No
todo tiempo pasado fue mejor. Hoy se podría hacer una lista interminable de
objetos, de tecnologías, de productos, que han facilitado la vida y dado al
hombre la posibilidad de vivir más años, de disfrutar cosas impensables como
comunicarse fácilmente con cualquier parte del mundo, viajar por
extraordinarias autopistas que acercan lugares hasta no hace mucho inalcanzables,
escuchar música en magníficos aparatos de alta fidelidad. No es necesario
detenerse a hablar de nuevos medicamentos y técnicas que posibilitan el análisis
de nuestro cuerpo y detectar con anticipación los males.
Para
quienes hemos incursionado en el periodismo hoy reconocemos a la computadora
conectada a internet como una herramienta imprescindible para escribir notas,
para consultar cualquier duda a través de los buscadores, para confirmar
información antes de darla a conocer, para archivar artículos, opiniones,
fotografías, ilustraciones y un interminable etcétera más.
Pero
es bueno y oportuno recordar algunas cosas de antes que eran mejores, no
dañaban al planeta y nos hacían vivir manteniendo nuestra salud. Es claro
que recordar estas cosas es constatar mi vejez y que ello puede hacer suspirar
a los lectores jóvenes anticipando el insoportable “rollo” que se viene. Pero
tengan un poquito de paciencia y analicemos algunas bondades de la vida
anterior que hoy parece imposible reinstaurar.
Los
festejos de cumpleaños de nuestra infancia eran un modelo de austeridad que
disfrutábamos mucho. Una mesa con un mantel que sólo se usaba en aquellas
ocasiones, vasos de vidrio, platos de loza con algunos bocadillos y la
infaltable torta de cumpleaños (pastel en México) que nuestra madre y alguna
solidaria tía o abuela ayudaba a decorar. Si la economía era buena aparecía un
par de refrescos de cola o naranja y si no el infaltable Jugolín (polvo con
sabores para hacer un refresco casero). Nada era desechable. Todo se lavaba y
se volvía a usar. Los envases de refresco se guardaban hasta el siguiente
cumpleaños o hasta el día de Navidad o Año Nuevo.
Los
regalos que nos traían eran muy sencillos y útiles. Si eran juguetes se trataba
de autitos de lámina o madera, alguna pelota de goma o, en el caso de las
niñas, una muñeca de trapo con cabeza de yeso, algún jueguito de té de los
primeros plásticos que conocimos. Nuestros padres, más prácticos, nos regalaban
championes (zapatillas deportivas
llamadas tenis en México) o un par de
zapatos que ya no se podían aplazar, o alguna camisa o pantalón imprescindibles.
Y pobres de aquellos niños que cumplían antes de comenzar el año escolar porque
aparecían los lápices de colores, las cartucheras y con mucha suerte una
cartera de cuero para llevar los útiles a la escuela si estaban por empezar con
la primaria.
No
había supermercados con estanterías para elegir un montón de marcas de un mismo
producto. Nuestras madres nos mandaban al almacén de la esquina con una botella
de vidrio bien limpia para que nos despacharan aceite comestible “suelto” de un
tambo esmaltado (de “peltre” diríamos en México) que se accionaba con una bomba
de mano. Si el aceite no era suelto debíamos dejar el envase limpio para que
nos cobraran solamente el contenido de la nueva botella. El azúcar, la harina o
el arroz lo tomaba el almacenero directamente de una bolsa de 50 kilos con una
cuchara grande de hojalata y lo vertía sobre una hoja de papel estraza puesto
sobre una balanza que luego con mucha habilidad convertía en un envoltorio
firme y seguro. Todos los encargos los metíamos en una o dos bolsas de tela que
tenían años y caminando regresábamos a la casa.
–¿Ya
llegaste del almacén?
–Sí
mamá.
–Bueno
ahora andá a la panadería a buscar el pan para el almuerzo (comida en México).
–¿Por
qué yo otra vez? ¡Que vaya mi hermana!
–No
señor. Tu hermana me está ayudando en la cocina.
–¡Ufa!
¿Y qué traigo?
–Dos
flautas y nada de ¡ufa! ¡Y cuando vengas le das de comer a las gallinas y
después de comer te ponés a partir un poco de leña para la estufa (chimenea)!
Hacíamos
ejercicio, sí señor. Sólo nos sentábamos para hacer los deberes escolares
(“tareas” en México) o para escuchar de vez en cuando algún radioteatro de
Julio César Armi que nos hacía volar la imaginación. Televisión no había en
Minas, hablo de los años 1959 o 1960. Los días que me tocaba ir a Amigos del
Arte a las clases de pintura y cerámica con el pintor Casimiro Motta caminaba
mis buenas 15 o 20 cuadras de bajada hasta la casona de Aníbal del Campo y
después de regreso subía el cerro Las Delicias que me hacía sudar la gota
gorda.
En
vacaciones las cosas no eran de estarse mucho quieto.
–¡No
te puedo ver sentado! ¡Andá a regar las lechugas y los tomates y ponete a dar
vuelta tierra en el cantero grande!– así se acababa la lectura de las revistas
de Tarzán o El llanero solitario o los libros de Emilio Salgari que tanto me
gustaban.
–¡Mamá!
Hay hormigas en la lechuga y vaquillas en las tomateras.
–¡Andá
a la cooperativa (empresa comunitaria de productos agronómicos que hubo en mi
barrio Las Delicias) a comprar gamexane y pediles algún insecticida para las
vaquillas!
–¡¿Y
Graciela no hace nada?!
–Tu
hermana me está ayudando con la ropa, así que ¡movete!
–Después
que termine ¿me dejás ir al parque (Parque Rodó) a jugar a la pelota?
–Sí,
pero te ponés los championes viejos y
sin medias, no vayas a destrozar los nuevos, eh. Y a las 6 y media en punto
estás acá.
Los
championes viejos tenían soberanos
agujeros en la suela y les ponía unas plantillas de goma de los pedazos cámaras
de autos que me vendía Farah en la gomería (vulcanizadora en México) de la
vuelta. No usaba calceta porque se agujereaban por bien que recortara las
plantillas de goma.
De
regreso nada de sentarse a descansar un poco.
–¡No
te sientes en ningún lado ni toques nada que das asco! Antes de meterte a bañar
agarrá la damajuana y andá a traerme kerosén.
Allá
iba –hasta el copete de cansancio– a la estación de nafta (gasolinera) a
comprar cinco litros de kerosén para la vieja cocina (estufa) Volcán.
Antiguas damajuanas
Al
fin, ya limpio y bien peinado intentaba sentarme un momento cuando oía a mi
madre:
–Andá
a la panadería y traete unos bizcochos para tomar la leche de la merienda.
–¡Eehh
che! ¿Y mi hermana?
–Tu
hermana acaba de recoger y doblar la ropa que lavamos, así que ¡movete!
¿Cómo
íbamos a tener obesidad o sobrepeso? Todo era esfuerzo físico, entrenamiento
puro, caminar, moverse. Mi padre tenía auto pero éste se usaba solamente algún
sábado o domingo para ir a pasear en familia o para ir pescar o cazar cerca de
Minas. Se nos gastaban las zapatillas, los pantalones a la altura de las
rodillas, las camisas con los botones arrancados, los buzos (suéteres) con los
codos agujereados, pero les aseguro que no se nos gastaban las asentaderas.
Los
niños de hoy viven sentados. Van sentados en el coche a la escuela donde al
llegar se sientan. Sentados regresan para sentarse a comer. Sentados hacen la
tarea y al terminar se sientan a ver la televisión. Sentados cambian de canal
porque existen los controles y no se paran a darle vueltas a aquella matraca
que tenían los primeros televisores. Siguen sentados ahora con los videojuegos
o en la computadora para finalmente sentarse a cenar y acostarse a dormir. La
única parte del cuerpo que trabaja son los pulgares para accionar los infinitos
aparatos electrónicos como celulares, controles de TV y estéreos, tabletts, i
pad y tantas invenciones más.
Ay,
niños de hoy. Sólo me resta decirles ¡Pobres de sus asentaderas!
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