sábado, 23 de julio de 2011

LA APUESTA

Salvador y Chucho ateridos de frío por la pertinaz lluvia de septiembre habían salido de Temoaya, pueblo donde predomina la etnia Otomí, caminando rumbo a Villa Seca  y les faltaba poco para llegar a la comunidad de Las Trojes, unas pocas casas mojadas a la orilla de la carretera.
Empapados hasta el último resquicio de sus cuerpos parecían dos figuras fantasmales acompañadas por el ruido “...chuiik, chuiik...” de los tenis que a cada paso escupían un poco del agua que hacía rato les había entrado. Los pelos mojados ganaban la partida a la rebeldía de estar siempre parados y escurrían por las caras morenas mientras sus rotosos abrigos de estambre colgaban de los brazos haciéndolos ver más flacos.
La carga de elotes tiernos les pesaba más por el frío que por el propio peso pero la recompensa de comerlos en esquites, en la casa de Nati, hacía soportable la carga de los dos bultos. Muy poco hablaban porque el frío no les dejaba articular palabra pero sus cabezas daban y daban vueltas pensando en la chamaca que les gustaba tanto y que les prepararía los primeros elotes de la milpa familiar. Natividad jugaba con los dos y no parecía decidirse por ninguno, situación que propiciaba una gran atracción sin aparecer hasta ese momento rivalidad alguna entre los muchachos sino más bien complicidad.
Ensimismados en sus pensamientos no se dieron cuenta en qué momento se les acercó un chamaco de unos siete u ocho años que caminando rápido les alcanzó con mucha decisión. Salvador y Chucho lo miraron con cierta indiferencia al ver que era un chiquillo pero éste, mirándoles con una sonrisa burlona, les preguntó a boca de jarro si se animaban a correr una carrera hasta el río Lerma. Ese río atraviesa la carretera como a unos ochocientos metros de donde estaban.
Salvador y Chucho se miraron interrogándose qué diablos querría el chamaco.
–No estés chingando escuincle baboso y hazte a un lado– fue la respuesta de “Chava” tan fría como el agua.
El chamaco para nada se amilanó y con mayor decisión se les puso enfrente y casi deteniéndoles les miró con unos ojos muy extraños en los que hasta ahora reparaban Chucho y Salvador.
–¿Qué les pasa pinches putos? ¿Tienen miedo de echarse una carrerita?
Los ojos del niño brillaban con un extraño color amarillento y sonreía, a la vez que retaba, asomándose unos dientes sucios casi negros. Al hablar se le escurría espuma de una boca grande con labios delgados que dibujaban, más que a una boca, a un enorme tajo.
Los muchachos no salían del asombro ante tal atrevimiento y lo agresivo de los insultos, pero algo les decía que debían aceptar el reto porque no lograban quitarse de encima al extraño chamaco.
–¡Órale! ¡A ver quien llega primero al Lerma!–se decide Salvador.
–Un momento pendejos, antes apostemos– fue la dura respuesta del extraño niño. 
–¿Y qué vamos a apostar?–interrogó Salvador a Chucho.
–¡Ya sé! Te apostamos uno de los costales de elotes, pero ¿tú qué nos apuestas?–acotó Chucho buscando en al chamaco algo valioso.
–¡Qué elotes ni qué ocho cuartos! Aquí lo que vamos a apostar es la vida y el que se raje se chinga.  
–¿Eh? ¡Este cuate está como loco!–dijo Chucho ya inquieto ante la autoridad y decisión del niño que exhibía una sonrisa inquietante.
–¡Órale, pinche chamaco! Ya no estés chingando que cuando lleguemos al río te vamos a madrear...–arrancó Chucho a correr seguido por Salvador.
Ahora era un escándalo de chuiik chuiik por la carrera medio atropellada por los bultos de elotes que no les permitía a los muchachos avanzar con velocidad.
Cuando ya habían corrido unos cien metros miraron para atrás para ver qué distancia le habían sacado al chamaco, pero para su sorpresa se dieron cuenta que sin hacer ruido estaba casi pegado a sus talones. Aceleraron el paso los muchachos lamentando la carga que llevaban que no les dejaba correr con libertad y maldiciendo al chamaco que no se les despegaba de los talones. El chuiik chuiik ahora se mezclaba con una risa burlona del muchachito que empezó a inquietar a Chucho y Salvador que aunque no se daban cuenta clara de lo que estaba pasando, algo presentían de que debían ganar esa carrera a toda costa porque la absurda apuesta de la vida empezaba a tomar cuerpo.
–¡Deja los elotes y corre, cabrón!– gritó Salvador que ya sin el peso del costal corría mucho más rápido. Chucho no dudó ni tantito y aventó la carga a un costado. Corrían como locos, con desesperación, mirando cada tanto hacia atrás, pero pegadito a ellos seguía imperturbable el chamaco y su sonrisa tan extraña.
Un frío distinto corría por los cuerpos de los muchachos, era el frío del miedo, mucho mayor que el frío de la lluvia. Allí estaba el río Lerma, a menos de cincuenta metros y como alma que se lleva el diablo aceleraron para ganar la carrera, pero el niño con boca de tajo los rebasó con un paso implacable soltando una estridente carcajada de dientes casi negros entre espumarajos.
En vano esperó Natividad la llegada de los muchachos con los elotes tiernos, en vano fue tener el agua caliente en el brasero para hervirlos, en vano el epazote y las venas de chile verde para los esquites. Chucho y Salvador nunca llegaron…

                                                                       Cédar Viglietti

ENCUENTROS CON LA CULTURA Y COSTUMBRES MEXICANAS


En la esquina de la calle Luis Moya y Ernesto Pugibet todas las noches de aquel año de 1976 se ponía un señor a vender tacos de cabeza y lengua de res con rítmico golpeo de su cuchillo taquero sobre la carne que por dura que fuera no se resistía al persistente taca, taca, taca.
El olor inconfundible de esos tacos día a día iba ganando terreno en mi cabeza y las ganas ya no se sujetaban a los consejos que recibíamos de los mexicanos de que no comiéramos tacos en la calle, que la falta de higiene podría desatar la “venganza de Moctezuma” (diarrea incontenible por infección estomacal) y otras buenas recomendaciones. Pero el taca, taca me llamaba y un buen día, más bien una buena noche, pedí un taco como pude porque no entendía las propuestas del señor: –Mire le puedo dar de cabeza, de buche, de nana o lengua– y así le dije de lo que fuera pero sin cilantro que me olía muy feo (y ahora me encanta…).
–¿Con salsita, joven?
Se veía exquisita la salsita roja que escondía los mil fuegos del infierno. Debo acotar que un mexicano jamás entiende que lo picante, tan habitual en la comida del país, lleva un larguísimo proceso de adaptación casi desde que nacen y van probando los distintos tipos de chiles solos o en salsa, en frutas, dulces, etc. ¿Por qué entenderlo si es parte integrante de la vida diaria? Pero para un extranjero es algo verdaderamente terrible soportar esa inocente salsita que quema la boca. Seguramente los mexicanos que van a Uruguay no deben entender, en sus primeros escarceos con el mate, qué diablos disfrutan los rioplatenses con esa bebida amarga como la cicuta y caliente que quema hasta las tripas.
–Y… sí, póngale un poquito de salsita.
En asuntos de salsitas y chiles el poquito no existe. No hay graduación posible. El asunto es con o sin; no existen términos medios.
Las tortillas medio fritas en la propia grasa de la carne, la cebollita picada por encima y la salsita roja ¡era irresistible! Seguramente no agarré muy bien el taco ni cumplí con esa máxima local que dice: “En el modo de agarrar el taco, se conoce el que es tragón”, pero le di un buen mordiscón y allí mismo, en Luis Moya y Pugibet, en pleno centro de la antigua ciudad de Tenochtitlan donde Hernán Cortés derrotó a los Aztecas, entendí de una vez y para siempre cómo eran los nueve círculos del infierno de Dante. Creí que me ahogaba y sólo atiné a correr al hotel San Diego y meter la boca directamente en la llave del lavabo del baño para apagar aquel fuego que me condenaba…

En el primer capítulo de esta serie de Encuentro con México escribía que al término de una de las presentaciones de la obra de teatro “Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta” nos habían ofrecido ir a dar clases de música a una ciudad cercana al Distrito Federal. Los tres (Ariel, Arisbel y quien escribe) aceptamos inmediatamente ante la acuciante necesidad que teníamos de trabajar. El lugar era Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo, saliendo por el norte de la Ciudad de México rumbo a las famosas Pirámides de Teotihuacan.
Tres veces por semana personal del Consejo Nacional de Cultura y Recreación de los Trabajadores (CONACURT) nos llevaban en una combi a una ciudad que estaba asentada en los Llanos de Apan, lugar muy famoso, en aquel entonces, por el buen pulque que se producía en la región. Esa ciudad era de reciente creación (1950) al instalarse en la zona el Combinado Industrial Sahagún, integrado por las fábricas de camiones DINA, de automóviles Renault, la Constructora Nacional de Carros de Ferrocarril y la siderúrgica SIDENA, fundidora de block de motores y armadora de tractores soviéticos T 25.
En unas carpas especialmente instaladas dábamos clases a niños, jóvenes y adultos de una ciudad que casi no tenía otra actividad cultural. Ariel y Arisbel con sus guitarras lograban que un montón de niños aprendieran a cantar y jugar con la música. Por mi parte empecé a dar clases de guitarra clásica a jóvenes y adultos muy humildes de origen campesino.
Había una gran avidez por aprender música y nosotros teníamos una gran avidez por conocer a México y los mexicanos. Así aprendimos cómo se realizaba la extracción de aguamiel de la planta de maguey para luego dejarla fermentar y obtener el pulque. Veíamos como un campesino, el tlachiquero, con un burro cargado con dos bidones de veinte litros, raspaba la piña (corazón de la planta de maguey) y en el mismo hueco que tallaba se amontonaba un líquido totalmente transparente, limpio y dulce: al aguamiel. Con un acocote (calabaza larga, de hasta un metro de longitud y agujereada por ambos extremos) succionaba el aguamiel que luego de fermentar un par de días perdía su transparencia y se transformaba en un líquido lechoso, espeso y medio baboso con bajo contenido alcohólicos (4.5 grados): el pulque.
Un buen amigo hidalguense (nacido en el estado de Hidalgo) y magnífico artista plástico, Jesús Mora Luna, me llevó en una oportunidad hasta una planta de maguey y con un tallo seco de cebada, a modo de pajita o popote, me enseñó a absorber directamente de la planta el aguamiel de rico sabor.
Precisamente en esa oportunidad oí el sonido de instrumentos de aliento en medio del campo y vi una pequeña crucecita asomarse rítmicamente detrás de una pequeña loma. Sorprendido por la música campirana y aquella cruz, le pregunté a Chucho qué era aquello.
–Seguramente un entierro– me contestó con mucha naturalidad.
Efectivamente, al ir asomando la gente detrás de la loma, apareció un niño de unos diez años llevando una larga cruz que abría paso a la marcha de familiares y amigos que caminaban detrás de un muchachito de unos quince años que cargaba una pequeña cajita de madera pintada de blanco y adornada con tela del mismo color. Era un pequeño niño el muertito (en México siempre se utiliza el diminutivo para hablar con respeto, delicadeza o cariño) y era llevado con música hasta un panteón cercano en medio del campo.
No podía creer que aquello fuera un cortejo fúnebre. Como buen uruguayo no concebía que una banda de alientos (trompeta, saxofón, tuba, trombón y percusión) tocara en un entierro. Tampoco entendía la alegría de una bandada de niños pequeños que iban jugando y gritando alegres a la vez que juntaban flores silvestres para ponerlas luego en la pequeña tumba. Ni comprendía la notoria presencia de pulque en los hombres que caminaban con cierta dificultad por el alcohol ingerido.
Mi cabeza formada en un país más cercano a los inmigrantes europeos que a las tradiciones latinoamericanas me hacía ver en aquel cortejo un surrealismo que en realidad no era tal. Cuando le escribí a mi padre sobre la fuerte impresión que me había producido este entierro (era la primera vez que presenciaba el sepelio de un niño), él me contestó que en el norte de Uruguay (en el departamento de Artigas en particular, donde había vivido varios años) así eran los sepelios de niños, con música incluida.
México comenzaba a empaparnos así de su esencia latinoamericana y de sus fuertes tradiciones indígenas que modificarían para siempre nuestra forma de pensar, de expresarnos y de vivir  la vida.

 Cédar Viglietti