mercedes con sus muy buenas fotos y a Fernando García a quien aún no tengo el gusto de conocerlo personalmente. Este joven uruguayo radicado en Marindia, en la Costa de Oro del Departamento de Canelones, un buen día se puso en contacto conmigo para enviarme un par de grabaciones que hizo mi padre antes de que yo naciera y que tendré el gusto de incorporar a este blog. También me acercó una nota salida en el semanario Marcha sobre las investigaciones de mi padre respecto al autor de la música del Himno Nacional de Uruguay que también compartiré con los lectores.
Ahora, mi amigo Fernando me envía un recorte de aquel prestigioso semanario uruguayo Marcha, donde mi padre firma –junto a diversas personalidades del país– una DECLARACIÓN: POR UN FRENTE AMPLIO el día 9 de octubre de 1970. Es importante recordar que el Frente Amplio de Uruguay se fundó 5 de febrero de 1971, lo que significa que este documento publicado en Marcha fue el primer paso formal y público para llamar a la creación de esta coalición política que hoy gobierna al pequeño país sudamericano.
Ver el nombre de mi padre junto a tan dignas personalidades me produce un gran orgullo –no puedo ocultarlo– y una gran satisfacción compartirlo con los lectores de este blog. Muchas gracias Fernando por este recorte tan significativo que engalana esta sencilla publicación virtual.

martes, 23 de noviembre de 2010

Orígenes políticos de mi padre (Segunda Parte)

Después de haberme desahuciado los médicos del Hospital Militar de Uruguay por severos problemas al nacer, mis padres volvieron a la ciudad de Minas (Uruguay) al no encontrar una solución por parte de los pediatras militares. Allí consultaron con el médico militar de la ciudad, el Dr. Fortunato Omar Estrada y éste les recomendó que me llevaran con el Dr. Godofredo Fernándes.
 
Este formidable pediatra con apellido de origen portugués (por eso la s final) no solo manejaba la medicina emanada de sus estudios universitarios, sino la utilización de hierbas y hojas que complementaban sus tratamientos. “Lástima que es comunista” decía la gente ganada por los prejuicios que durante tantos años la prensa grande (diarios y radios) difundía a los uruguayos.
 
Debo decir que el anticomunismo promovido en Uruguay es único. Lo pude comprobar en México donde la gente no tiene ese prejuicio. Los políticos de centro y derecha de Uruguay abusaron de la credulidad de la gente contando las historias más terribles de que “los comunistas se comen a los niños crudos” y “si llegaran al gobierno les quitarían los niños a la gente para mandarlos a Rusia o a Cuba” y demás locuras que penetraban –por increíble que parezca– en las cabezas de los ciudadanos.

Usted, amigo lector, creerá que exagero, pero así era. Siempre se sustituía la argumentación política contra la izquierda por la más burda mentira que diera miedo. El Cuco en Uruguay (Coco en México) era el comunismo. Y el Dr. Fernándes …era… era… comunista (así, en voz muy bajita porque es una mala palabra) … ¡ay mamita!

¿Cuántos niños minuanos recibieron la atención médica de Godofredo? Imposible saberlo. Fueron muchísimos. Si los niños eran pobres (la mayoría) no les cobraba la consulta a los padres. Allá iba con su viejo auto Ford del 46 (estoy escribiendo sobre los años sesentas, eh) a realizar las visitas a cualquier lugar, por difícil que fuera el acceso. Su humanismo, su sensibilidad y un ojo clínico infalible resolvieron los problemas de salud de numerosos niños minuanos.
 
A mí me salvó la vida con guaco (enredadera medicinal) y otras hierbas. Y naturalmente de aquellas visitas a mi casa aprovechó para hablar con mis padres e inducirlos a una visión política más amplia y menos prejuiciosa. A su vez la lectura del Semanario Marcha por parte de mi padre jugaba un importante papel para acercarlo a la izquierda y, naturalmente, el Partido Nacional hizo “méritos” al alejarse sistemáticamente de las causas de la mayoría de la gente y comprometerse exclusivamente con la gente de mucho dinero.

En las elecciones de 1963 mi padre votó a la izquierda por primera vez y desde ese momento no abandonó las posiciones progresistas hasta sus últimos días. Nunca se afilió a ningún partido, pero ya retirado de la vida militar fue candidato a diputado por el Departamento de Lavalleja por el Frente Izquierda de Liberación (coalición liderada por el Partido Comunista del Uruguay).

Días atrás, un periodista del Semanario Arequita de la Ciudad de Minas, Uruguay, tuvo la amabilidad de hacerme una entrevista por internet y allí le contaba de las actividades de mi padre en el ámbito militar. Transcribo una parte de mi respuesta donde toqué este tema:

Lo que no es muy conocido es su papel como militar en la entonces Región Militar N° 4, hoy División de Ejército. La dictadura militar uruguaya lamentablemente ensució mucho la labor de los militares, pero a comienzos de los años sesentas mi padre –siendo subjefe de esa región militar que comprendía Lavalleja, Maldonado, Treinta y Tres, Cerro Largo y Rocha– miró mucho por la tropa que siempre vivió en malas condiciones. Así dedicó los campos militares ociosos, como el de aviación que está sobre las costas del Santa Lucía al oeste de Minas, a la cría de ganado y a la agricultura para ofrecer a los soldados carne y verduras a precios de costo de producción. Recuerdo la inauguración de la carnicería y luego de una panadería en el Batallón N° 11 de la avenida Artigas. No se me olvidan tampoco las actividades que encabezaba para juntar fondos para que los niños de los soldados tuvieran juguetes en el Día de Reyes. No faltaron los enemigos de estos proyectos puestos en marcha por un hombre sensible y así empezó la leyenda negra del “Koljós de Viglietti”, amañada acusación de que su condición de “comunista” hacía daño al ejército. No tardaron en quitarle el puesto de Subjefe de la Región 4 y dejarlo sin actividades militares porque “se preocupa más por conseguir un tractor que un tanque de guerra”.



Cédar Viglietti Ledesma, Noviembre de 2010.

Los orígenes políticos de mi padre (Primera parte)

Ya hacían esas tibiezas tan lindas de octubre, después del largo invierno de 1958, cuando mis padres nos aleccionaron a mi hermana y a mí para que supiéramos que en unos días más le entregaríamos un ramo de rosas blancas a un señor que iba a pasar por casa.

Unos días antes habíamos acompañado a mi padre por Treinta y Tres y Cerro Largo en un viaje hasta la frontera de inspección por batallones del este del país, y recuerdo que en el viaje nos hablaba de un señor que se llamaba “Chiquito” Saravia y que había muerto por la zona donde pasaríamos. A mi hermana de siete años (un año más que yo) le había impresionado mucho la historia que mi padre nos contaba sobre la muerte de “Chiquito” Saravia.

Recuerdo vagamente que paramos en una cuchilla pelada y una simple cruz señalaba el lugar dónde habían matado a este personaje que mi padre admiraba mucho. Nos dijo que juntáramos muchas flores del campo para ponerlas en la cruz y así, con mucho entusiasmo empezamos a juntar muchas flores silvestres que abundaban por ese mes de octubre.

Mi hermana juntaba las flores sí con entusiasmo pero no con mucha alegría. Era toda seriedad. Cuando teníamos un buen montón las depositamos en la cruz donde mi madre las acomodó con cierta dignidad y de pronto mi hermana suelta un llanto incontenible.

–Pero Graciela, ¿por qué llorás?– le preguntó mi padre.

–¿Te pasó algo?– interrogó mi madre.

–Es que me da mucha lástima lo que pasó a este pobre niño– fue la respuesta empapada en lágrimas de mi hermana.

–Pero ¿a qué niño, m´hija?

–A este chiquitito Saravia que se murió aquí…

Mi padre tuvo que repetir en versión mejorada la clase de historia sobre uno los personajes más conspicuos del Partido Nacional (Blanco) para que mi hermana ya no sufriera más.

Estos fueron los orígenes políticos de mi padre, era blanco y herrerista, cosa no muy frecuente dentro de los militares de aquella época.

Finalmente llegó el día esperado de la entrega de las rosas blancas. Nos bañaron, peinaron y vistieron con ropa nueva y blanca que nos mantuvo sentados –para no ensuciarnos–hasta el momento preciso en que pasaría un montón de autos, camiones, tractores y ómnibus con banderas blancas. Se trataba de la “Caravana de la victoria” que venía de tardecita de Treinta y Tres y pasaría por Minas, entrando por el barrio Las Delicias. Alguien había preparado la escena porque de pronto un ómnibus muy adornado se para frente a mi casa que casi hacía esquina con la ruta 8 que une a Minas con Treinta y Tres. Se abre la puerta y baja un señor muy alto con el pelo y bigotes muy blancos y a él le entregamos el ramo de rosas blancas que mi madre había cortado de nuestro jardín. El señor se agacha y nos da un beso a mi hermana y a mí, y mira hacia mi casa donde mi padre de traje blanco de lino y mi madre de vestido blanco aguardan en el porche sin salir de casa. El señor levanta su mano y saluda con cierta discreción a mi padre quien le devuelve una leve inclinación de respeto y admiración pero conteniéndose por su carácter de militar en activo, situación que le imposibilitaba las actividades políticas.

Estallaron los aplausos de la gente, fundamentalmente los vecinos que entendían más que nosotros de aquel intercambio mesurado de saludos.
Mi hermana y yo, hinchados de orgullo, no cabíamos dentro de la ropa que sin entender mucho nos dábamos cuenta que habíamos hecho algo muy importante. Los años nos fueron dando justa dimensión de aquella acción: Luis Alberto de Herrera 1 había recibido las rosas y nos había dado un beso…



1 Los lectores que no son uruguayos deben saber que Luis Alberto de Herrera (Montevideo, 22 de julio de 1873 - 8 de abril de 1959) fue un político, periodista e historiador uruguayo, principal caudillo del Partido Nacional durante más de 50 años. Fue una de las principales figuras políticas de Uruguay en el siglo XX.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Hoy es el Día de la Música

La celebración de este día se realiza los 22 de noviembre por la tradición cristiana de recordar la muerte de una joven romana (Cecilia, año 232) convertida al cristianismo que muy poco –por no decir nada– tenía que ver con la música.
Una frase del acta de martirio que sufrió Cecilia perseguida y finalmente asesinada por Turco Almaquio, supuestamente hace referencia a que enfrentó el tormento cantando. Esa es toda la relación que tuvo Cecilia con la música. Sin embargo fue suficiente para que la posteridad la ligara a esta bella arte y se convirtiera en patrona de los músicos.
Lo importante es que muchísimos años después –prácticamente olvidado el martirio de la joven romana– el gran músico italiano Giovanni Pierluigi da Palestrina (c. 1525–1594) escribiera la Misa Santa Cecilia que dio paso a que muy diversos compositores escribieran obras en su honor. Se podría afirmar que Palestrina, Maestro de Capilla de la Sixtina, con su misa logró consagrar el 22 de noviembre como el Día de la Música.
Para los guitarristas resultan particularmente importantes las pinturas de Santa Cecilia tocando el láud (padre de nuestro instrumento), como la realizada por Carlo Saraceni (Venecia c.1570–1620) que ilustra esta nota. Saraceni, pintor de los inicios del período barroco, fue seguidor de la escuela de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1573-1610), quien también pintó varias obras con ejecutantes de laúd.

sábado, 13 de noviembre de 2010

SUCEDIÓ EN URUGUAY

La Justicia dispuso el procesamiento con prisión del primer militar en actividad, por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura: el general Miguel Dalmao fue enjuiciado ayer por la muerte en torturas de Nibia Sabalsagaray, en 1974.

No fue suicidio, fue un crimen: "Sometida a diversos tormentos, la detenida falleció"

El juez Penal de 10º Turno, Rolando Vomero, dispuso ayer el procesamiento con prisión del general Miguel Dalmao y el coronel (r) José Nelson Chialanza como "coautores" de un delito de "homicidio muy especialmente agravado", en el marco de la indagatoria penal por el crimen de la militante de la UJC, Nibia Sabalsagaray, el 29 de junio de 1974.

(Fragmento tomado hoy, 9 de noviembre de 2010, de la página web del diario uruguayo La República,
http://www.larepublica.com.uy/)

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Nibia Sabalsagaray

Acabo de escribir esta segunda nota sobre los orígenes políticos de mi padre cuando me entero del procesamiento del general Miguel Dalmao, Jefe de la División de Ejército IV con asiento en Minas, y del coronel (retirado) José Nelson Chialanza por el asesinato de la joven maestra de literatura Nibia Sabalzagaray en 1974.

Conocí a Nibia porque fuimos compañeros de militancia en la Unión de la Juventud Comunista (UJC), integrante del Frente Amplio desde su fundación en 1971. Por cierto el Frente Amplio gobierna a la República Oriental del Uruguay desde el año 2005 luego de haber triunfado en dos elecciones democráticas.

El primero de mayo de 1974, en plena dictadura militar, la UJC participaría en una manifestación de los trabajadores en Montevideo en conmemoración de las históricas luchas de la clase obrera. No era fácil manifestarse en aquellos momentos cuando las fuerzas represivas estaban atentas a suprimir cualquier intento de exteriorizar el descontento de la gente ante la falta de democracia.

Se decidió hacer dos manifestaciones simultáneas para evitar concentraciones muy visibles que facilitaran la represión. Una de ellas fue en La Unión, barrio atravesado por la avenida 8 de Octubre, al noreste del centro de la capital uruguaya.

En aquel tiempo yo tenía una pequeña motocicleta que me ayudaba mucho a moverme por la región este de Montevideo y decidí dejarla guardada en la casa de mi abuela paterna que por aquel entonces vivía en la avenida 8 de Octubre y Belén, en pleno barrio de La Unión. Le expliqué a mi abuela que volvería al rato por la moto y que iría a una manifestación a unas 5 o 6 cuadras de allí.

La manifestación fue duramente reprimida con palos, gases y detención de trabajadores y jóvenes en general. En medio de las corridas, buscábamos salir de la avenida 8 de Octubre por calles aledañas pero allí estaban esperándonos las camionetas de la Guardia Metropolitana para atraparnos y subirnos a ellas. Acorralado y gaseado me encuentro con Nibia y Ofelia Fernández, compañeras y muy amigas que con pañuelos trataban de taparse la nariz para no aspirar los gases lacrimógenos. Ellas me preguntan para dónde ir, suponiendo que tendría una respuesta por conocer mucho esa zona. Lo único que se me ocurrió fue volver a 8 de Octubre e ir a la casa de mi abuela a refugiarnos hasta que pasara el disturbio.

Corrimos hasta la avenida nuevamente, sin que nos atraparan porque el operativo policial estaba pensado para detener a los manifestantes que salían a las calles laterales. Llegamos a la casa de mi abuela y entramos como bólidos, tosiendo y con los ojos irritados por el gas. Mi abuela no entendía lo que pasaba y traté de explicarle que la policía no nos dejaba manifestarnos, pero una sordera muy avanzada no ayudaba a comprender mucho lo sucedido. Le presenté a mis compañeras, Ofelia –casi recibida de médico– y Nibia –profesora de literatura– que le dieron sendos besos con gases lacrimógenos…

Mi abuela preparó té con galletitas y pasamos un buen rato charlando con ella. Estaba encantada con las jóvenes que acababa de conocer porque tenían “mucha distinción y fueron muy amables”, así me dijo al otro día que volví a su casa.

Pasado el momento represivo y ya tranquila la zona, Ofelia decidió irse por sus propios medios y yo llevé en la motocicleta a Nibia hasta el barrio Parque Rodó de la ciudad. Fue la última vez que la vi. Menos de dos meses después muere asesinada en el Batallón de Comunicaciones N° 1.



Nibia en primer plano y Ofelia detrás, con el puño en alto.
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Hoy leo en un diario de Uruguay: “En el Ejército, la noticia de los procesamientos (en particular de Dalmao, quien se encuentra en actividad) cayó "muy mal", aseguraron a El País fuentes castrenses.”

¿Qué cayó mal en los militares? Creo, en realidad, que algunos cuadros veteranos del Ejército, pretenden diluir sus responsabilidades en crímenes injustificables desde cualquier punto de vista, en el conjunto de las fuerzas armadas cuya mayoría no participó en aquellos acontecimientos. ¿A quién le puede caer mal que se depuren las fuerzas armadas de integrantes que ensuciaron el uniforme con crímenes atroces? Mi padre, militar del arma de infantería, siempre me enseñó a respetar al Ejército y a sentirse orgulloso de él. Me hablaba del espíritu artiguista de las Fuerzas Armadas (en referencia a José Artigas, héroe nacional fundador del Ejército uruguayo) y, créanme, sentía yo un gran orgullo del uniforme que él llevaba.
Jamás oí de mi padre que Artigas torturara o asesinara a los prisioneros. Recuerdo cuándo me explicó que Artigas dijo, luego de la feroz batalla de Las Piedras contra los españoles, “Clemencia para los vencidos, curad a los heridos”. Tampoco me contó que Artigas esperara a que una mujer embarazada tuviera a su bebé para luego matarla y robarle el hijo. Nunca me dijo que Artigas hiciera desaparecer a los detenidos. Jamás me contó de cobardías tales. Me hablaba de hechos heroicos, del respeto por el enemigo vencido, de la valentía de los soldados orientales (recuerde, amigo lector, que el nombre oficial del país es República Oriental del Uruguay).

Fueron pocos los militares que ensuciaron esa tradición artiguista y que llevaron al resto del Ejército por caminos equivocados que nunca volverán a recorrerse. No importa la cizaña del diario El País, siempre tan mal intencionado y dando espacio a lo poco malo y abyecto que queda dentro de las Fuerzas Armadas sin hacer un comentario condenatorio.

Sépanlo los jóvenes militares uruguayos: Nibia era una hermosa muchacha que jamás portó un arma; que jamás le hizo daño a nadie; que nunca se apropió de un bebé ajeno; que jamás robó en una casa en medio de un allanamiento, que jamás le puso una capucha a nadie para que luego no la reconocieran por algún acto deshonroso.

Y tenía 24 años…