A principios de 1980, cuando ya habían acabado las clases de
guitarra en Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo, logré entrar al Programa
Cultural Fronterizo del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) que consistía
en hacer unas interesantísimas giras de conciertos por la frontera norte de
México. Una vez metido en ese programa me ofrecieron participar en un programa
de capacitación para maestros de guitarra clásica de las casas de cultura de
todo el país que el INBA impulsaba.
Así conocí a varios maestros que con mucha amabilidad y
paciencia me recibían para darles algunos tips y recomendaciones sobre cómo mejorar la
impartición de las clases de guitarra en sus respectivos lugares. Si bien los tips y recomendaciones no valían la
pena, sí eran útiles las fotocopias de partituras que llevaba y que nutrían el
acervo del maestro de la casa de la cultura visitada.
Así fue como llegué a Cd. Lázaro Cárdenas, puerto del estado
de Michoacán sobre el Pacífico, donde en la Casa de la Cultura “José
Vasconcelos” me encontré con un muy joven maestro con poca experiencia en la
impartición de clases de guitarra a través de la lectura de partituras. Ello
provocó que el director de la casa de la cultura me ofreciera quedarme a vivir
en ese puerto michoacano para dar clases formales de guitarra clásica. La
fascinación por el trópico, esa naturaleza desatada y fecunda, la cercanía del
mar tan distante desde el centro de México y un sueldo fijo que es tan difícil
de percibir cuando se vive de clases particulares y conciertos me llevaron a
aceptar esa empresa en un lugar muy lejano de la capital mexicana, que en
aquellos años demandaba más de 12 horas en auto por carreteras sinuosas e
interminables.
Con tres hijos muy pequeños me mudé a la costa de Michoacán
donde el calor era tan intenso que hacía dudar la permanencia allí. Se debe
sumar a ello lo precario de los servicios como el agua; la luz; la falta de
atención médica especializada en niños; carencia casi permanente de objetos de
consumo básico; ausencia casi total de bibliotecas, librerías; escasísimas
actividades culturales y un interminable etcétera más.
Sin embargo muchas cosas positivas ofrecía este lugar a
cambio de tantos inconvenientes: la vida provinciana tan distinta al ajetreo
del Distrito Federal y los municipios del Estado de México conurbados con más
de 14 millones de habitantes en esa época; el contacto con un México mucho más
profundo a través de la gente del lugar; la intensa vida en contacto con la
naturaleza; un mar siempre tibio en cualquier época del año; la ausencia de
señales de televisión (sí señor, aunque usted no lo crea, los televisores no
eran más que un mueble con una carpetita para poner un florero o alguna maceta…);
la pesca en el Océano Pacífico, uno de mis hobbies favoritos que merecerá un
artículo aparte; el conocimiento de un mundo tropical desconocido y fascinante
para un uruguayo cuyo país en nada se parece a este lugar.
Es interesante comentar que mucha gente venía a vivir a
Lázaro Cárdenas desde lugares lejanos como el centro del país y de miles de
kilómetros al norte por su experiencia en empresas siderúrgicas que se
localizan en los estados de Nuevo León y Coahuila, dado que en este puerto
michoacano se localiza una de las mayores siderúrgicas de México: Lázaro
Cárdenas-Las Truchas (SICARTSA).
Al poco tiempo de llegar di un concierto de guitarra en la
Casa de la Cultura donde asistió mucha gente dado lo poco que había qué hacer
en ese puerto del Pacífico. Recuerdo que el calor era tan intenso que había que
tocar con micrófono para competir con el ruido de los ventiladores a toda
marcha. Usted amigo lector, que no toca la guitarra, quizá no sepa que para
tocar con agilidad y precisión es necesario tener los dedos calientes y secos,
y que los nervios generalmente atacan al guitarrista enfriándoselos y
humedeciéndoselos. Pues ese día, con 35° de temperatura no faltó a la cita el
frío en las manos… Del sudor ni le hablo.
Como se me ha hecho costumbre siempre explico en los
conciertos las obras que toco y comento algo de sus autores para que el público
tenga referencias de lo que escucha, y en esa oportunidad estaba entre el
público el director de XELAC Radio Azul, el licenciado Nelson Galán quien
siguió con mucha atención la música y mis palabras. Al terminar vino a platicar
conmigo y me ofreció hacer un programa de música clásica en la estación que
dirigía “pero entre disco y disco dar las explicaciones como hiciste en este
concierto…”
Encantado acepté pese a no tener experiencia radiofónica. Y
así comencé una aventura maravillosa de comunicación a través de la música en
una estación de radio estatal que dependía de otra empresa estatal: Promotora Radiofónica
del Balsas, que con escasos recursos para la estación, autorizaba a vender
publicidad y complementar así sus ingresos. Nelson Galán me recomendó hacer el
programa diariamente de 15 a 16 horas (hora de la siesta sagrada en los lugares
tropicales) para acompañar a quienes descansan antes de seguir con el trabajo
diario después de las 17 horas cuando el sol volvía a ser soportable.
Allí aprendí la importancia de tener prácticamente cautivo al
auditorio, porque además de esta radio existía otra (Radio Horizonte) con
programación y locutores dedicados exclusivamente a la difusión de valores
comerciales sin proponer algo más que la música y comentarios ramplones del
momento.
Además de casi no tener competencia, Radio Azul transmitía
con cinco mil watts de potencia (bueno… aceptemos que eran como tres mil porque
si le subían a cinco mil se prendía fuego la planta que estaba en la población
vecina de Las Guacamayas), frente a la “otra” que apenas pasaba los 500 watts.
Por eso era cierto el slogan de nuestro locutor estrella, Fernando Montaño, que
proclamaba que… “¡Radio Azul transmite más allá del Horizonte!”
Con certeza nunca supe si mi programa de música clásica
“prendía” en la gente, pero la realidad es que no había mucho para elegir y al
director de la radio le gustaba, así que el proyecto se iba imponiendo. Sinceramente
creo que la llamada “música clásica” ayudaba mucho a conciliar el sueño de esas
siestas tan instauradas en los lugares tropicales y ayudaba a dormir más
relajado.
El desmedido entusiasmo de Nelson Galán hizo que me ofreciera
hacer otro programa de música latinoamericana muy en boga en aquellos años. Así
nació “La Nueva Canción” donde desfilaron Silvio Rodriguez, Amparo Ochoa, Víctor
Jara, Alfredo Zitarrosa, Chico Buarque y muchos cantantes latinoamericanos más.
La cosa no paró allí sino que al tiempito Nelson me ofreció la
programación musical de la radiodifusora y colaborar con un niño que le decían
“Kalimán”, que con escasos 10 o 12 años conducía con muchísimo talento y
desenvoltura un programa infantil llamado “El Carrusel”. De esta forma se
incorporó el viejo y gruñón “Pepe Pelícano” que le llevaba la contra en todo a
“Tito Zorro”, personaje que el niño improvisaba con total desparpajo. Muchos
niños, al no ser distraídos por la televisión, seguían con entusiasmo el
programa y al salir de la escuela se daban una vuelta por la estación de radio
para conocer a Tito Zorro y Pepe Pelícano, situación que me inhibía mucho al
enfrentar el micrófono poniendo una voz de viejo y rezongón con público infantil
delante.
Recuerdo que la coordinación de las escuelas primarias de la
zona organizó una vez un desfile de primavera para alegrar a aquel pueblo tan
olvidado. Todo estaba muy bien, pero a las maestras se les ocurrió invitar a
Tito Zorro y a Pepe Pelícano que fueran en un carro alegórico de Radio Azul. No
sabía cómo salir del paso para no desairar a las organizadoras que no entendían
que no tendría la menor gracia ver a un tipo y a un chamaco sentados en un
carro que acabarían con la magia que la radio lograba crear en la imaginación
de miles de niños.
Después de haber visto cómo hacían las piñatas los artesanos
mexicanos con cartón, papel, pegamento y pintura, logré hacer dos grandes
caretas de zorro y pelícano que cualquier niño podía ponerse metiendo la cabeza
completamente adentro. Así, el niño-locutor y uno de mis sobrinos se montaron
en el carro alegórico y con las enormes máscaras de los personajes de la radio
desfilaron por las calles de la ciudad saludando a una buena cantidad de
seguidores de “El Carrusel”.
Cuando faltaba poco para que se celebrara el Día de las
Madres, fecha de gran importancia en México, empezaban a llegar decenas de
cartas de emigrantes mexicanos que trabajaban en Estados Unidos solicitando una
canción para saludar a sus progenitoras que generalmente vivían en lugares
inaccesibles de la sierra de Michoacán y Guerrero pero donde llegaba nuestra
radio. En cada carta venía un billete de un dólar envuelto en una humilde
hojita de cuaderno donde rogaban al “Sr. Locutor” que le dedicara “Las mañanitas
a mi madre que vive en el paraje…” o –en algunos casos– “El rebozo de mi
madre”, melancólica canción guerrerense muy escuchada entonces.
Solo mi amigo José Luz, originario de esa zona y conductor
del programa “Rancho alegre”, era capaz de leer aquellas notitas tan
conmovedoras y valiosas de los “mojados” a sus madres. Estaban escritas con
tanta dificultad, desde el punto de vista de su redacción y ortografía, que
suponía un verdadero reto leerlas al aire. Los 10 de mayo extendíamos dos horas
más el programa de José Luz para no dejar ni una cartita sin leer.
Mucho aprendí en XELAC, Radio Azul, de esa magia de la
comunicación radiofónica que tiene reglas y códigos pocas veces escritos pero
que deben respetarse so pena de que el oyente realice ese acto tan simple de
cambiar de estación. Fernando Montaño, experimentado locutor de emisoras
comerciales, me enseñó muchísimo con su profesionalismo ejemplar. José Luz hizo
que comprendiera el gusto musical de los campesinos michoacanos y guerrerenses.
Con Jaime López aprendí cómo se maneja el
auditorio joven a través de la cátedra que daba sobre la música de rock.
Conchita Velázquez, quizá con una voz un poco aguda, ponía la distinción y
seriedad en el micrófono. Nelson Galán, el director de la radio, lograba el
trabajo en equipo y el compromiso permanente con los oyentes de la región en
pos de una emisora atractiva con dignidad y calidad.
Quiero cerrar este artículo con una reflexión sobre la enorme
responsabilidad que se asume al frente de un micrófono en una radioemisora tan
particular como fue Radio Azul en el comienzo de la década de los 80´s.
Piénsese que era un lugar con dos emisoras de AM, sin televisión, casi sin
teléfonos, no existían los celulares ni el internet, y con una sierra junto al
mar que no hacía fácil los traslados de tanta gente que vivía en rancherías de
difícil acceso, con una temporada de lluvias copiosísimas que complicaba aún
más el tránsito por veredas de barro rojo que atravesaban una selva baja pero muy
tupida. En esas condiciones la radioemisora era muchas cosas: la fiel compañía;
el entretenimiento; la única posibilidad de informarse (por cierto
retransmitíamos, a través del teléfono, los excelentes noticieros de Radio
Educación de la Ciudad de México); casi la única ventana al mundo exterior; la
guía cuando algún huracán se acercaba a las costas de Michoacán; la posibilidad
de evaluar los daños de los temblores (terremotos) tan frecuentes en ese lugar;
en fin, usted puede imaginar el significado de esta extraordinaria estación de
radio y entender ese momento tan conmovedor cuando una joven mujer –de muy
humilde vestido y muestras en sus zapatos de caminos lodosos para llegar hasta
la ciudad, pero perfectamente presentada con impecable peinado– nos traía un
viejo disco de 33 r.p.m. de María Dolores Pradera para compartir con los
oyentes…