martes, 8 de marzo de 2011

Ramona Malacría

A mis hijos Guillermo y Martín


No sé ni cómo empezar a contarte esto que no se lo he dicho a nadie. Allá en Minas es imposible contarlo por que conocen a Ramona Malacría y se reirían de mí y dirían que estoy loco.  Por eso aprovecho esta visita aquí a Montevideo y te lo cuento. Lo único que te pido es que me oigas hasta el final y no te rías. ¿Vos te acordás de Ramona Malacría? ¿Cómo que no? ¿Nunca la viste pasar por la plazoleta Río Branco? Bueno, si la hubieras visto no te olvidarías de ella. Porque es una mujer muy extraña. Es alta, delgada, camina como una modelo: erguida y cadenciosamente. Tiene bien dorada la piel y unos increíbles ojos azules claros. Es veterana, debe tener unos cincuenta años. Si ya sé que es muy vieja, pero además es una pordiosera, una bichicome que anda todo el día en la calle caminando delante de tres perros que la siguen a todos lados. No tiene zapatos. Chancletea unas alpargatas todas rotas pero jamás pierde su porte sereno y altivo. Mi viejo siempre dice que es una reina extraviada. Quien la ve lamenta su mugre y los jirones de telas que alguna vez fueron ropa, pero lo lamenta porque es imposible ser indiferente ante ella. Su belleza, aunque degradada, se asoma sugerente a través de sus ojazos azules Esa es la famosa Ramona Malacría. Bueno, ahora ya puedo contarte lo que me pasó. Empiezo por decirte que el gofio me encanta. Solo, con un poco de azúcar, o con leche es una de mis meriendas preferidas. También me gusta mucho cuando la vieja hace una torta que queda suavecita. Casi diría que me olvido de lo feo de ir a la tahona y atravesar el maldito Parque Rodó. Porque el Parque Rodó no es feo, al contrario, ¡es tan lindo pasear bajo sus árboles! o recorrer los interminables jardines con rosas de todos los colores. Y ni te cuento del zoológico. ¡Cuántas horas me pasaba mirando a los monos o al oso pardo! ¿Te acordás del Pisto? ¡Qué mono hijo de puta! Siempre andaba con la pistola parada y el desgraciado se pajeaba todo el tiempo. Y ahí nosotros mirando y acomodándonos la bragueta para disimular el bulto. Me acuerdo del día que se cogió a la mona. ¡Que lo parió! Casi nos morimos de excitación. Ah, si, es cierto, también estaba el perro dingo, el carpincho, las águilas, los cuervos... bueno, y todos los demás bichos. Pero te decía que hay tantos árboles en el parque que uno puede caminar dos horas sin ver el sol. Pero en la noche la cosa es distinta. No hay una sola luz. Todo es sombra. No se ve un carajo, apenas para caminar y no tropezarse. Y ¡mamita... ! si justo al pasar por las jaulas aúlla el dingo o ruge el oso te aseguro que te cagás en los calzoncillos. No te alcanzan los ojos para mirar para todos lados, ni las patas para correr. Por eso no me gusta atravesar el parque de noche. ¡Tiiiito! (ésta es la voz de mi madre) ¡Andá a buscar un kilo de gofio a la tahona! Tito, Tito. Siempre yo. ¿Y qué querés? ¿Qué vayan tus hermanas? Andá, haceme el favor. Y ahí voy yo a las siete de la noche a la tahona. Y vos sabés lo oscuro que está a esa hora en invierno. La duda me asalta. La maldita duda. ¿Atravieso el parque o doy toda la vuelta por la calle? Por el parque de noche me da miedo y por la vuelta también, porque está el sorete del Chato Sosa en la esquina de la panadería siempre dispuesto a romperme la jeta porque le miro a la hermana. Como si yo le hiciera algo a la Mireya. Nomás la miro y ella... bueno, para qué te voy a mentir, ella también me mira. Ese día, más bien esa noche, decidí ir por el parque... Después de todo ya tengo 15 años y estoy crecidito. Me metí en el parque y caminaba con mucha calma... bueno, esa sensación quería dar. No me apuraba para no mostrar miedo. El camino me lo sé de memoria y no necesito luz. Paso los guayabos, sigo frente a la jaula de los avestruces y por atrás de la jaula del oso me meto en la calle de los pinos grandes. A esa altura la oscuridad es total. Me aturde el ruido de mis pasos en tanto silencio. Puta madre... ya estoy arrepentido de haber venido por aquí. De pronto desde un costado oigo: “Tito...” (ésta no es la voz de mi madre). Me paro, no por valiente sino más bien por cagón porque se me paralizan las piernas y no puedo rajar de ahí. “Vení Tito, no tengas miedo...”  Creéme que la voz se oía bien suavecita y amable, además se ve que me conocía. Miro hacia el costado y veo una mujer bellísima con un vestido todo blanco. “Vení botija que hoy le vas a ver la cara a Dios.”  Ahora la voz era burlona y sobradora pero obedezco como tarado y camino hacia ella. Aunque casi no se veía, la distinguía claramente. No me preguntes por qué pero parecía que la mujer tenía luz propia. Al acercarme veo más claramente una mujer joven y hermosísima. Estaba vestida como de tules, tenía un pelo castaño y sedoso. Con una sonrisa provocativa me tiende las manos y yo fascinado y medio asustado –aunque cada vez menos asustado y más fascinado– me dejo tomar de mis manos. Me acerca a su cara y siento un delicioso perfume en su piel. Con suavidad me abraza y besa mi cuello. Y cuando estoy recibiendo una sensación indescriptiblemente nueva, agradable y delicada, siento su mano decidida y casi violenta en mi bragueta.  Me aprieta los huevos casi hasta el dolor, pero me gusta, loco, me gusta. ¿Qué edad tenía? Yo que sé, nabo. En ese momento no se lo pregunté. Pero dejame seguir contando. Era joven. Con la otra mano que le quedaba libre no perdió el tiempo y tomó una de las mías y la puso en sus tetas... ¿Cómo qué mano? No jodas, qué importa cual de mis manos era. Si, claro que a mí me sobraba una mano. ¿Dónde la tenía? Y no sé, estaba muy oscuro para ver dónde mierda la tenía. ‘Tá bien, ‘tá bien, la tenía en el bolsillo. ¿Tá? Y entonces cuando toco sus pechos, los siento suaves y firmes... ¡Tarado serás vos! Pero carajo, ¿no entendés que estaba viviendo algo muy especial, que nunca había tocado una mujer? ¡Mirá si me iba a acordar de meterle la otra mano en las caderas! Decime una cosa: ¿vos alguna vez tocaste una mujer? ¿A quién? ¿A la sirvienta? Ah, pero el culo y por arribita de la ropa. Si, si, pero no podés comparar. Esta estaba totalmente desnuda; los tules se movían con el viento y se le veía todo. Pero muy natural, viste. Entonces empezó a sacarme los pantalones y el calzoncillo. ¿Pelitos en dónde? Ah, si. Tenía pelitos como rulitos. Y mientras yo le metía mano como loco en los pechos ella me metía mano como loca en la pistola. ¿Sabés cómo la tenía? Durísima, loco. Entonces nos acostamos entre las plantas y yo me subí arriba de ella. En ese momento pensé: “¿encontraré el augerito” No lo encontraba aunque serruchaba como loco. “Esperá m’hijo, esperá” me dijo la tipa y agarrándomela con la mano la colocó en la entrada y zas pa’ dentro. Bueno, no sabés qué bárbaro. Me molestaba su tonito maternal: “Despacio m’hijo, despacio. ¿Para qué te apurás?” Pero yo estaba dale que te dale y hummm... “Esperá, esperá muchachito, ¿qué hacés?” Pero ya era tarde. Entre sus brazos me entró un sueño suavecito y me quedé dormido muy dulcemente. No sé si fue un minuto o más. De repente siento que me lame la cara un perro y una voz desagradable y aguardentosa me dice: “¡Salíme de encima, che!” Me despierto y me invade un olor insoportable a sudor y orines. Aterrado me doy cuenta que es una vieja con harapos, en chancletas, con los dientes sucios y cariados. Desesperado me quito de encima y busco los calzoncillos y el pantalón pero no puedo contener el vómito tibio y ácido que me salpica las piernas. Cayéndome y limpiándome con la mano corro mientras me persigue por muchos metros la carcajada estridente de la maldita vieja Ramona Malacría.
                                                       Cédar Viglietti 

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