viernes, 3 de agosto de 2012

No todo tiempo pasado fue mejor, pero…

No todo tiempo pasado fue mejor. Hoy se podría hacer una lista interminable de objetos, de tecnologías, de productos, que han facilitado la vida y dado al hombre la posibilidad de vivir más años, de disfrutar cosas impensables como comunicarse fácilmente con cualquier parte del mundo, viajar por extraordinarias autopistas que acercan lugares hasta no hace mucho inalcanzables, escuchar música en magníficos aparatos de alta fidelidad. No es necesario detenerse a hablar de nuevos medicamentos y técnicas que posibilitan el análisis de nuestro cuerpo y detectar con anticipación los males.
Para quienes hemos incursionado en el periodismo hoy reconocemos a la computadora conectada a internet como una herramienta imprescindible para escribir notas, para consultar cualquier duda a través de los buscadores, para confirmar información antes de darla a conocer, para archivar artículos, opiniones, fotografías, ilustraciones y un interminable etcétera más.
Pero es bueno y oportuno recordar algunas cosas de antes que eran mejores, no dañaban al planeta y nos hacían vivir manteniendo nuestra salud. Es claro que recordar estas cosas es constatar mi vejez y que ello puede hacer suspirar a los lectores jóvenes anticipando el insoportable “rollo” que se viene. Pero tengan un poquito de paciencia y analicemos algunas bondades de la vida anterior que hoy parece imposible reinstaurar.
Los festejos de cumpleaños de nuestra infancia eran un modelo de austeridad que disfrutábamos mucho. Una mesa con un mantel que sólo se usaba en aquellas ocasiones, vasos de vidrio, platos de loza con algunos bocadillos y la infaltable torta de cumpleaños (pastel en México) que nuestra madre y alguna solidaria tía o abuela ayudaba a decorar. Si la economía era buena aparecía un par de refrescos de cola o naranja y si no el infaltable Jugolín (polvo con sabores para hacer un refresco casero). Nada era desechable. Todo se lavaba y se volvía a usar. Los envases de refresco se guardaban hasta el siguiente cumpleaños o hasta el día de Navidad o Año Nuevo.




Los regalos que nos traían eran muy sencillos y útiles. Si eran juguetes se trataba de autitos de lámina o madera, alguna pelota de goma o, en el caso de las niñas, una muñeca de trapo con cabeza de yeso, algún jueguito de té de los primeros plásticos que conocimos. Nuestros padres, más prácticos, nos regalaban championes (zapatillas deportivas llamadas tenis en México) o un par de zapatos que ya no se podían aplazar, o alguna camisa o pantalón imprescindibles. Y pobres de aquellos niños que cumplían antes de comenzar el año escolar porque aparecían los lápices de colores, las cartucheras y con mucha suerte una cartera de cuero para llevar los útiles a la escuela si estaban por empezar con la primaria.
No había supermercados con estanterías para elegir un montón de marcas de un mismo producto. Nuestras madres nos mandaban al almacén de la esquina con una botella de vidrio bien limpia para que nos despacharan aceite comestible “suelto” de un tambo esmaltado (de “peltre” diríamos en México) que se accionaba con una bomba de mano. Si el aceite no era suelto debíamos dejar el envase limpio para que nos cobraran solamente el contenido de la nueva botella. El azúcar, la harina o el arroz lo tomaba el almacenero directamente de una bolsa de 50 kilos con una cuchara grande de hojalata y lo vertía sobre una hoja de papel estraza puesto sobre una balanza que luego con mucha habilidad convertía en un envoltorio firme y seguro. Todos los encargos los metíamos en una o dos bolsas de tela que tenían años y caminando regresábamos a la casa.




–¿Ya llegaste del almacén?
–Sí mamá.
–Bueno ahora andá a la panadería a buscar el pan para el almuerzo (comida en México).
–¿Por qué yo otra vez? ¡Que vaya mi hermana!
–No señor. Tu hermana me está ayudando en la cocina.
–¡Ufa! ¿Y qué traigo?
–Dos flautas y nada de ¡ufa! ¡Y cuando vengas le das de comer a las gallinas y después de comer te ponés a partir un poco de leña para la estufa (chimenea)!
Hacíamos ejercicio, sí señor. Sólo nos sentábamos para hacer los deberes escolares (“tareas” en México) o para escuchar de vez en cuando algún radioteatro de Julio César Armi que nos hacía volar la imaginación. Televisión no había en Minas, hablo de los años 1959 o 1960. Los días que me tocaba ir a Amigos del Arte a las clases de pintura y cerámica con el pintor Casimiro Motta caminaba mis buenas 15 o 20 cuadras de bajada hasta la casona de Aníbal del Campo y después de regreso subía el cerro Las Delicias que me hacía sudar la gota gorda.

En vacaciones las cosas no eran de estarse mucho quieto.
–¡No te puedo ver sentado! ¡Andá a regar las lechugas y los tomates y ponete a dar vuelta tierra en el cantero grande!– así se acababa la lectura de las revistas de Tarzán o El llanero solitario o los libros de Emilio Salgari que tanto me gustaban.
–¡Mamá! Hay hormigas en la lechuga y vaquillas en las tomateras.
–¡Andá a la cooperativa (empresa comunitaria de productos agronómicos que hubo en mi barrio Las Delicias) a comprar gamexane y pediles algún insecticida para las vaquillas!
–¡¿Y Graciela no hace nada?!
–Tu hermana me está ayudando con la ropa, así que ¡movete!
–Después que termine ¿me dejás ir al parque (Parque Rodó) a jugar a la pelota?
–Sí, pero te ponés los championes viejos y sin medias, no vayas a destrozar los nuevos, eh. Y a las 6 y media en punto estás acá.
Los championes viejos tenían soberanos agujeros en la suela y les ponía unas plantillas de goma de los pedazos cámaras de autos que me vendía Farah en la gomería (vulcanizadora en México) de la vuelta. No usaba calceta porque se agujereaban por bien que recortara las plantillas de goma.
De regreso nada de sentarse a descansar un poco.
–¡No te sientes en ningún lado ni toques nada que das asco! Antes de meterte a bañar agarrá la damajuana y andá a traerme kerosén.
Allá iba –hasta el copete de cansancio– a la estación de nafta (gasolinera) a comprar cinco litros de kerosén para la vieja cocina (estufa) Volcán.


Antiguas damajuanas

Al fin, ya limpio y bien peinado intentaba sentarme un momento cuando oía a mi madre:
–Andá a la panadería y traete unos bizcochos para tomar la leche de la merienda.
–¡Eehh che! ¿Y mi hermana?
–Tu hermana acaba de recoger y doblar la ropa que lavamos, así que ¡movete!
¿Cómo íbamos a tener obesidad o sobrepeso? Todo era esfuerzo físico, entrenamiento puro, caminar, moverse. Mi padre tenía auto pero éste se usaba solamente algún sábado o domingo para ir a pasear en familia o para ir pescar o cazar cerca de Minas. Se nos gastaban las zapatillas, los pantalones a la altura de las rodillas, las camisas con los botones arrancados, los buzos (suéteres) con los codos agujereados, pero les aseguro que no se nos gastaban las asentaderas.
Los niños de hoy viven sentados. Van sentados en el coche a la escuela donde al llegar se sientan. Sentados regresan para sentarse a comer. Sentados hacen la tarea y al terminar se sientan a ver la televisión. Sentados cambian de canal porque existen los controles y no se paran a darle vueltas a aquella matraca que tenían los primeros televisores. Siguen sentados ahora con los videojuegos o en la computadora para finalmente sentarse a cenar y acostarse a dormir. La única parte del cuerpo que trabaja son los pulgares para accionar los infinitos aparatos electrónicos como celulares, controles de TV y estéreos, tabletts, i pad y tantas invenciones más.
Ay, niños de hoy. Sólo me resta decirles ¡Pobres de sus asentaderas!

lunes, 11 de junio de 2012

Viejas pildoritas minuanas

Historias que no son cuento

·         Una noche de 1968 salimos de pintada en Minas para que algunos pocos muros gritaran nuestra inconformidad con las Medidas Prontas de Seguridad (M.P. de S.) que el presidente Jorge Pacheco Areco había instaurado para reprimir a la gente que se manifestaba contra sus políticas económicas y antisociales que irían arrimando a la dictadura militar. ¿Qué son las M.P. de S.? Son poderes de emergencia que habilitan al Poder Ejecutivo de Uruguay a suspender transitoriamente algunas garantías constitucionales ante casos graves e imprevistos de ataque exterior o conmoción interior.

Era mi primera vez que salía a pintar y debo reconocer que con 16 años estaba nervioso por los resultados de esta aventura libertaria. La consigna era pintar ¡ABAJO LAS MEDIDAS! y cambiar de lugar para repetir la acción sin que nos vieran los vecinos de un pueblo muy pequeño donde se reconocía fácilmente a cualquiera. Me acompañaba Raquel para hacer de “campana” y avisarme –mientras escribía en el muro– si alguien se aproximaba.
Recuerdo que en el primer muro me puse a escribir con un grueso crayón que elaborábamos con parafina y tierra de color y en medio de la escritura oigo que pasa un señor en bicicleta y nos saluda con esa atención tan pueblerina: 
–Buenas noches…
–Pero Raquel, no me avisaste nada que venía un ciclista– le reproché medio asustado.
–¿Sabés qué pasa? Yo de noche no veo nada, ni con los lentes…


Pintamos cuatro o cinco muros más y terminamos con buena suerte nuestra pequeña aventura. Al otro día me fue imposible no ir a admirar mi obra nocturna y tomé un ómnibus por la calle Batlle que iría por la avenida Artigas donde estaba el primer muro pintado. Cuando miro hacia el muro veo –con terror  e inmensa vergüenza– que había escrito ¡ABAJO LAS MEDIAS!

·     Muy pocas veces la policía de aquella época nos pescaba in fraganti repartiendo volantes o pintando alguna pared, en la mayoría de los casos nos detenían simplemente porque era público y notorio que militábamos en alguna organización de izquierda. Así, nos iban a buscar a nuestros domicilios y nos llevaban a la comisaría de la Plaza Rivera. En ese lugar no tenían calabozos para menores de edad y con 15 o 16 años nos metían en uno común con varios borrachos, actores de alguna pelea callejera, raterillos de poca monta y algún golpeador de mujeres.


Al meternos allí nos sacaban los cinturones y los cordones (agujetas) de las zapatillas deportivas para evitar cualquier intento de suicidio. Era muy desagradable el olor a orines y vómitos de los borrachos y no faltaba algún detenido que nos pedía cigarros de mala manera y que no se convencía que no fumábamos. Intentaban asustarnos al vernos muy jóvenes pero rápidamente aprendimos un truco que no fallaba para sacarnos de encima a esos tipos. Era tan intensa la campaña anticomunista del gobierno en radio, TV, y periódicos que le metían verdadero miedo a la gente sobre lo que eran capaces los comunistas y mucha gente se creía que se comían a los niños crudos o que, en el mejor de los casos, se los llevaban a Rusia.
A la menor molestia de algún preso común le soltábamos aquel terrible virus de que habíamos sido detenidos por ser comunistas (dicho casi en secreto y mirando para los costados). ¡Ay mamita! El calabozo rápidamente se dividía en dos partes: la gente bien por un lado y los comunistas delincuentes por otros. Se acababan en un santiamén las molestias.
Ya que estábamos metidos allí, bien aburridos por horas o días –según fuera la causa de la detención– aprovechábamos a “concientizar” a los presos comunes y les echábamos unos rollos insoportables sobre la lucha de clases y su condición de deshechos de la sociedad capitalista y demás. No pasaba un día que nos separaban de los presos comunes –para que no los echáramos a perder– y nos llevaban a una comisaría rural cerca del arroyo Campanero donde podían aislarnos.

·         En 1968 habíamos creado en Minas una réplica juvenil del Movimiento de Defensas de las Libertades que en Montevideo desplegaba una gran actividad contra las Medidas Prontas de Seguridad que el gobierno de Jorge Pacheco Areco utilizaba ya no como algo excepcional sino como una forma permanente de imponer las más duras decisiones económicas contra la mayoría de la población y favorecer así a los grandes capitales que hacían su verano. A esta pequeña organización integrada por un grupo de jóvenes de distintas tendencias políticas la llamamos Movimiento Juvenil por las Libertades (MJL) y nos dedicamos a realizar una intensa labor propagandista a nivel estudiantil. Naturalmente, al llegar las vacaciones de verano, esa labor se vio interrumpida y el descanso ganó la partida.

Sin embargo un hecho de gran repercusión mediática puso al MJL al borde de la desaparición. Lo que durante meses no había podido descubrir la policía minuana porque estaba confundida con aquella firma de MJL en volantes y pintadas, al célebre comisario de Inteligencia y Enlace –Alejandro Otero– le llevó cinco minutos  desbaratar.

El comisario Otero.

Sucedió que en febrero de 1969 un comando del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) asaltó en Punta del Este el Casino San Rafael y luego de cometido el robo huyeron con el dinero con rumbo desconocido. Una de las hipótesis que manejó el comisario Alejandro Otero era que habían huido hacia Piriápolis y luego utilizando la ruta 60 habrían llegado a la ciudad de Minas. Así, la tranquila, calurosa y siestera capital serrana se vio invadida por los policías del Departamento de Inteligencia y Enlace de Montevideo que en un operativo totalmente fallido lograron una equívoca pista seguramente proporcionada por algún vecino que no lograba conciliar el sueño de la obligada siesta veraniega y atento vigilaba la actividad de algunos jóvenes.

El poderoso departamento del comisario Otero allanó la casa de un joven minuano que no tenía absolutamente nada que ver con el MLN pero que sí tenía en su casa algunos volantes del MJL que no habían sido repartidos en los últimos días de clase del liceo departamental. Frustrados los célebres policías de Montevideo, arrojaron el despreciable botín del allanamiento a sus pares minuanos y se mandaron mudar de esa aburrida ciudad donde nunca pasaba nada.

Producto de la inteligencia y el enlace montevideanos, los sagaces policías minuanos tenían ahora información para terminar con su dolor de cabeza: el Movimiento Juvenil por las Libertades. Bruscamente se nos acabaron aquellas vacaciones encerrados en los calabozos de la comisaría cercana al arroyo Campanero…
Después de varios días nos soltaron, pero estábamos indignados por la tremenda afrenta de habernos cortado las vacaciones así que fuimos con “El Pastilla” a vengarnos de esa terrible injusticia y en la noche les pintamos tres letras en la Jefatura de Policía por el lado del callejón de la iglesia: MJL

viernes, 27 de abril de 2012

¡Los Olimareños en Michoacán!

Quienes nacimos en el interior hace más de 50 años, sin televisión, sin internet  y con pocas estaciones de radio para oír (en Minas apenas había dos radiodifusoras: Radio Lavalleja y Emisora del Este) éramos atrapados por la música folklórica que transmitía Radio Rural, estación de triste recuerdos porque fue una de las tantas que incitaron y defendieron con sus comentaristas al golpe de estado de 1973. Sin embargo, en la mañana temprano difundía música folklórica uruguaya y argentina con la incomparable voz de la arachana (gentilicio de los nacidos en el departamento de Cerro Largo, Uruguay) Amalia de la Vega, los argentinos Antonio Tormo, Los Trovadores de Cuyo, Atahualpa Yupanqui y Eduardo Falú.
Amalia de la Vega, nacida María Celia Martínez Fernández en la ciudad de Melo en 1919 y fallecida en el año 2000, ha sido en mi opinión la mayor figura del canto popular uruguayo e injustamente relegada por muchos años después de recuperada la democracia. Además de contar con una voz privilegiadamente clara y afinada interpretó muchas formas musicales uruguayas que hoy casi no se oyen, como los estilos, tristes, cifras, cielitos, gatos, huellas y vidalitas, entre otras, que eran del gusto de la gente del interior del país.
Los citados argentinos aportaron una copiosa discografía de sus aires y ritmos que no forman parte del folklor uruguayo (zambas, chacareras, cuecas, entre otros) pero que fueron y aún hoy son interpretados por los cantantes al oriente del Río Uruguay.
Pero un buen día de 1962 aparece un dúo de canaritos[i] de Treinta y Tres (departamento del este de Uruguay) que tomaron el nombre de “Los Olimareños” por el río Olimar que pasa por su terruño, y refrescan la música rural uruguaya con canciones del maestro Ruben Lena y del salteño Víctor Lima. Así se sucedieron chamarritas, milongas, polcas, serraneras  y las curiosas e infaltables canciones llaneras de origen venezolano tan lejanas al Uruguay pero que impuso este dúo formado por Pepe Guerra y Braulio López.


Verdadera sensación causaron Los Olimareños en los uruguayos durante los años 60´s y principios de los 70´s hasta que la dictadura militar los prohibió, aunque –curiosamente– la madrugada del 27 de junio de 1973 utilizó algunas de sus canciones para enlazar a todas las estaciones de radio del país y anunciar el tristemente célebre golpe de estado. Nacía sola la dictadura. No tenía cantantes que la acompañaran y le dieran un marco de dignidad a lo indigno. Asombrados del cinismo militar amanecimos esa mañana con las voces de Pepe y Braulio interpretando “A Don José”, canción artiguista de Ruben Lena.
Pasaron los años y el exilio desparramó a un montón de uruguayos por el mundo, entre ellos a Los Olimareños que iniciados los 80´s fueron a dar a México sin que –en mi caso– me enterara de su arribo al país azteca. Por ello casi me infarto cuando veo pegado en un muro de la Ciudad de Lázaro Cárdenas, Michoacán, un poster anunciando una presentación del dúo uruguayo Los Olimareños.


No podía creer que a 750 kilómetros de la Ciudad de México, en aquel pueblo olvidado de Michoacán, se presentara este dúo tan significativo para los uruguayos y tan admirado por mí. Aquellos humildes cantores de pueblo pero que arrastraban multitudes en Uruguay ¡los íbamos a tener en Lázaro Cárdenas! Iba a ser un encuentro muy especial porque un pedacito tan querido de nuestro Uruguay llegaba a ese lugar sin televisión, casi sin radio, sin internet y casi sin teléfonos.
No está de más recordar que en 1981 el contacto con Uruguay desde México era escasísimo y mucho más desde ese puerto del Pacífico mexicano. Todo se circunscribía a lo que podíamos escuchar en alguna emisora internacional de onda corta (Radio Moscú, Radio Habana y alguna triste mención de la BBC de Londres), que captábamos con una larga antena instalada en la azotea de la casa. Cuando íbamos a la Ciudad de México, a través de los compañeros que allí vivían, nos enterábamos de algo más. Si asistíamos a la embajada uruguaya en la capital azteca para solicitar algún trámite nos recordaban puntual y del mal modo que éramos parias y no teníamos derecho a nada porque no éramos ciudadanos uruguayos. Ya rechazados mendigábamos algún diario viejo para leer algo del paisito y muy pocas veces y de mala gana nos daban la sección de avisos clasificados de El País que devorábamos para encontrarnos con nombres de calles, barrios, empresas, comercios conocidos y soñar con el regreso. Cuánto odiábamos a esos funcionarios uruguayos representantes de la dictadura militar y cuánto me molesta hoy ver alguna que quedó en la actual embajada que ahora es muy amable y simpática…

Público en el Estadio Centenario de Montevideo escuchando a Los Olimareños.

Por todo esto se entenderá que encontrarse con Los Olimareños en un lugar tan lejano de todo era un milagro que no esperábamos. Y allí estábamos las dos únicas familias de exiliados uruguayos del puerto sentados en primerísima fila, pegaditos al escenario de aquel parque al aire libre, a la sombra de enormes parotas, esperando al famosísimo dúo. Lamentablemente no había nadie más… Ni una persona más que fuera a escucharlo, salvo un par de muchachos que se encargaba del sonido. Amigo lector, si usted es uruguayo le costará entender que a Los Olimareños nadie los fuera a escuchar, pero si es mexicano no necesito decirle que en México eran prácticamente desconocidos y mucho más en ese lejano puerto.
No crean que nos desanimamos; ni ellos ni nosotros. Los invitamos a nuestra casa y a la sombra de los almendros y ya preparando un fuego para un asadito, nos sacamos el gusto de oírlos cantar y charlar hasta el cansancio. La sencillez, bonhomía y generosidad de Pepe y Braulio nos empaparon de inimaginables sentimientos de nostalgia por nuestra patria distante.
Quizá algún lector joven no entienda de manera cabal lo que sentíamos en esos años, porque hoy es tan fácil acceder a través del internet a cualquier información, estaciones de radio, diarios y hasta hablar con la familia por Skype que han hecho cambiar dramáticamente las distancias. Por ejemplo, y a pesar de tener una antena de onda corta muy bien hecha y de un espíritu diexista[ii] empecinado jamás pude oír nada de Uruguay o Argentina. Unas pocas veces pudimos escuchar una radio brasileña trasmitiendo fútbol y nos quedábamos embobados con ello.
El mate, ese amigo inseparable, se transformó en algo muy lejano, porque con muchas dificultades se conseguía yerba mate argentina en la Ciudad de México exclusivamente. En Lázaro Cárdenas metíamos un montón de yuyos (hierbas) locales en un vaso y nos hacíamos una infusión que tomábamos con bombilla (especie de popote metálico para tomar mate) para no perder la costumbre.
Pero volvamos con Los Olimareños. Pepe y Braulio nos comentaron que regresarían al DF en un par de días así que teníamos tiempo para invitarlos a ir a la playa y a pescar en la escollera que estaba en la desembocadura del Río Balsas en el mar.

A la izquierda se aprecia la escollera.

–¿Y vos Pepe, sabés pescar?
–Ah claro que sí. Pero mirá que Braulio no sabe ni agarrar una caña, eh.
Nos instalamos en la escollera con las cañas e inmediatamente vimos que Pepe sabía del negocio y tiraba muy bien el reel. Braulio era un desastre y al primer tiro se le hizo una galleta bárbara (enredo de la línea en el carrete) y mientras le ayudamos a desenredarla ya tenía un pescado enganchado. Al segundo tiro, lo mismo, otro fenomenal enredo pero ahora enganchó dos pescados a la vez. Pepe miraba aquello y no lo podía entender. Recogía su reel y tiraba cerquita de donde Braulio lograba mal lanzar y nada…
Para evitar enredos y demoras le encarnábamos y tirábamos la caña a Braulio y no hacía más que recoger uno o dos pescados por tiro. Pepe… nada. Mascullaba bronca nomás...
Pero nosotros, amigo lector, ¿qué podíamos decir? Estábamos encantados de tener aquellos increíbles compañeros de pesca que nos hicieron sentir cerquita a la patria que estaba tan lejos al sur.


https://www.youtube.com/watch?v=met4w0Ly4PI
Este es mi pueblo (Carlos Puebla)

Milonga del fusilado (Carlos Ma. Gutiérrez – Pepe Guerra)


[i] Expresión uruguaya muy usada en Montevideo para designar a los habitantes del interior del país. Proviene de los emigrantes de las Islas Canarias que la mayoría se asentaron fuera del departamento de Montevideo.

[ii] Diexismo es la afición de escuchar radioemisoras lejanas o exóticas. El nombre proviene de las siglas DX, donde la D significa distancia y la X, incógnita.

viernes, 30 de marzo de 2012

Julia

La joven pareja hacía pocos años que se había casado pero ya no disfrutaban como al principio las mieles de los descubrimientos mutuos, de los furtivos encuentros en su propia casa antes de la comida o al terminar la siesta bendita de cada día. Se les veía contentos sí, y hasta un poco enamorados, aunque ella, dos por tres se ponía de malas porque quería salir como fuera de Lázaro Cárdenas, apartada ciudad portuaria del estado de Michoacán. No aguantaba el calor tropical y la humedad permanente. Tampoco soportaba la lejanía de cualquier manifestación cultural, en especial del ballet que tanto tiempo le dedicara. No toleraba la falta de tiendas o lugares aunque sea para distraerse un poco. Todo era calor, sudor y malos olores y en verano, además, mosquitos.
Julia había nacido en Morelia y desde que tenía memoria bailaba ballet. No recordaba una vida anterior al baile. Su maestra michoacana un buen día fue sustituida por una maestra rusa de nombre complicado que había llegado a Morelia y que, según ella, había sido parte del cuerpo de baile del Bolshoi. Los padres de Julia no sabían si la rusa era mejor que la maestra local, pero sí sabían que era rusa y eso ya era suficiente.


Julia se destacaba entre todas las niñas por su dedicación sin pausas y por su  gracia natural. Al año la rusa demostró que no solamente era rusa sino que sabía del asunto del ballet y fue sacando adelante un grupo de bailarinas. Dije bailarinas, porque bailarines no había uno. En Morelia no había hombrecitos que bailaran ballet porque eso era “cosa de mujeres…” Cuando llegaba la presentación de fin de año la rusa gestionaba el auxilio de un joven bailarín del DF para que las muchachas tuvieran pareja para bailar.
Así Julia fue progresando y parecía que daría para más, pero la rusa, todavía joven y bonita, se casó con un notario bastante feo y viejo pero con mucho dinero y se fue a vivir al DF. Así terminó la carrera dancística de Julia y con apenas 15 años dejó de ser aquella promesa del ballet michoacano.
La práctica de la danza le dejó un cuerpo muy bonito que sabía mover con gracia cuando caminaba por la ciudad colonial. No había un hombre que no la mirara embelesado, y muchos aspiraban, o mejor dicho, suspiraban por casarse con esa bella joven. Los muchachos estaban atentos para ver a qué hora salía Julia de su casa para no perderse su cadencioso andar y tener alguna oportunidad de platicar con ella.

Joven bailarina

Pero fue Augusto, un joven sin mayores méritos ni atractivos que finalmente la conquistó y logró llevarla de blanco impecable al altar de la catedral de Morelia. Los varones, indignados y algunos resignados, se preguntaban qué le habrá visto Julia a este menso que ni picheaba ni bateaba. Las muchachas contentas, en cambio, porque no se llevó a ningunos de los buenos partidos que seguían en disputa.
Augusto ni siquiera tenía dinero que explicara su éxito con Julia y no tenía ninguna profesión de provecho o prestigio, mal le ayudaba a su padre, don Augusto, en negocios pocos prósperos que con mucho esfuerzo y dedicación apenas si daban para vivir. Un ejemplo de estos pobres negocios era la huerta de guayaba cercana a Morelia que daba más trabajo que beneficio por pequeña y por ser muy pobre la tierra. Producían más dinero las huertas de plátano y papaya que tenía en Lázaro Cárdenas pero no eran fáciles de atender por estar tan lejos de Morelia y por la pésima carretera angosta y llena de curvas que había que transitar para llegar a la costa. Además, una vieja deuda que tenían un par de intermediarios con don Augusto era una pesada carga para salir adelante.
Sin embargo un buen día los intermediarios lograron pagarle la deuda a don Augusto en especie: un restaurante modesto pero bien ubicado en pleno centro de Lázaro Cárdenas. Se llamaba “La Pacanda”, nombre purépecha de una isla del Lago de Pátzcuaro, que ofrecía comida sencilla pero bien hecha. Feliz don Augusto había logrado recuperar algo de lo perdido y hacia allí mandó a su hijo recién casado para que se hiciera cargo del restaurante.
El joven Augusto llegó con Julia al puerto michoacano feliz de estar cerca del mar para satisfacer una de sus aficiones preferidas: la pesca. ¿Y el negocio?, bueno… también lo ponía contento –pero no mucho– por aquello de independizarse un poco de sus padres y hacer algo por sí mismo. A Julia medio la conformaba salir de la casa de sus suegros, alejarse de la tutela de doña Clara que sólo velaba por el bienestar de su hijo y criticaba solapada y permanentemente a la joven.
El calor de Lázaro Cárdenas hizo su parte: le quitó mucha ropa a Julia que ahora fresca se la veía mucho más guapa. Blusas y faldas muy ligeras mostraban aquel bellísimo cuerpo que empezaba a hacer estragos entre la población masculina del puerto. De postre caminaba con un zarandeo muy femenino, mirándose las piernas que llamaba la atención.
Al principio Julia se encargaba de la caja registradora y Augusto de recibir los comensales y apurar a las cocineras y meseros. Cuando Julia salía en alguna ocasión de la caja, las miradas tropicales de los hombres enseguida se posaban en su cuerpo, aunque ella –siempre muy propia– no daba lugar a nada.
Cuando había pocos clientes se iba para su casa que estaba del otro lado de la plaza principal de la ciudad y el calor bochornoso volvía a jugar su papel porque era imposible atravesar ese espacio tan grande al rayo del sol, así que su falda revoloteaba por el camino más largo pero de sombra, pasando por debajo de los techos y marquesinas de varios comercios donde siempre era acechada por los galanes del lugar.
Uno de esos comercios era un salón de billar con una cantina maloliente al fondo donde sus asiduos clientes mataban el calor y el tiempo con cervezas y carambolas. Casi siempre estaba allí “Finito” Chávez, ex jugador de fútbol de discreto pasaje por el Morelia, alto, güero y ganador con las mujeres. Cuando veía venir a Julia dejaba todo para asomarse y ver aquellas piernas torneadas por el ballet y aquellas “caderas y pechos torneados por Dios”, así decía el “Finito” que hasta místico se ponía cuando veía a Julia.


La pesca traía bien ocupado a Augusto que por la mañana se iba al atracadero municipal sobre el propio Río Balsas donde llegaban las lanchas con motor fuera de borda de los pescadores del lugar con la captura para venderla rápidamente antes de que el calor echara a perder lo obtenido. Augusto les compraba dos o tres puños de anchovetas que les sobraban a los curtidos pescadores para usarlas de carnada en la noche, momento propicio para sacar algún buen pargo en el puerto entre los barcos amarrados en el muelle.
Uno de los meseros del restaurante, Javier, le acompañaba a pescar y lo iba poniendo al tanto de las técnicas de pesca y de las distintas especies que allí se sacaban.
–Mire, señor Augusto, tiene que ponerle al anzuelo un buen calambote porque si no lo pierde.
–Un buen ¿calam…qué?
–Calambote, señor Augusto, calambote. O sea que entre el anzuelo y la línea de nylon le debe poner una línea de acero de unos 15 o 20 centímetros para que las bicudas, pargos y jureles no se la corten a dentelladas.
Augusto, pescador de agua dulce, no conocía estas especies tan luchadoras que antes de subirlas al muelle cortaban cualquier línea de nylon. Poco a poco iba aprendiendo que a las barracudas les llamaban “bicudas” o “picudas” y eran muy buenas para hacer ceviche; que el pargo con colores rosados era ideal para freírlo; que los jureles tenían poca carne pero sabrosa.
Crecía el entusiasmo de Augusto por la pesca que la practicaba después de las 9 o 10 de la noche, momento bueno para capturar las especies de buen tamaño. Además, ya tarde por la noche no había mosquitos.
¿Y Julia? Julia esperándolo hasta dormirse abanicada por el ventilador de techo que era testigo de aquel cuerpo tan apetecible pero cada día menos atendido y satisfecho.
Augusto llegaba como a las dos de la mañana y en medio de una escandalera se ponía a limpiar el pescado obtenido para guardarlo en el refrigerador y no se echara a perder con tanto calor. Después a bañarse para quitarse el olor a pescado y el sudor; cuando se acostaba ya eran como las tres y media… Julia ya estaba de un humor de perros y estas pesquerías se hacían por lo menos dos o tres veces a la semana.
–Oye Augusto, llévame a cenar a aquel restaurante tan bonito de La Orilla, ¿si?
–Es que más tarde voy a ir a pescar, ¿por qué no cenamos temprano en el nuestro que en la noche hay poca gente?
–Olvídalo Augusto, olvídalo.
Las miradas sobre Julia no cedían y las de “Finito” Chávez empezaban a ponerla nerviosa porque iban acompañadas de algún piropo afilado y nunca grosero. Piropo tirado como una carambola de tres bandas: con mucho cuidado y tanteo. “No hay mujer más bella en este puerto”, y lo decía como una reflexión para sí mismo, no directamente a ella, y el dardo penetraba despacito, despacito en el cuerpo de Julia…
El “Finito” sabía bien del efecto de ese primer piropo y unos pocos más en los siguientes días fueron demoliendo, tabique por tabique, el muro de la resistencia –inicialmente muy digna– de Julia.
“Finito” recurrió en poco tiempo a ese misticismo falso pero que rara vez la fallaba: “Buenas tardes señorita, Dios la bendiga por ser tan bonita…”
–Gracias señor…

El arte del piropo.


¡Ay, Julia…! con esa respuesta lograste que “Finito”, sin calambote ni anzuelo, pescara a la más hermosa sirena del puerto. Su estampa de atleta, su cabello rubio, pero sobretodo su tenacidad y tanta dedicación hacia la joven fueron mejor carnada que cualquier anchoveta comprada por la mañana a los lancheros.
Ahora el “Finito” tenía que preparar la oportunidad para encontrarse con Julia y a la escasez de dinero tenía que anteponer el ingenio que en él era más abundante. No tardó nada en hablar con uno de sus cuates, Alberto, que tenía lancha con motor fuera de borda y también le gustaba la pesca. Sin mayores explicaciones convenció a su amigo para que invitara al mesero Javier y éste a Augusto a pescar mar adentro y asegurarse así la cancha libre para patear un par de penales al arco de Julia…
Javier, el mesero, no lo pensó dos veces cuando recibió la invitación de Alberto con quien varias veces había salido a pescar y sabía de las nuevas posibilidades de pesca desde una embarcación. Con mucho entusiasmo invitó a su vez al señor Augusto a pescar.
–Señor Augusto, tenemos que llevar unas rapalas y verá que con ellas sacaremos un buen robalo, el pescado más rico para comer, o algún dorado o gallo…
–¿Qué es una rapala, Javier?
–Son unos pequeños peces de plástico con anzuelos triples que se van jalando detrás de la lancha y simulan peces verdaderos y el robalo al intentar alcanzarlos y se engancha de los anzuelos. ¡Oh, ya va a ver usted, señor Augusto, qué pescadote vamos a sacar… Tenemos que salir como a las once de la mañana que hay mucho sol para que las rapalas brillen y atraigan al robalo y nos llevamos algo de comer porque se puede pescar como hasta las seis de la tarde.
El entusiasmo de Augusto creció como la espuma, de la misma manera que la sospecha de Julia que tras esta pesquería estaba el “Finito”, cosa que la puso muy excitada, a tal punto que animaba esta vez a que su marido saliera a pescar.
El día amaneció despejado pero unas nubes lejanas sobre el mar no eran buena señal, porque en pleno mes de octubre, en el Pacífico, los ciclones estaban a la orden del día y cualquier vientito era suficiente para erizar el mar y poner en problemas una lancha de pequeñas dimensiones como la de Alberto. Sin embargo temprano salieron a pescar sin alejarse mucho de la costa ni de la desembocadura del Río Balsas que es a su vez la entrada al puerto de Lázaro Cárdenas.
Atrevida, audaz y sin un pelo de indecisión, pasó Julia, con su falda muy agitada por el viento, por el salón de billar y constató que el “Finito” estaba más puesto que un calcetín para seguirla hasta la casa. Atrevido, audaz y sin un pelo de indecisión, “Finito” entró a la casa de Julia por la puerta entreabierta un par de minutos después que lo hiciera ella.
El viento empezó a soplar demostrando que no iba a ser cómplice de nadie y amilanó el entusiasmo de los tres embarcados que tomaron el camino de regreso y programaron otra salida para dentro de una semana. Medio mareados por las sacudidas del mar los pescadores frustrados llegaron al muelle municipal sobre el río Balsas.
El viento, sin embargo, no había incidido para que “Finito” abriera el marcador y marcara un primer gol por encima de la barrera y demostrara su oficio de buen pateador. Julia, siempre bailando en pequeños escenarios ahora conocía uno nuevo y mucho más grande y sentía profundamente la danza por dentro sin necesidad de la música de Tchaikovsky, Stravinsky o Saint-Saëns.
El destino, empujado por el viento imprevisto del Pacífico, hacía que en ese momento Augusto entrara a su casa –ajeno a las hazañas deportivas y a la danza clásica en su propia cama– en el momento justo en que oye los gemidos y gritos de Julia que festejaba el segundo gol de chilena magistralmente ejecutado por el “Finito” Chávez.

Cédar Viglietti

miércoles, 7 de marzo de 2012

Radio Azul, una inolvidable experiencia.

A principios de 1980, cuando ya habían acabado las clases de guitarra en Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo, logré entrar al Programa Cultural Fronterizo del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) que consistía en hacer unas interesantísimas giras de conciertos por la frontera norte de México. Una vez metido en ese programa me ofrecieron participar en un programa de capacitación para maestros de guitarra clásica de las casas de cultura de todo el país que el INBA impulsaba.
Así conocí a varios maestros que con mucha amabilidad y paciencia me recibían para darles algunos tips  y recomendaciones sobre cómo mejorar la impartición de las clases de guitarra en sus respectivos lugares. Si bien los tips y recomendaciones no valían la pena, sí eran útiles las fotocopias de partituras que llevaba y que nutrían el acervo del maestro de la casa de la cultura visitada.

Casa de la Cultura

Así fue como llegué a Cd. Lázaro Cárdenas, puerto del estado de Michoacán sobre el Pacífico, donde en la Casa de la Cultura “José Vasconcelos” me encontré con un muy joven maestro con poca experiencia en la impartición de clases de guitarra a través de la lectura de partituras. Ello provocó que el director de la casa de la cultura me ofreciera quedarme a vivir en ese puerto michoacano para dar clases formales de guitarra clásica. La fascinación por el trópico, esa naturaleza desatada y fecunda, la cercanía del mar tan distante desde el centro de México y un sueldo fijo que es tan difícil de percibir cuando se vive de clases particulares y conciertos me llevaron a aceptar esa empresa en un lugar muy lejano de la capital mexicana, que en aquellos años demandaba más de 12 horas en auto por carreteras sinuosas e interminables.
Con tres hijos muy pequeños me mudé a la costa de Michoacán donde el calor era tan intenso que hacía dudar la permanencia allí. Se debe sumar a ello lo precario de los servicios como el agua; la luz; la falta de atención médica especializada en niños; carencia casi permanente de objetos de consumo básico; ausencia casi total de bibliotecas, librerías; escasísimas actividades culturales y un interminable etcétera más.
Sin embargo muchas cosas positivas ofrecía este lugar a cambio de tantos inconvenientes: la vida provinciana tan distinta al ajetreo del Distrito Federal y los municipios del Estado de México conurbados con más de 14 millones de habitantes en esa época; el contacto con un México mucho más profundo a través de la gente del lugar; la intensa vida en contacto con la naturaleza; un mar siempre tibio en cualquier época del año; la ausencia de señales de televisión (sí señor, aunque usted no lo crea, los televisores no eran más que un mueble con una carpetita para poner un florero o alguna maceta…); la pesca en el Océano Pacífico, uno de mis hobbies favoritos que merecerá un artículo aparte; el conocimiento de un mundo tropical desconocido y fascinante para un uruguayo cuyo país en nada se parece a este lugar.
Es interesante comentar que mucha gente venía a vivir a Lázaro Cárdenas desde lugares lejanos como el centro del país y de miles de kilómetros al norte por su experiencia en empresas siderúrgicas que se localizan en los estados de Nuevo León y Coahuila, dado que en este puerto michoacano se localiza una de las mayores siderúrgicas de México: Lázaro Cárdenas-Las Truchas (SICARTSA).
Al poco tiempo de llegar di un concierto de guitarra en la Casa de la Cultura donde asistió mucha gente dado lo poco que había qué hacer en ese puerto del Pacífico. Recuerdo que el calor era tan intenso que había que tocar con micrófono para competir con el ruido de los ventiladores a toda marcha. Usted amigo lector, que no toca la guitarra, quizá no sepa que para tocar con agilidad y precisión es necesario tener los dedos calientes y secos, y que los nervios generalmente atacan al guitarrista enfriándoselos y humedeciéndoselos. Pues ese día, con 35° de temperatura no faltó a la cita el frío en las manos… Del sudor ni le hablo.
Como se me ha hecho costumbre siempre explico en los conciertos las obras que toco y comento algo de sus autores para que el público tenga referencias de lo que escucha, y en esa oportunidad estaba entre el público el director de XELAC Radio Azul, el licenciado Nelson Galán quien siguió con mucha atención la música y mis palabras. Al terminar vino a platicar conmigo y me ofreció hacer un programa de música clásica en la estación que dirigía “pero entre disco y disco dar las explicaciones como hiciste en este concierto…”


Encantado acepté pese a no tener experiencia radiofónica. Y así comencé una aventura maravillosa de comunicación a través de la música en una estación de radio estatal que dependía de otra empresa estatal: Promotora Radiofónica del Balsas, que con escasos recursos para la estación, autorizaba a vender publicidad y complementar así sus ingresos. Nelson Galán me recomendó hacer el programa diariamente de 15 a 16 horas (hora de la siesta sagrada en los lugares tropicales) para acompañar a quienes descansan antes de seguir con el trabajo diario después de las 17 horas cuando el sol volvía a ser soportable.
Allí aprendí la importancia de tener prácticamente cautivo al auditorio, porque además de esta radio existía otra (Radio Horizonte) con programación y locutores dedicados exclusivamente a la difusión de valores comerciales sin proponer algo más que la música y comentarios ramplones del momento.
Además de casi no tener competencia, Radio Azul transmitía con cinco mil watts de potencia (bueno… aceptemos que eran como tres mil porque si le subían a cinco mil se prendía fuego la planta que estaba en la población vecina de Las Guacamayas), frente a la “otra” que apenas pasaba los 500 watts. Por eso era cierto el slogan de nuestro locutor estrella, Fernando Montaño, que proclamaba que… “¡Radio Azul transmite más allá del Horizonte!”


Con certeza nunca supe si mi programa de música clásica “prendía” en la gente, pero la realidad es que no había mucho para elegir y al director de la radio le gustaba, así que el proyecto se iba imponiendo. Sinceramente creo que la llamada “música clásica” ayudaba mucho a conciliar el sueño de esas siestas tan instauradas en los lugares tropicales y ayudaba a dormir más relajado.
El desmedido entusiasmo de Nelson Galán hizo que me ofreciera hacer otro programa de música latinoamericana muy en boga en aquellos años. Así nació “La Nueva Canción” donde desfilaron Silvio Rodriguez, Amparo Ochoa, Víctor Jara, Alfredo Zitarrosa, Chico Buarque y muchos cantantes latinoamericanos más.
La cosa no paró allí sino que al tiempito Nelson me ofreció la programación musical de la radiodifusora y colaborar con un niño que le decían “Kalimán”, que con escasos 10 o 12 años conducía con muchísimo talento y desenvoltura un programa infantil llamado “El Carrusel”. De esta forma se incorporó el viejo y gruñón “Pepe Pelícano” que le llevaba la contra en todo a “Tito Zorro”, personaje que el niño improvisaba con total desparpajo. Muchos niños, al no ser distraídos por la televisión, seguían con entusiasmo el programa y al salir de la escuela se daban una vuelta por la estación de radio para conocer a Tito Zorro y Pepe Pelícano, situación que me inhibía mucho al enfrentar el micrófono poniendo una voz de viejo y rezongón con público infantil delante.
Recuerdo que la coordinación de las escuelas primarias de la zona organizó una vez un desfile de primavera para alegrar a aquel pueblo tan olvidado. Todo estaba muy bien, pero a las maestras se les ocurrió invitar a Tito Zorro y a Pepe Pelícano que fueran en un carro alegórico de Radio Azul. No sabía cómo salir del paso para no desairar a las organizadoras que no entendían que no tendría la menor gracia ver a un tipo y a un chamaco sentados en un carro que acabarían con la magia que la radio lograba crear en la imaginación de miles de niños.
Después de haber visto cómo hacían las piñatas los artesanos mexicanos con cartón, papel, pegamento y pintura, logré hacer dos grandes caretas de zorro y pelícano que cualquier niño podía ponerse metiendo la cabeza completamente adentro. Así, el niño-locutor y uno de mis sobrinos se montaron en el carro alegórico y con las enormes máscaras de los personajes de la radio desfilaron por las calles de la ciudad saludando a una buena cantidad de seguidores de “El Carrusel”.
Cuando faltaba poco para que se celebrara el Día de las Madres, fecha de gran importancia en México, empezaban a llegar decenas de cartas de emigrantes mexicanos que trabajaban en Estados Unidos solicitando una canción para saludar a sus progenitoras que generalmente vivían en lugares inaccesibles de la sierra de Michoacán y Guerrero pero donde llegaba nuestra radio. En cada carta venía un billete de un dólar envuelto en una humilde hojita de cuaderno donde rogaban al “Sr. Locutor” que le dedicara “Las mañanitas a mi madre que vive en el paraje…” o –en algunos casos– “El rebozo de mi madre”, melancólica canción guerrerense muy escuchada entonces.
Solo mi amigo José Luz, originario de esa zona y conductor del programa “Rancho alegre”, era capaz de leer aquellas notitas tan conmovedoras y valiosas de los “mojados” a sus madres. Estaban escritas con tanta dificultad, desde el punto de vista de su redacción y ortografía, que suponía un verdadero reto leerlas al aire. Los 10 de mayo extendíamos dos horas más el programa de José Luz para no dejar ni una cartita sin leer.
Mucho aprendí en XELAC, Radio Azul, de esa magia de la comunicación radiofónica que tiene reglas y códigos pocas veces escritos pero que deben respetarse so pena de que el oyente realice ese acto tan simple de cambiar de estación. Fernando Montaño, experimentado locutor de emisoras comerciales, me enseñó muchísimo con su profesionalismo ejemplar. José Luz hizo que comprendiera el gusto musical de los campesinos michoacanos y guerrerenses. Con Jaime López aprendí cómo se maneja el auditorio joven a través de la cátedra que daba sobre la música de rock. Conchita Velázquez, quizá con una voz un poco aguda, ponía la distinción y seriedad en el micrófono. Nelson Galán, el director de la radio, lograba el trabajo en equipo y el compromiso permanente con los oyentes de la región en pos de una emisora atractiva con dignidad y calidad.
Quiero cerrar este artículo con una reflexión sobre la enorme responsabilidad que se asume al frente de un micrófono en una radioemisora tan particular como fue Radio Azul en el comienzo de la década de los 80´s. Piénsese que era un lugar con dos emisoras de AM, sin televisión, casi sin teléfonos, no existían los celulares ni el internet, y con una sierra junto al mar que no hacía fácil los traslados de tanta gente que vivía en rancherías de difícil acceso, con una temporada de lluvias copiosísimas que complicaba aún más el tránsito por veredas de barro rojo que atravesaban una selva baja pero muy tupida. En esas condiciones la radioemisora era muchas cosas: la fiel compañía; el entretenimiento; la única posibilidad de informarse (por cierto retransmitíamos, a través del teléfono, los excelentes noticieros de Radio Educación de la Ciudad de México); casi la única ventana al mundo exterior; la guía cuando algún huracán se acercaba a las costas de Michoacán; la posibilidad de evaluar los daños de los temblores (terremotos) tan frecuentes en ese lugar; en fin, usted puede imaginar el significado de esta extraordinaria estación de radio y entender ese momento tan conmovedor cuando una joven mujer –de muy humilde vestido y muestras en sus zapatos de caminos lodosos para llegar hasta la ciudad, pero perfectamente presentada con impecable peinado– nos traía un viejo disco de 33 r.p.m. de María Dolores Pradera para compartir con los oyentes…


A la izquierda el Lic. Nelson Galán, a la derecha Fernando Montaño y al centro el autor del artículo (1982)

sábado, 11 de febrero de 2012

Una obra del último recital de guitarra de mi padre Cédar Viglietti Viscaints


Luego de haber podido armar un audio con música uruguaya interpretada por Cédar Viglietti Viscaints (me llevó muchísimo tiempo vencer mi torpeza informática y necesité de la ayuda decisiva de un joven alumno…) hoy presento esta grabación, no profesional aunque realizada con mucha dignidad, del último concierto de mi padre realizado el 2 de julio de 1974 en la Sala Millington Drake de la ciudad de Montevideo. Este concierto fue organizado por el Centro Guitarrístico del Uruguay “Conrado P. Koch”.
En esta oportunidad mi padre interpreta “Triste”, recopilado por Luis Alba en 1886, y da una extensa explicación sobre el origen de esta expresión musical auténticamente uruguaya.

lunes, 30 de enero de 2012

REDESCUBRIENDO A MI PADRE

La lectura del libro “Los pioneros de la naturaleza uruguaya” del médico, investigador en trasplantes y medicina regeneradora, destacado pintor y escritor uruguayo radicado en Canadá, Daniel Skuk, me produjo una gran emoción por revivir a un notable personaje de las ciencias naturales de Uruguay, muy querido por mi familia: el Prof. Francisco “Pancho” Oliveras. Este verdadero Quijote de la naturaleza que recorrió a lo largo y ancho el país con un nutrido grupo de profesores, estudiantes, maestros, botánicos y zoólogos reunió una de las más importantes colecciones de arqueología, paleontología, geología y zoología, las que a partir de su donación al estado uruguayo constituyeron la base para la creación del Museo Nacional de Antropología.

Mi padre, Cédar Viglietti Viscaints, compartió con este magnífico docente de generaciones de investigadores y maestros uruguayos, aquellos inolvidables campamentos del “Centro de Estudios de Ciencias Naturales” que siempre fueron motivos de gratísimos recuerdos y un sinfín de anécdotas en el seno familiar.

Recuerdo a Pancho bonachón, siempre alegre, alto, de bombachas gauchas (pantalón muy ancho pero ajustado en el tobillo que facilita montar a caballo y las tareas propias del campo), de alpargatas de yute y boina vasca. Cuando entraba a mi casa a charlar con el viejo se le veía inquieto porque había abandonado por un momento a la gente del “Centro” en algún campamento cerca de Minas y trataba de ser breve en su visita.


Con mucha dificultad –por ser muy chico– recuerdo algún campamento al que fuimos en familia. Tal es el caso de La Charqueada, puerto fluvial sobre el Cebollatí en el departamento de Treinta y Tres, donde nos sacaron esa foto a mi hermana y a mí fascinados con el pequeño carpincho abandonado que pasó a ser adoptado por el conjunto de campamentistas. Pero sí recuerdo claramente haber ido varias veces al Arequita, ese cerro que es un ícono de la Ciudad de Minas en Uruguay, a acompañar a mi padre que iba a tocar la guitarra “a campo abierto” ante todos los integrantes del “Centro”, como se aprecia en la foto del precioso libro de Daniel Skuk y que ha estado desde siempre ilustrando este blog.


Resulta muy interesante saber que al influjo de Pancho Oliveras y su incansable labor por difundir las ciencias naturales y la protección del medio ambiente en Uruguay, el “Centro de Estudios de Ciencias Naturales” hizo pública en 1945 una declaración en la prensa de Montevideo donde advertía sobre evitar la destrucción de grutas o cerros –“monumentos de la naturaleza”– que “significa hacer desaparecer para siempre un libro que, leído con habilidad por el hombre le revela un detalle del secreto, más viejo que la humanidad, pero secreto todavía, como lo es el del origen del mundo…”

Con este lenguaje, quizás ingenuo pero sensible, un pequeño grupo de uruguayos se adelantaba a su época en la defensa de la ecología como bien lo señala el Dr. Skuk en su libro. Personalidades de diversos ámbitos se adherían a esta declaración como Fernando Della Santa (secretario general del Ateneo de Montevideo), el doctor Washington Buño (decano de la Facultad de medicina), los escritores Carlos Sabat Ercasty, Emilio Oribe, Francisco Espínola, el escultor Ramón Bauzá, el notable músico Eduardo Fabini, el musicólogo Lauro Ayestarán, los arqueólogos Rodolfo Maruca Sosa y Antonio Taddei, “el coronel –guitarrista y narrador– Cédar Viglietti”, el geógrafo Jorge Chebataroff, el zoólogo Raúl Vaz Ferreira, el médico y escritor Isidro Más de Ayala y varios personajes más.

Debo confesar que me entero hoy, a través del libro del Dr. Skuk, de estas actividades donde mi padre participaba y que hoy me llenan de legítimo orgullo. De  la misma manera sé ahora que artículos escritos por mi padre sobre el “Centro de Estudios de Ciencias Naturales” fueron publicados en el diario La Tribuna Popular entre los años 1949 y 1953.
Páginas más adelante, el Dr. Skuk hace una referencia muy conmovedora para quien escribe estas líneas en el capítulo “Los conciertos de Viglietti” narrándonos un momento de la noche en el campamento de la “Quebrada de los Cuervos” en el departamento de Treinta y Tres. Permítaseme tomar en forma textual dos párrafos de este capítulo para dejar intacta la sensibilidad del autor del libro “Los pioneros de la naturaleza uruguaya”:
“Pero esa primera noche de campamento, tras dar cuenta de la cena, el personaje fue Cédar Viglietti. Y es que el coronel no tuvo más remedio que ceder al pedido de sus compañeros, a quienes el viaje y la jornada de actividades en la ciudad de Treinta y Tres no parecían haber rendido. O, si rendidos, no lo suficiente para perderse la oportunidad de un concierto de aquel que, como Mario Pariente Amaro, solía jerarquizar con su guitarra los fogones del campamento.
Todo se preparó en forma sencilla pero casi religiosa: los faroles fueron apagados y alguien sugirió sabiamente prohibir los aplausos; nada debía quebrar la magia virgen del entorno. Y así se sucedieron… estilos, vidalas, tristes y aires camperos, en el silencio absoluto de la medianoche, apenas a la luz de la luna llena y los rescoldos del fogón. Sólo los nítidos timbres de la guitarra osaron impregnar las sombras escondidas en la vegetación nocturna. Todo es posible en el hechizo de la noche, y un escalofrío conmovió a aquel que pudo imaginar cómo los dedos de Viglietti, en esos momentos, pulsaban las cuerdas etéreas de la propia quebrada.”


    Viglietti en la guitarra y a su izquierda Pancho Oliveras. Fotografía publicada en el libro “Los pioneros de la naturaleza uruguaya”.

viernes, 20 de enero de 2012

De cacería con mi padre

No tengo dudas que lo que se hereda no se roba, pero también he aprendido que todo cambia como dice la hermosa canción del chileno Julio Numhauser. Y a pesar de haber sido cazador mi abuelo Jacinto Viglietti, cazador mi padre y cazador yo mismo, hoy me he transformado en un ornitófilo que admira y respeta a las aves. Sin embargo durante los finales de la década de los 50´s y toda la de los 60´s desarrollé junto a mi padre una intensa actividad de caza de perdices, martinetas, patos y liebres que en aquella época me fascinaba.
Inicialmente teníamos una perra mezcla de Setter de nombre “Pinta” que pese a no ser de raza pura medio servía para cazar perdices por los campos del Departamento de Lavalleja en Uruguay. Poseedora de un discreto olfato sustituía esta carencia con un intenso entrenamiento en campos cercanos a la ciudad de Minas que afortunadamente los teníamos a la mano.
No recuerdo de qué manera mi padre se vinculó con un señor de curioso nombre, Siul Samot Stratta, que era presidente del Pointer Club Uruguayo, una institución con mínima organización pero que criaba a los mejores perros del mundo para olfatear a las perdices y martinetas. Tiempo más tarde nos enteramos que los nombres Siul Samot provenían de Luis y Tomás invirtiendo el orden de las letras. Este amigo Siul vio el trabajo que había hecho mi padre con la perra “Pinta” y nos prometió que nos regalaría una cachorra Pointer con la condición que la entrenáramos y no permitiéramos que se cruzara con algún perro sin su autorización.


Así apareció Sporting Select Gacela, una cachorrita Pointer con pretencioso nombre que abreviamos en “Gala” y que comenzamos a educarla en la caza de la perdiz chica. Para ilustrar al lector debo aportar algunos datos sobre esta ave sudamericana cuyo nombre científico es Nothura Maculosa y que en lengua guaraní se llama inambú. Es un ave mediana, regordeta, de cuello largo, excelente caminadora. Su vuelo lo realiza excepcionalmente cuando se siente acorralada, y se trata de un aleteo veloz y ruidoso porque tiene que vencer con sus cortas alas la gravedad de su pesado cuerpo.
Este vuelo tan característico asusta a cualquier caminante desprevenido que se sorprende del ruido que produce. La gente de campo no es sorprendida porque instantes antes de volar da unos cortos silbidos que anticipan el escándalo del batir de alas. Vuelo corto (entre 80 y 120 metros), generalmente recto y a baja altura que intenta prolongar con planeos bamboleantes y torpes.


Habita pastizales en campos abiertos naturales o cultivados de casi todo el país, desde los alrededores de Montevideo hasta el extremo norte. Come granos y otros vegetales (hojas tiernas, brotes); también insectos adultos, crisálidas y orugas. Por su régimen alimenticio, que incluye semillas de un gran número de malezas e insectos dañinos, debe considerársele como un ave muy beneficiosa.
Nidifica en la primavera austral desde septiembre a mayo –lapso en el que hace varias posturas– en el suelo, junto al pie de alguna mata. Oculta tan bien su nido que resulta muy difícil descubrirlo. Pone de 4 a 8 huevos brillantes de color chocolate oscuro uniforme.


La cacería de la perdiz consiste en que el perro busque e identifique su olor, “marque” su presencia (adopta una postura rígida de gran atención y cautela) y provoque su vuelo que es aprovechado por el cazador para tirar con su escopeta y derribarla. Inmediatamente el perro deberá recogerla muerta y traerla en su boca, sin morderla, hasta las manos del cazador.
Para comenzar el entrenamiento de “Gala” mi padre rellenó una vieja calceta con muchas plumas de perdiz que se transformó en el juguete permanente de la perrita. Después de los 6 meses comenzamos a sacarla al campo a jugar con la pelota de plumas que se la escondíamos y ella rápidamente hallaba. Poco a poco le quitamos la calceta de plumas y ella buscaba el olor de la perdiz en el aire. Le reprimíamos cualquier persecución a otra ave que no fuera perdiz.
Luego venía un ejercicio bastante duro y cansado para quien escribe estas líneas porque había que enseñarle a “batir” el campo en zigzag para encontrar el olor (siempre con el viento de frente) y mi padre aprovechaba mis energías de los 9 o 10 años atándome el extremo de una cuerda de 25 metros a la cintura y el otro extremo al collar de la perra. Yo debía tirar de la cuerda cada vez que “Gala” completara su extensión por la izquierda para llevarla ahora a la derecha y al completarse este lado volver a jalar para llevarla al otro y no permitirle alejarse del cazador.
Se escribe sencillo, pero luego de estos ejercicios con una perra totalmente excitada y fuerte yo quedaba para el “arrastre” (muerto) como se dice en el argot taurino. Mi padre… caminaba tranquilo y daba instrucciones, eso sí.
Ahora había que salir con la escopeta porque la perra demostraba su poderoso olfato y encontraba perdices y las hacía volar. Debíamos derribarlas para que “Gala” no se frustrara en correrlas, conmigo de arrastro, claro. Temíamos que con los primeros tiros la perra se asustara pero era tan grande su excitación que no se espantaba con las explosiones.
De pronto la perra se detenía bruscamente y medio agachada se paralizaba “marcando” la presencia de una perdiz. Había que acariciarla premiando esa actitud y luego de unos pocos pasos detrás de la perdiz, invisible entre los pastos, sentíamos el silbido que anticipaba el vuelo y yo debía tirarme al suelo para facilitar que mi padre efectuara el disparo de su escopeta belga calibre 20 y no me diera a mí.
Si el tiro era bueno y caía la perdiz la perra se serenaba al encontrarla, pero si se fallaba intentaba correr tras ella y ¿quién creen ustedes que la detenía a costa de jalones que quemaban las manos y doblaban la cintura? ¡Adivinaron! El que escribe… Por fin llegó el momento de sacarla al campo sin la cuerda esperando que obedeciera cada vez que se le gritaba. Pero “Gala” demostró tener una personalidad muy independiente y la obediencia no era lo suyo, así que sobraron muchas oportunidades en que salía corriendo y no hacía caso a nada hasta las cansadas (mías) en que lograba alcanzarla y traerla atada de la correa.

Liebre uruguaya de origen europeo.

¡Ay mamita si se encontraba con una liebre! Comenzaba a correrla sin ninguna posibilidad de alcanzarla y desaparecía en el horizonte. ¿Quién creen que la iba a buscar a 25,000 kilómetros de distancia en aquel mar de pastos? ¡Volvieron a adivinar! Cuando lograba traerla con la lengua afuera (la mía) me encontraba con mi viejo sentado a la sombra de algún arbolito comiendo tangerinas que me decía:
–Bueno… ¿seguimos?
Yo ya no tenía aliento para contestar pero diga usted que la juventud de entonces hacía milagros.
El viejo era un tirador discreto que de 10 tiros pegaba 6 o 7, así que yo debía correr tras la perra 3-4 veces cada diez tiros para reprenderla por no obedecer el grito de detenerse y para que dejara de correr tras el vuelo de la perdiz. Pero con el tiempo empezó a obedecer (a esa altura yo ya era un corredor consumado) y ¡por fin! a los 9 años Papá me dio una escopeta belga también, calibre 28 (calibre muy pequeño) que obligaba a tirar inmediatamente que la perdiz emprendiera el vuelo para evitar que se alejara y el tiro ya no le hiciera nada. Creo que ese calibre tan pequeño desarrolló mi puntería porque tiempo después mi padre se compró una escopeta Beretta calibre 16 y me pasó la calibre 20 y yo ya lograba acertar 9 de 10 tiros.
Recuerdo cuando íbamos cerca del Río Cebollatí a cazar martinetas, especie de perdiz pero mucho más grande y pesada que vive en los pajonales de zonas muy húmedas. No es sencillo cazar en estos lugares porque la martineta se mete donde hay paja brava (esa especie de zacate ornamental en México con filos cortantes) y la perra se tajeaba todo el hocico de tal manera que teníamos que detenerla un momento para pasarle un trapo con agua oxigenada y parar la hemorragia. Era verdaderamente difícil tenerla quieta ante su excitación por buscar las emanaciones de estas aves.

Martineta

De pronto la perra se detenía petrificada y a unos pocos metros más adelante levantaba pesadamente vuelo una gorda martineta que era un blanco más fácil que una perdiz de vuelo mucho más rápido. Al matarla se complicaba para nosotros y la propia perra encontrar la pieza porque la paja brava era más alta que cualquier hombre y ocultaba el lugar donde caía esta ave tan preciada.
La calidad de la perra “Gala” era tal que Siul Stratta nos invitó a participar en un concurso sudamericano de caza donde participaban perros Pointer de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Nuestra perra ganó el primer premio en una maravillosa demostración que incluyó –accidentalmente– una estampida de ganado Hereford que al pasar a su lado mientras marcaba una perdiz, ni la inmutó y continuó su labor de caza. De postre, entre la primera y segunda perdiz (de las tres que se le otorga para calificarla) se le atraviesa una liebre corriendo y con mi padre vimos todo perdido porque la perra saldría como tiro corriendo tras ella y se acabarían allí todas sus posibilidades de obtener un buen puntaje. Ese día fue la única vez en su vida que “Gala” hizo caso al grito del viejo que la paró en seco y con ellos sumó muchos puntos por obediencia. La revista Diana (de caza, tiro, canofilia y pesca) de Argentina la sacó en una sus portadas como ejemplo de perro de caza. Dicho sea de paso de mí no hicieron ninguna mención, ni me sacaron fotos…


Es momento oportuno para recordar a un minuano amigo de mi padre, Samuel “El Vasco” Rodríguez –a la sazón gerente de la sucursal del Banco Comercial en Minas– que, además de finísima persona era un magnífico tirador. Con su escopeta Remington calibre 20 (cuando todos los tiradores usaban calibres mayores, 16 y 12, obteniendo mayores oportunidades de acierto) participó de ese concurso sudamericano haciendo gala de su extraordinaria puntería y asegurando que cada tiro fuera una perdiz derribada y evitar así que los perros concursantes corrieran tras la presa que escapaba.
¡Híjole, manito! Después de escribir sobre perdices se me despertó el apetito y las ganas de comerme una perdiz en escabeche, situación imposible en México porque no existe esta ave, pero se la puede sustituir por una codorniz que es igualmente sabrosa y se consigue en los mercados. Les comparto una receta uruguaya de Perdices al Escabeche que si usted se anima a prepararla le encantará:


Ingredientes para 4 personas:
4 perdices o 4 codornices que en México y seguramente en muchos países se consiguen.
2 cebollas grandes
4 zanahorias
8 dientes de ajo
8 champiñones
20 granos de pimienta negra
4 hojas de laurel
2 chiles serranos (en el caso de México)
Sal al gusto
1 taza de aceite de oliva.
1 taza de vinagre de manzana o de vino blanco.
1 taza de agua.
Preparación:
Lavar bien las perdices y secarlas, freírlas una a una en el aceite de oliva, hasta que queden doradas, salarlas.
Cortar las cebollas, las zanahorias, los chiles y el ajo en rodajas finas.
Aprovechar el aceite de oliva y colocar en camadas, de la siguiente forma:
1º - Cebolla.
2º - Laurel, ajo y champiñones.
3º - 2 perdices.
4º - Zanahoria y pimienta en grano.
5º - ½ taza de vinagre.
6º - Repetir una segunda camada.
Colocar en fuego lento y tapar la olla, pasados 7 u 8 minutos, poner el agua.
Cuando la zanahoria esté cocida, está lista la receta.
Dejar enfriar y guardar en el refrigerador en un recipiente hermético. Ya tiene usted una magnífica cena fría y ligera.
 
¡Buen provecho!