viernes, 23 de septiembre de 2011

La sastrería

Mi marido dice que estoy loca y no me cree que en esta casa tan antigua que compramos hay un hombre que se pasea por el jardín interior. ¡Cuántas veces lo he visto salir de lo que era el granero y con toda calma caminar mirando el suelo! Al principio me asustaba y por eso recurría a mi esposo toda alarmada pero cuando él salía corriendo para ver quién era nunca veía nada.
–¡Estás como loca mujer! Aquí no hay nadie– eso era todo lo que me decía hasta que finalmente, y luego de cuatro o cinco veces, ya no miró más a ver quien andaba ni yo volví a avisarle.
De verdad no sé qué me pasa pero no estoy mintiendo cuando digo que alguien camina por las noches en el jardín. Yo lo veo y no es una sombra, ni siquiera puedo decir que es un fantasma, es un hombre de carne y hueso (o al menos así parece) que se pierde en lo oscuro. Yo sé que soy medio rara y que muchas veces veo o presiento cosas que mi esposo ni cuenta se da.
Y esto me sucede desde niña, como que poseo un don… bueno, en realidad muchas veces pienso que es una maldición lo que tengo, porque me trae disgustos y aflicciones más que beneficios. No puedo olvidar mis vacaciones en San Pedro, en la casa de mi abuelita Cristina que me encantaba ir pero a veces sentía cosas raras que ya no me encantaban.
Aquella casa muy vieja con rejas negras y el piso de la entrada muy gastado de tanto usarlo los González-Santana y los González-Rojas de mi familia, era una gran ele que al entrar quedaba a la izquierda un patio abierto muy hermoso, con limoneros, guayabos, unos viejos plátanos que sus hojas siempre eran recortadas para envolver los tamales oaxaqueños que hacía mi abuelita. También había muchas matas de café muy cuidadas por mi abuelo que según él unas eran para cosechar granos de aroma y otras para cosechar granos de sabor y que al mezclarlos daba como resultado aquel café de olla que hoy tanto extraño.
Temprano, mi abuelo andaba con unas cajas de madera como cuartillos con los granos secos y blancos de café y los ponía en el comal de barro donde con una cuchara de madera les daba vueltas y vueltas. La casa se llenaba de olor a granos de café tostado y no podía haber un amanecer más sabroso.
El lado largo de la ele lo ocupaban cuatro cuartos en fila con puertas de madera y vidrio con cortinas blancas bordadas por mi abuelita. Todas las puertas daban al patio. En el lado corto estaba el comedor con una cocina que casi no se usaba, muy limpia y ordenada. El siguiente espacio era la cocina de humo donde en realidad se guisaba. Después estaba el baño con piso de piedra y terminaba en una especie de granero lleno de tiliches y cosas viejas de las que mi abuelo no quería deshacerse. Toda la ele estaba protegida de la lluvia y el sol por un amplio techo de madera con tejas de casi tres metros de ancho que también protegía un titipuchal de plantas en maceta.
Me acuerdo que cuando me acostaba mi abuelita me decía que no leyera mucho porque ya era tarde y “mañana tu abuelo te despierta temprano con esa escandalera que trae…”  Como a las doce de la noche dejaba de leer porque me ganaba el sueño y apagaba una vieja lámpara de bronce. Ese era el momento en que oía llorar un bebé claramente y en la casa no había ningún niño excepto yo que ya tenía como doce años.
El llanto venía del baño y yo abría la puerta de mi cuarto con mucho cuidado para no hacer ruido y ver qué pasaba, pero no se veía nada, ni siquiera una luz. Así se lo comenté a mi madre que no me hizo caso pero mi abuelita me oyó y se puso muy nerviosa y luego de insistirle por qué se ponía así se puso a llorar y me llevó a su recámara y me dijo que me lo contaría siempre y cuando yo le prometiera no comentarlo con nadie. En medio de llantos muy angustiosos me contó que ella había tenido otro bebé pero que un día al bañarlo se le cayó de los brazos y se golpeó muy fuerte su cabecita a tal punto que falleció.
–Tú, hijita, eres la única que oye a mi bebé que aún hoy sigue llorando.
            Así fue mi niñez, llena de sensaciones y sucesos raros, y ahora de adulta me siguen pasando cosas así que me dan miedo y cuando se lo he comentado a mi esposo él siempre se ha reído o me dice que deje de pensar en esas cosas.
            Fue el viernes por la mañana que íbamos en el auto hacia el centro de Toluca por la calle Nicolás Bravo y al detenerse el tráfico le señalé a mi marido una sastrería muy bonita y antigua a nuestra derecha. Con un ojo la contempló y acordó conmigo que ya no se ven de esas sastrerías. Los dos nos asombramos del mostrador y del maniquí de madera con su hermoso pie torneado.
–El sastre en la máquina de coser hace juego con los muebles porque se ve tan viejo como la Singer de pedal– dijo mi esposo mientras yo observaba los lentes pequeños del señor que le servían para ver por arriba de ellos hacia la calle.
–Te voy a regalar una boina como la que usa ese sastre– le comenté entusiasmada.
–Estás loca, mujer. Yo no usaría una gorra como ésa.
            El tránsito se puso en movimiento nuevamente y perdimos de vista a la antigua sastrería, pero yo me quedé pensando en traer el abrigo que me dio mi mamá para que me lo achicara y pudiera usarlo este invierno. Al comentárselo a mi marido él se adelantó a decirme que mañana sábado me traería en el carro a dejar el saco.
            Me levanté ese sábado con una sensación muy rara de inquietud y desasosiego. Me sentía ansiosa y no sabía por qué. Fui por mi saco, más bien el de mi mamá, que según ella era de muy buena tela y que a mí me gustaba por lo abrigado. Al descolgarlo del clóset sentí en mis manos la calidad de la tela y como en noviembre ya se empieza a sentir unos buenos fríos, me di cuenta de lo útil que me iba a ser. Mi marido terminaba de tomar su desayuno y ya era tanta mi inquietud que me preguntó:
–Oye mujer, ¿qué te pasa que no desayunaste nada y ni siquiera te has sentado en la mesa?
–De veras no sé qué me pasa pero no me siento bien. Bueno, no es que me sienta enferma pero tengo un desasosiego que no me deja ni pensar. Y sabes qué... estoy segura que hoy algo va a pasar.
–¡Ay mujer! ¡No empieces con tus cosas! Siempre andas...
–¡Ya, ya, mi amor! No me digas nada y olvídate de lo que te dije, por favor.
–Bueno, de acuerdo... pero vámonos de una vez a llevar ese saco a la sastrería.
            Sentada en el auto tenía la sensación de que iba hacia una nueva experiencia desagradable y apretaba el abrigo de mi mamá contra mi cuerpo como si me protegiera de algo malo. Por fin llegamos al centro y dejamos el carro en un estacionamiento a dos calles de la sastrería. Caminamos lentamente por la calle Nicolás Bravo. Yo le tomaba el brazo a mi marido y me cuidaba de no apretarlo para que él no me dijera nada de mis miedos e inseguridades. Me daba cuenta que él disfrutaba el clima de esa mañana fresca pero con un limpio sol que ya empezaba a entibiar. Caminaba de buen humor y me señalaba ropa de unas tiendas comentándome de calidades y precios. Yo a todo le decía que sí porque no me podía concentrar en su plática y nunca supe realmente de qué me hablaba.
            Rápidamente llegamos al final de la calle y no nos dimos cuenta que nos habíamos pasado de la sastrería. 
–¿Estamos tontos o qué? –me dijo mi marido.  –¿No era en esta cuadra?
–Si, pero ya nos pasamos... ¿no?
            Regresamos lentamente mirando con mucha atención los comercios instalados y no encontramos ninguna sastrería.
–¿Sabes qué? Seguramente está cerrada y por eso no nos damos cuenta donde es. Aunque yo creo que era por donde está esa farmacia. Mira, vamos allí y preguntamos dónde está.
            No quise contradecir a mi esposo pero la inquietud que sentía en mi interior me decía que algo raro pasaba. Entramos a la farmacia y muy decidido mi marido pregunta por una sastrería que estaba por allí. La dependiente, una muchacha joven y muy preocupada por su cabello que no dejaba de acomodárselo, le contestó que no tenía la menor idea. Sin embargo apareció el farmacéutico quien con mucha amabilidad me preguntó en qué podía servirme.
–Mire señor, buscamos una sastrería que está por aquí en esta cuadra.
–Nooo... señorita, no. Por aquí no hay ninguna sastrería.
–Cómo no, señor. Ayer pasamos por aquí y vimos una sastrería muy antigua. Juraría que en este lugar.
–¿Cuándo dijo que la vio, señorita? –Yo notaba que el farmacéutico arqueaba cada vez más las cejas.
–Ayer, señor. Ayer pasamos con mi esposo y la vimos abierta y estaba por aquí.
            El farmacéutico seguramente pensaba que yo estaba loca pero al ver asentir a mi marido mis afirmaciones con tanta seguridad tomó una extraña actitud de interés pero con cierto temor.
–Disculpen que les pregunte, pero ¿qué vieron exactamente ayer?
            Nos miramos desconcertados con mi marido y yo atiné a decirle qué importancia tenía lo que exactamente vimos. El señor ya visiblemente nervioso casi me rogó que le dijera lo que vimos porque le interesaba especialmente.
–Bueno, es que era una sastrería muy bonita con un enorme mostrador de madera tallada, un maniquí también de madera sin cabeza y con el pie torneado, y estaba un señor de lentes pequeños y boina azul cosiendo en una antigua máquina Singer de pedales.
–¿Qué edad tienen ustedes? –nos interrogó el farmacéutico con un hilito de voz y la frente perlada de sudor. Inmediatamente notó que nosotros ya lo mirábamos con desconfianza y que no estábamos dispuestos a seguir con el interrogatorio por lo que adelantó una mano como para detenernos. –Miren señores, parecerá de locos esta situación pero me doy cuenta que ustedes son muy jóvenes y no tendrán más de treinta años ¿no?
–Yo tengo veintiocho señor, pero ¿por qué se pone usted tan nervioso?– pregunté ya francamente interesada.
–Porque ustedes lo que vieron ayer era la sastrería que tuvo en este mismo lugar mi padre pero hace más de treinta años. En la casa aún guardo sus pequeños lentes y su boina azul…

Cédar Viglietti
Cocina de humo
           

sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS FIESTAS DE PUEBLO EN MÉXICO

LAS FIESTAS DE PUEBLO

Quiero referirme en este artículo a aquellas noches mágicas de 1977 y años siguientes que de regreso en el autobús a la Cd. de México, después de haber dado clases de guitarra en Cd. Sahagún, me asombraban por ser testigo de una de las más hermosas tradiciones en plena campiña mexicana.

Pero es imposible hacerlo si no recurro al gran poeta y pensador mexicano Octavio Paz que en su ensayo El laberinto de la soledad analizó la formación de la personalidad del mexicano en su forma más íntima y profunda.

“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual.” (…)

El último camión, como dicen en México al ómnibus, hacia el Distrito Federal salía de Cd. Sahagún a las diez de la noche. Medio cansado lo tomaba y muy pocos pasajeros me acompañaban así que me podía sentar del lado de la ventanilla con toda comodidad. La mayoría aprovechaba a dormir luego de una larga jornada de trabajo, pero yo venía con los ojos bien abiertos para no perderme aquel bello espectáculo nocturno de las fiestas de pueblo.

La mayoría de los pueblos en México conjugan dos nombres: el español y el indígena. Por ejemplos San Juan de Teotihuacán, San Miguel Zinacantepec, Santiago Tianguistenco y así sintetizan las dos culturas que formaron a este país. La solitaria carretera (por aquellos tiempos) que unía a Sahagún con el DF pasaba a un lado de pequeños pueblos y a tres entraba el camión a recoger pasajeros: Otumba (lugar de Otomíes), San Martín de las Pirámides y San Juan de Teotihuacán. Nunca faltaba que alguno estuviera de fiesta. Si no eran estos tres pueblos relativamente grandes, sería alguno de los pequeños que se veían a lo lejos.

(…) “El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificios, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.”

Ora por aquí, ora por allá explotaban aquellos bellísimos fuegos artificiales en la oscuridad de la noche y en aquella soledad de entonces que hoy es cada vez menos. Abría bien los ojos para disfrutar aquellas luces de artificio o las infaltables ruedas gigantes que parecían rodar por el campo en la noche. Eran las ruedas de la fortuna, como le llaman en México, que formaban parte de una feria ambulante que iría recorriendo pueblos de acuerdo al santoral cristiano. Estas ferias eran como esos parques de diversiones (Parque Rodó en Montevideo) con muchos juegos mecánicos, tiro al blanco, puestos de antojitos (preciosa palabra para designar esos bocadillos mexicanos que tanto se antojan) y el infaltable pan dulce de fiestas.

De lejos, aunque sin detalles, se percibía esa alegría desbordada de los lugareños porque los fuegos artificiales eran desproporcionadamente grandes para el tamaño del pueblo. De cerca se apreciaban los pormenores: música de una banda de aliento —por no decir de mal aliento porque a esas horas el alcohol ya había hecho estragos— ya cansada pero dispuesta a seguir; los carros chocones (autitos chocadores) con sus luces y gritos de los ocupantes; un par de carruseles (calesitas) llenos de niños; algunos juegos de violentas sacudidas; los clásicos juegos de canicas (embocar una bolita de vidrio en huecos de una mesa) y tiros al blanco; los puestos de plátano macho (banana de gran tamaño) que se fríen y se les agrega leche condensada y azucarada; los infaltables hot cakes con miel de maple.

Para ir calentando el ambiente —que ni falta hacía— aparecía un torito que enloquecía a niños y jóvenes. Estos toritos son una variedad de fuegos artificiales puestos sobre una estructura de madera y cartón que semeja un toro y protege al muchacho que se la pone encima de su cabeza y espalda mientras corre entre el público y va soltando cohetes y luces mientras los niños corren detrás.

El momento culminante de la fiesta comenzaba al encenderse el castillo: otra variedad de fuegos de artificio que son una verdadera obra de artesanía que al encenderse aparecen dibujos recordatorios del santo o virgen patrona del pueblo mientras se sueltan coronas que se elevan al cielo estallando en mil colores. Al terminar el castillo que duraba un buen tiempo encendido, hacían su aparición los verdaderos fuegos artificiales que rebasaban en altura a la iglesia que hacía sonar sus campanas y testificaba así el momento sobresaliente de la fiesta.

(…) Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos para festejar. Recuerdo que hace años pregunté al presidente municipal de un poblado vecino a Mitla: “¿A cuánto ascienden los ingresos del municipio por contribuciones?” “A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos.” “¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?” “Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones.”

No debe pensarse que estas fiestas son solamente preocupación de las autoridades municipales o estatales, en realidad la iglesia que lleva el nombre del santo patrono organiza cada año a un grupo de fieles que se les denominan mayordomos y que tienen el honor y obligación de recolectar dinero entre la comunidad católica del pueblo; traer a la feria ambulante, contratar a los artesanos que producen los fuegos de artificio; contratar los músicos foráneos que den realce a la fiesta; conseguir la participación de danzantes y músicos locales; encargarse de adornar la iglesia y el pueblo, entre muchas tareas más.

Un mexicano sin fiesta no es mexicano. En las oficinas de cualquier dependencia o empresa se organizan pequeñas celebraciones a la menor provocación: cumpleaños, día de algún santo y que algún compañero se llame como él, la entrega de equipamiento nuevo (“remojo” le dicen al brindis por una nueva computadora u otro implemento), en fin, motivos nunca faltan.

“Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo.
Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad.” (…)

Me resulta imposible cuantificar la cantidad de ferias (calesita y juegos mecánicos) que puede haber en México. Seguramente son miles. No se quedan mucho tiempo en ningún lugar porque un nuevo santo o virgen van a ser festejados en otro pueblo o en diferentes barrios de una misma ciudad. Las hay tan pequeñas y pobres que dan lástima. Son unos pocos juegos despintados pero que son solicitados en lugares también pequeños y olvidados. Las hay enormes que podrían hacer palidecer los parques de juegos mecánicos de muchas ciudades. Pero todas, con sus luces, sonidos, antojitos y pan dulce llaman a la gente y hacia allí van los vecinos atraídos como mariposillas a la lámpara.

Los pueblos y barrios las esperan y se preparan adornando con mil flores (naturales o de papel) el portal de la iglesia o capilla donde se venera el santo o virgen del santoral católico. Ingenuas y bellas guirnaldas de papel recortado engalanan las calles principales del lugar. Lanzamiento de cientos y cientos de cohetes en los días previos van preparando ese ambiente tan particular que se viven en los pueblos. Las familias se preparan para recibir a los parientes que hace ya tiempo se fueron del pueblo buscando mejores horizontes; porque ellos vendrán inevitablemente a reencontrarse con su gente, sus tradiciones y con su pasado que en esos días regresa intacto.


Cédar Viglietti

sábado, 27 de agosto de 2011

El Centro de Desarrollo para la Comunidad y el Centro Guitarrístico "Agustín Barrios"

El Centro de Desarrollo para la Comunidad

El 1º de marzo de 1977 volví a dar las clases de guitarra clásica en aquel magnífico espacio del Centro de Desarrollo para la Comunidad de Cd. Sahagún, estado de Hidalgo que dirigía Jesús Mora Luna, fino pintor hidalguense con una paleta que reproducía fielmente los tonos amarillentos y marrones que primaban durante la mayoría del año en los paisajes tan distintivos de los llanos de Apan.

Chucho, como le llamábamos con cariño a este gran amigo, forjó una institución única en Cd. Sahagún con un mínimo de recursos pero con una generosa actitud de ver siempre cómo sí se pueden hacer las cosas aunque parecieran imposibles. Así lo veíamos dando sus clases de dibujo o pintura, como atendiendo el mantenimiento de aquel espacio, haciendo labores de carpintería, o atendiendo escuelas primarias y secundarias que solicitaban su apoyo y experiencia artística.

Aparecieron los “viejos” alumnos de guitarra del año anterior e inmediatamente Chucho consiguió recursos para comprar un par de instrumentos, atriles, metrónomo, los métodos de Pujol, Aguado-Sinópoli, Estudios de Carcassi y de Fernando Sor. Los clásicos banquitos para poner el pie izquierdo fueron productos de la habilidad para la carpintería y siempre buena disposición de este joven pintor hidalguense. El taller de guitarra rápidamente tomó forma y las clases empezaban a dar sus frutos.

Debo destacar que conseguir partituras para los alumnos no era una tarea fácil cuando se comienza desde cero en un nuevo país. El proceso de nutrirse con obras para guitarra llevaba años en aquella época, situación que hoy con el internet es muy sencillo resolver, por lo cual recurría a la vieja Escuela Nacional de Música de la UNAM que funcionaba en aquellos años por la colonia (barrio) San Rafael de la Ciudad de México. Allí siempre encontré el cálido apoyo del maestro Alberto Salas quien me autorizaba a fotocopiar los textos musicales que necesitaba.

Un par de jóvenes rápidamente empezaban a destacar: Victorino Peña, talentoso y de buena motricidad; y Delfino Urdanivia, obrero metalúrgico de Diesel Nacional que, con tenacidad y ganas demostraba que podía romper las ataduras de aquellas manos acostumbradas al metal. Tiempo más tarde llegó una joven de Pachuca que ya estaba iniciada en el estudio de la guitarra, Enriqueta Ciprés, que tocaba muy bien y junto con Victorino formaron un buen dúo de guitarras.

Un poco antes ya había llegado el Ing. Luis Alberto Fonseca, Gerente de Diesel Nacional, quien había estudiado algún tiempo guitarra con el maestro hidalguense Baltasar González. Este ingeniero preparado, culto y con entusiasmo por nuestro instrumento fue una pieza muy importante para consolidar las clases de guitarra en el Centro de Desarrollo porque su sola presencia aseguraba la debida atención y apoyo de las autoridades del Combinado Industrial Sahagún.

El Centro Guitarrístico Agustín Barrios

En este marco de entusiasmo por la guitarra comenzó a gestarse la idea de formar un centro guitarrístico para iniciar tareas de divulgación y promoción de las seis cuerdas. En ese mismo año el Ing. Fonseca trajo una vez a don Baltasar González Campero, ilustre maestro de guitarra del estado de Hidalgo que había estudiado en 1939 con Ismael Guerrero de Pachuca. Nos fascinó la personalidad de este hombre de origen campesino que con infinita modestia nos contaba de sus andanzas musicales por el estado. Pese a su avanzada edad mostraba juveniles arrestos cuando hablaba de la guitarra y me preguntó si conocía la música de Agustín Barrios. Cuando le respondí que era ferviente admirador del genial paraguayo, soltó una frase que nos dejó estupefactos:

–¡Yo conocí al maestro Agustín Barrios “Mangoré”!

–¡Háblenos de él don Baltasar, por favor…!

Allí nos contó que lo conoció en Pachuca y que deslumbraba tocando sus composiciones y arreglos. Que la famosa obra “La hilandera” la había escrito en Tepeapulco, pequeño y muy antiguo pueblo conurbado con Cd. Sahagún. Poco a poco fue desgranando anécdotas del gran paraguayo hasta que nos contó que se marchó de Pachuca integrando un circo donde disfrazado de indígena paraguayo –para llamar la atención– tocaba la guitarra.

La vieja idea de ponerle a un centro guitarrístico el nombre de Barrios allí mismo tomó forma al saber que había andado y compuesto una obra por esa zona. Había una clara vinculación entre el estado de Hidalgo y Barrios. Porque, debo confesarlo, no me resultaba fácil proponer ese nombre en aquellos años donde casi nadie en México tocaba obras de Agustín Barrios y era apenas conocido por los comentarios y divulgación de don Juan Helguera en su programa “La guitarra en el mundo” de Radio Universidad Nacional Autónoma de México.

Con el ingeniero Fonseca, Jesús Mora Luna y los alumnos un buen día tomamos coraje y nos atrevimos a fundar el “Centro Guitarrístico Agustín Barrios”. Su presidente fue el Ing. Fonseca y el secretario quien escribe estas líneas. Ahora había que organizar el acto de inauguración y empezamos a preparar algunas obras del paraguayo que interpretaríamos con el ingeniero. Chucho realizó un retrato del músico basado en una vieja foto que teníamos. Mientras tanto fui a hablar con el maestro Juan Helguera y lo invitamos para que diera una charla sobre Barrios a la vez que también invitamos a don Baltasar González para realzar el acto inaugural.

Así fue que el día 22 de septiembre de 1977 se llevó a cabo la inauguración del centro guitarrístico según los detalles que en el modesto programa adjunto se pueden ver. Y ya no paramos en organizar conciertos y exposiciones de pintura que fueron haciendo crecer el entusiasmo de quienes formábamos parte del desaparecido –hace muchos años– Centro de Desarrollo para la Comunidad.

Guitarristas generosos y de mucho prestigio nos apoyaron en conciertos que no dejaban decaer aquel sueño hecho realidad en Cd. Sahagún. Así engalanaron y fueron parte de este Centro Guitarrístico Agustín Barrios, músicos como Gerardo Tamez, Roberto Limón, Javier Hinojosa, y las uruguayas Magdalena Gimeno y Cristina Zárate entre los que la memoria nos trae.

Un punto culminante fue el concierto que diera el guitarrista mexicano Javier Hinojosa que sirvió de merecidísimo homenaje al maestro don Baltasar González Campero, quien nos honró con su presencia. 

Con modestos alcances pero no menos importante fueron las presentaciones anuales de los alumnos y la celebraciones del Día de la Música con su patrona Santa Cecilia en el marco del propio centro guitarrístico. De esta última celebración recuerdo una hermosa copia realizada por nuestro director del Centro de Desarrollo, Jesús Mora Luna, a una famosa pintura de Santa Cecilia tocando el laúd que, de enorme tamaño, presidió las presentaciones musicales organizadas.

Pero sin duda el momento más importante que vivió el Centro Guitarrístico Agustín Barrios fue la inauguración del “Mural de la Guitarra” en el marco de unas Jornadas Culturales que trajeron a la Orquesta de Cámara de la Ciudad de México.
Nuestro buen amigo Chucho nos había presentado un joven pintor de gran talento: Miguel Ángel Hermann, oriundo de la ciudad de Apan, localizada a pocos kilómetros de Cd. Sahagún dentro del propio estado de Hidalgo. Con un nombre muy comprometedor para un pintor, Miguel Ángel nos regaló una obra magnífica de grandes proporciones que fue admirada por propios y extraños.

Al entrar al salón de actos del Centro de Desarrollo (hoy es una dependencia del FONACOT, institución de crédito del gobierno federal mexicano) la pared de la izquierda mostraba un mural de unos seis por cuatro metros donde una enorme y moderna figura tenía como cabeza un retrato de Fernando Sor que sostenía en una especie de enorme brazo (un pentagrama) los retratos de Fernando Carulli, Dionisio Aguado, Francisco Tárrega, Manuel M. Ponce, Heitor Villalobos y Agustín Barrios (entre los que recuerdo) que eran a su vez gigantescas notas de una partitura del propio Sor. Con muchísima pena –lo confieso– perdí la única foto que poseía y que ahora sólo en mi memoria –siempre frágil y medio gastada– ha quedado impresa.

Es muy difícil hablar de esa obra pictórica moderna y genial para quien no es un pintor, pero sí puedo decir que el orgullo y emoción que sentimos todos por verla en aquella enorme pared era aún más grande que las dimensiones del propio mural. ¡Cuánto daría por tener una foto de aquella maravilla que fue borrada sin contemplación alguna!

No faltaron las retribuciones a tan entusiastas labores y en una oportunidad la esposa del Lic. Francisco Javier Alejo (aquel Director General del Combinado Industrial Sahagún), quien era la persona que se encargaba de coordinar las labores sociales y culturales del Combinado, me ofrece la oportunidad de tocar como solista de la Orquesta Sinfónica del Estado de Michoacán. Era difícil decir que no a esa inmerecida propuesta que por aquellos años parecía un sueño inalcanzable.

Para aprovechar este inesperado ofrecimiento con la mayor dignidad posible me puse a estudiar el Concierto en Re Mayor para guitarra y cuerdas de Antonio Vivaldi que no ofrece dificultades y que podría tocarlo con las cuerdas de la orquesta. Así fue que el 5 de julio de 1979 tuve la fortuna de tocar esa obra en el Auditorio Municipal de Cd. Sahagún, siempre en el marco del Centro Guitarrístico Agustín Barrios.

Así fueron los años 1977, 78, 79 y cuando llegamos a la mitad de 1980 aparecen las malas noticias que nos anuncian la privatización del Combinado Industrial Sahagún y con ello se acaban los apoyos a las actividades culturales. Se acabaron las clases de guitarra, las presentaciones de alumnos, los conciertos y demás actividades artísticas.

Ya no está el Centro de Desarrollo para la Comunidad; ya no existe el Centro Guitarrístico Agustín Barrios; ya no está el “Mural de la Guitarra” de Miguel Angel Hermann; ya no está con nosotros don Baltasar González Campero. Pero nadie podrá borrar de nuestros recuerdos aquellas inolvidables páginas que escribimos con entusiasmo y alegría en aquel entrañable rincón del estado de Hidalgo.

viernes, 26 de agosto de 2011

La Guerra de la Triple Alianza: una infamia que no debe olvidarse

El día 24 de febrero de 2007 el diario argentino La Nación publicó un editorial de increíble contenido donde criticó duramente al Ejército Argentino que denominó al grupo de Artillería Blindada 2 de la provincia de Entre Ríos con el nombre del insigne mariscal paraguayo Francisco Solano López.

El referido diario dice textualmente que con esta decisión el ejército argentino “ha reconocido… presuntos méritos extraordinarios a quien, como mandatario de Paraguay, dispuso, en 1865, la invasión del territorio argentino, provocó enormes daños, muertes de inocentes y el cautiverio de mujeres correntinas que soportaron crueles sufrimientos por su orden, obligando a una reacción militar que costó ingentes sacrificios al país”.

Más adelante, el mismo editorial de este diario argentino dice que no parece extraño el discurso favorable a López del ejército argentino, pues, la misma presidente electa Cristina Fernández de Kirchner señaló a Solano López como "ese gran patriota, humillado por lo que yo llamo la alianza de la triple traición a Latinoamérica, a sus hombres y a sus mujeres". El diario La Nación concluye que: “La denominación de Mariscal Francisco Solano López a una unidad militar de un país cuya bandera el dictador paraguayo pisoteó es tan absurda como inadmisible sería que Francia o Polonia llamasen Adolf Hitler a uno de sus regimientos”. (…). “Discursos como los de la señora Kirchner o decisiones como la del Ejército no contribuyen a sedimentar las buenas relaciones entre pueblos hermanos, pues al traer al presente dramáticos desencuentros del pasado no hacen sino exacerbar las pasiones y perturbar los sepulcros de los protagonistas de remotos conflictos”.

Este editorial tan vergonzoso tiene como telón de fondo a la Guerra de la Triple Alianza que enfrentó a Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, entre 1865 y 1870. Guerra que respondió más a los intereses británicos de acabar con un modelo autónomo de desarrollo como el paraguayo (que podía devenir en un "mal ejemplo" para el resto de América Latina) que a los objetivos de unificación nacional y defensa del territorio proclamado por sus promotores.

El conflicto que terminó por enfrentar al Paraguay con la Triple Alianza, tuvo su origen en 1863, cuando Uruguay fue invadido por un grupo de traidores uruguayos del Partido Colorado  comandados por el general Venancio Flores, quienes derrocaron al legítimo gobierno blanco, de tendencia federal y único aliado del Paraguay en la región.

La invasión había sido preparada en Buenos Aires con el visto bueno y envío de tropas del presidente Bartolomé Mitre (tatarabuelo del director actual del diario La Nación) y el apoyo de la armada brasileña. Así acabaron, colorados uruguayos, argentinos y brasileños con la heroica defensa de la ciudad de Paysandú que encabezara el coronel patriota Leandro Gómez y que Paraguay intentó defender.

La defensa del gobierno legítimo uruguayo por parte del Paraguay, solo podía hacerse si las tropas guaraníes atravesaban parte del territorio argentino (provincia de Corrientes), situación que fue aprovechada por Mitre para argumentar que Paraguay había invadido a Argentina y así fraguar la Guerra de la Triple Alianza contra ese país.

Hoy mortifica e indigna ver un departamento (provincia) uruguayo y tantas avenidas que llevan el nombre del general Venancio Flores o en Argentina el nombre de Bartolomé Mitre. Y peor aún es que alguien hoy se atreva a defender estos personajes de tristísimo recuerdo. Por ello,  uruguayos, argentinos y brasileños no tenemos derecho a olvidar de lo que fueron capaces los gobiernos de nuestros países en aquellos momentos.  Para no olvidar el genocidio paraguayo es oportuno leer el siguiente texto de un patriota guaraní radicado en Argentina.


“Me resulta imposible mantenerme en silencio, cuando la indignación golpea mi conciencia. Callarse ante la infamia es hacerse cómplice de ella y eso no es falta de coraje sino cobardía.

Hay momentos en la vida de los hombres que el desafío es irrenunciable y avasallador. Momentos en que la provocación mueve a la reacción y acallarla ya no es cobardía sino traición.

Hace 46 años que vivo en este país y siempre he pensado lo mismo, pero nunca como hoy me he visto en la necesidad de gritar a  los  vientos, una verdad que mantenía la quietud que le impone la prudencia y que no se agitaba por la sensatez que obliga la cordura cuando se está en casa ajena además del respeto que merecen aquellos que por no conocer ni ser responsables  pueden sentirse mortificados sin merecerlo.

En momentos de agitación, enfrentamientos, sangre y muerte en la Argentina, Francisco Solano López hijo del presidente del Paraguay Don Carlos Antonio López, y luego de la batalla de Cepeda en la que Mitre ve derrotado a su ejército por el de la Confederación al mando de Gral. Urquiza; el que sería luego presidente del Paraguay, como mediador voluntario, oficioso y eficiente, logra imponer la paz con el Pacto de San José de Flores, en cuya plaza en la actualidad se recuerda el memorable acontecimiento. Por el resultado de su gestión fue ovacionado el entonces Coronel Francisco Solano López por la población agradecida de Buenos Aires, cuyos habitantes a su paso le arrojaron flores.

El pacto que conformaron Uruguay, Argentina y Paraguay, para defenderse mutuamente ante la evidente pretensión expansionista y avasalladora del Brasil estableció el compromiso para el caso en que cualquiera de ellos fuera víctima de la pretensión lusitana.

Ninguno de los otros dos ni el Uruguay de entonces ni la Argentina respetaron esa obligación y solamente el Paraguay con su presidente Francisco Solano López, con dignidad, entereza y hasta con ingenuidad; con esa inocencia que parecen tener aquellos que son respetuosos y fieles a  sus principios en medio de la traición generalizada por él desconocida acudió presuroso a defender al Uruguay cuando el Brasil lo atropelló  en Paysandú.

Sin embargo la Argentina con Bartolomé Mitre como su presidente y Venancio Flores, depuesto y asilado uruguayo en Buenos Aires, implorante y rastrero personaje, ya hacía algún tiempo habían determinado juntarse con el Brasil en el Tratado Secreto de la Triple Alianza para someter al Paraguay: pacífica, próspera y brillante nación señera y ejemplar en toda América.

Con la candidez que tiene el probo y por desconocer las traiciones que se habían urdido en su perjuicio sigilosamente, el Presidente del Paraguay alerta a Mitre del atropello brasileño y solicita permiso para atravesar con sus ejercito el territorio argentino con la intención de defender al Uruguay. Mitre guarda cobarde silencio y no contesta. Por segunda vez vuelve a advertir López y solicita la correspondiente autorización para atravesar Corrientes y de nuevo el silencio artero del Presidente Mitre hace a todas luces evidente el contubernio y la confabulación traidora.

Ante el compromiso asumido, frente a la dignidad del pacto y en defensa del Uruguay, la mudez cómplice y tramposa de Mitre precipita los acontecimientos, López no tiene otro camino más que ingresar en territorio argentino para llegar hasta el Uruguay, que era su único objetivo. Mitre con indignación actuada y desbordante hipocresía se rasga las vestiduras y declara la guerra al Paraguay, por la invasión militar del territorio argentino.

Para los que entonces desconocían los detalles ocultos de los acontecimientos y ante el hecho de la penetración de tropas paraguayas, pudieron ver justificada la indignación del gobierno argentino. Pero cuando posteriormente se conoce el Pacto secreto de la Triple Alianza firmado por los tres países con anterioridad a estos hechos, más la inequívoca intención de López de ir en defensa del Uruguay, le resta todo respeto y consideración a la actitud argentina asumida por decisión de su gobierno, de manera aviesa.

Sin embargo, se levantaron voces de genuinos representantes de la opinión pública que veían con claridad la injusticia de la traición ventajera y cobarde de los tres gobiernos.

Protestas como la de Juan Bautista Alberdi, José Hernández, Carlos Guido y Spano, los caudillos de masas que se negaron a ir a la guerra y muchos más, reconfortan y dejan a salvo el honor del pueblo argentino quien hablaba con ésas voces expresando su indignación. Ellas redimen a un pueblo que no aceptó la guerra, pero cubre aun más de ignominia y responsabilidad a su gobierno que siguió durante 5 años la masacre y el exterminio de toda la población, incluyendo sus mujeres, los ancianos y los niños.

Sus huestes mercenarias alentadas y hostigadas permanente  por el estipendio y las manifestaciones petulantes e impías de su presidente  Domingo Faustino Sarmiento quien sin disimulos manifestaba su desprecio y crueldad hacia ese pueblo devenido en ejercito al que no pudo doblegar, decía sin ambages: “... aún quedan unos pocos que morirán bajo las patas de nuestros caballos... ...No llama a compasión ese pueblo rebaño de lobos”, o su otra expresión más canalla aún “... a los paraguayos hay que matarlos en el vientre de sus madres”.

Ya la guerra estaba terminada, los aliados tomaron Asunción, nombraron un gobierno sometido y elegido por ellos con paraguayos traidores que habían llevado consigo en sus barcos para la invasión.

Continuaron luego, inútil ya,  la matanza de un pueblo que honrando su decisión prefirió morir a darse por vencido; pero ellos junto a sus infames aliados no pudieron alzarse con la victoria porque al Paraguay no lo vencieron, ¡lo mataron!,  y matar al enemigo ya superado e indefenso no es victoria sino asesinato.

Pelear contra niños, mujeres y ancianos, con  ventajas y hasta el exterminio, es honorable y glorioso solamente para los muertos víctimas del crimen de lesa humanidad que con toda impunidad los argentinos, los brasileños y los uruguayos, conscientes plenos y sin conmiseración, llevaron hasta el final en su macabra e inhumana decisión de eliminar a un pueblo heroico, al que no le asustó la muerte.

Ofender la memoria de mi pueblo en la persona de su máxima autoridad y representación, no tiene disculpa con ninguna excusa.

Comparar al mariscal con Hitler tiene una perfidia imperdonable. El editorialista del diario La Nación no puede alegar desconocimiento o ignorancia. 

Hitler exterminó judíos y los persiguió hasta morir, invadió países vecinos, intentó imponer una ideología y someter al mundo. El mariscal López y la nación paraguaya nunca tuvieron intenciones expansionistas  con ninguna excusa, jamás ha objetado la presencia de ningún semejante por su  raza, religión, condición o procedencia, fue y es cauto, moderado y hasta resignado ante el fracaso de imponer sus derechos y disputar sus posesiones frente a la ambición de los vecinos, como lo es hasta el presente.

Siempre ha sido atacado y despojado a lo largo de toda su historia y en la guerra del 70 ha sido masacrado sin piedad hasta el exterminio. Hitler atacó a los países de su entorno. López defendió al suyo del ataque y la ambición de sus vecinos. Hitler se suicidó. A López lo mataron porque no pudieron doblegarlo.

Alemania se entregó y se declaró derrotada. Al Paraguay nunca lo vencieron, lo eliminaron. No se rindieron; por eso los cobardes invasores no ganaron la guerra. El  Paraguay no se entregó. ¡Terminó la guerra cuando el Paraguay murió!

Finalmente el ignominioso comentario del diario La Nación aclara: que los Ministerios de Educación de los países involucrados “han decidido morigerar los términos ríspidos de la historia como para disimular los enconos”.

¡Absurda pretensión de inicuos continuadores sin arrepentimiento de hechos injustificables del pasado!

¿Qué significa esto?
¿Ocultar la masacre de niños en Acosta Ñu, quemados en vida y degollados?
¿Obviar la mención de la quema del Hospital de Sangre de Piribebuy?
¿No mencionar el asesinato absurdo y ruin de Pedro Pablo Caballero y de los defensores de Piribebuy?
¿El saqueo de Asunción? ¿No considerar el despojo y desmembramiento del territorio del Paraguay luego de la guerra, concretado con el acuerdo cómplice del gobierno compuesto por traidores legionarios nombrados por los mismos invasores y al efecto, los que llegaron con ellos desde Buenos Aires?
¿Afirmar que nuestra Región Oriental terminaba en el Rio Apa al Norte y nuestro Chaco al sur en el río Pilcomayo y que así fue siempre desde tiempos remotos?
¿No contar a  nuestros niños que si no fuera por la mediación del Presidente Rutherford Hayes de los Estados Unidos todo nuestro Chaco hubiera sido arrebatado por la Argentina?
¿Y que ésta sin más remedio y a duras penas, por la tremenda presión que significaba el acatamiento del fallo arbitral tuvo que conformarse únicamente con despojar al Paraguay y apoderarse del territorio que hoy le llaman Formosa?
¿Disimular y no contarle a nuestros hijos que incendiaron y destruyeron las industrias de la nación, arrasaron con las fundiciones de Ibycui, e hicieron todo lo necesario para que el Paraguay se sumiera en la miseria y en la imposibilidad de recuperarse sin ninguna necesidad y de manera inútil para ellos?
Y por último: ¿debemos negar acaso, que frente a una sola víctima, para sentirse fuertes, reunir coraje, tres cobardes gobiernos se juntaron para salir de caza, asaltar al Paraguay y buscar un botín?

Hoy más que nunca y frente a los hechos actuales, con esta provocación que reaviva mi memoria y me llena de indignación, creo firmemente que de manera oficial y pública, como una vez lo hiciera, con humildad, el papa Paulo VI por la Inquisición que causó tanta muerte y sufrimiento, la Argentina debe reconocer la injuria y pedir perdón al Paraguay por el irreparable crimen.

Pero el arrepentimiento y la súplica del perdón carecen de valor si se limita solamente a su invocación; eso no le confiere  más que un mérito formal a la aceptación de una verdad difícil de rebatir y ocultar.

Para que sea otorgada la absolución debe cumplirse tres condiciones por parte de quien la implora: El reconocimiento de la culpa; el propósito de enmienda y la reparación del daño ocasionado.

El reconocimiento lejos está de la aceptación por parte de algunos como se evidencia en el artículo del diario La Nación de Buenos Aires.

El propósito de enmienda se halla tan distante de su cumplimiento como aquel, evidenciado en la pertinaz conducta del apoderamiento de nuestros recursos que tiene y luce el mismo ímpetu destructivo de la masacre de la Triple Alianza, en esta nueva guerra sin balas, por las represas de Yasyretá e Itaipú, con los mismos invasores de entonces: Argentina y Brasil.
Y la reparación del daño está más lejos todavía. El despojo que amputó nuestro territorio, concretado vilmente cuando los que defendieron la integridad y la honra de la nación, que eran los únicos que podían oponerse, ya no pudieron porque sus cadáveres aún frescos estaban caídos en el callejón de sangre que corre desde Paso Pucú hasta Cerro Corá, y no podían levantarse para gritarles la injusticia del despojo inicuo...  ¡Eso merece reparación!

Considerando, entre otros, la intencional aniquilación de la guerra consumada por tres “valientes” aliados, con el propósito de apoderamiento y exterminio de su pueblo; la destrucción de sus recursos y  la complicidad de traidores legionarios que avalaron con su complacencia los despojos. Concluyo con convencimiento honrado y absoluto:

Si la Argentina tiene suficientes razones, el Paraguay tiene mayor cantidad de argumentos para reclamar la restitución de los territorios arrebatados que las que tiene la Argentina para demandar a Inglaterra las Malvinas.

Aprecio a esta nación en la que vivo, pero a la Nación Argentina que me reconforta, la de Juan Bautista Alberdi y la de los nombrados más arriba, a la de los caudillos de la provincias que se opusieron a la guerra, a la de los que pidieron justicia, e incluyo entre esos nombres a José María Rosas, a García Mellid, historiadores argentinos contemporáneos. Agrego a esta lista a la presidente electa de los argentinos: Sra. Cristina Fernández de Kischner que alivia con su gesto y con la claridad de su expresión el dolor memorioso e imborrable de mi pueblo.”

Rubén Luces León, médico paraguayo
residente en la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
20 de diciembre de 2007.

Cierro este artículo con estas perlas que ilustran la “hazaña” de Uruguay, Argentina y Brasil contra los hermanos paraguayos:

·         La Guerra de la Triple Alianza o Guerra Grande fue el mayor conflicto bélico de la historia del subcontinente sudamericano. El Imperio Británico fue quien propició, incitó y financió la destrucción del Paraguay que al inicio de la guerra contaba con, aproximadamente, 1.525.000 habitantes. Al terminar el genocidio, la población paraguaya se redujo a 221.000 personas, de los que solamente unos 28.000 eran hombres. Según otras fuentes, murieron cinco sextas partes de su población. Otros historiadores, como el argentino Felipe Pigna, ajustan estas cifras a 1.300.000 habitantes antes de la guerra, quedando reducida a 300.000 después de la misma, la mayoría niños y mujeres.

·         Las tropas brasileñas ocuparon el país hasta 1874. Paraguay perdió gran parte de su territorio (169.174 km² casi la superficie de Uruguay) y fue obligado a pagar una abultada indemnización de guerra que además de dinero supuso la confiscación del ferrocarril y las líneas de telégrafos como medio de pago. Al concluir la guerra la industria se había desvanecido por completo, la educación pública gratuita desapareció y las llamadas "estancias de la patria", que suministraban alimentos a la población, desaparecieron de igual manera. Aquel ejemplo de desarrollo independiente desapareció para siempre.
                                                      Francisco Solano López