Desde que tengo uso de razón hasta los veinte años compartí con mi padre muchas salidas de pesca y caza a lugares cercanos de Minas. Los ríos Santa Lucía y Cebollatí fueron de los lugares más frecuentados en aquellos intensos contactos con la naturaleza del campo uruguayo.
Temprano por la mañana de cualquier día de verano de los años 1960, 61 o 62 salíamos en la Fordson del 51 por la avenida Artigas hasta la vieja estación de ferrocarriles, dábamos vuelta por el Paso del Amor, donde cruzábamos una pequeña cañada antes de tomar rumbo al campo de aviación militar de la Región 4 (hoy División 4) que estaba a orillas del Río Santa Lucía a unos 18 kilómetros al norte de Minas.
Antes habíamos cargado la camioneta con cañas, aparejos y demás enseres de pesca, así como un trozo de asado y unos chorizos para el mediodía. No faltaba el mate y algunos bizcochos para la tarde y algún refuerzo (torta mexicana) de mortadela o butifarra para la noche.
Por camino de tierra llegábamos al destacamento de soldados, al mando de algún veterano sargento, que estaba a la entrada del campo militar. Como mi padre era coronel de esa Región Militar era uno de los lugares más conocidos por nosotros y los soldados amablemente nos abrían la portera para entrar nuestro vehículo. Recorríamos la pista auxiliar de pasto más o menos recortado hasta el fondo del campo donde pasaba el río que a esa altura –por pequeño– era más parecido a un arroyo. Encontrar un lugar para dejar la camioneta a la sombra no era complicado porque siempre encontrábamos en el borde del monte un tala grande o sauce frondoso.
Lo primero era mojarrear (pescar mojarritas, pequeños peces para luego ser usados de carnada) en alguno de los lagunones que se forman paralelos al río en las crecientes del invierno lluvioso y que luego quedan aislados por efectos de las sequía del verano. Sin embargo allí quedan los mejores lugares para pescar, los más profundos, los de agua más tranquila. El mojarrero, es una pequeña caña tacuara (bambú) de no más dos metros, muy flexible con una línea muy delgada, una boya (flotador) y un anzuelo mosquita (de minúsculo tamaño). Para pescar las mojarritas se encarna el anzuelito con un pedacito de lombriz de tierra que previamente se pone en la palma de la mano para atontarla con un par de palmadas. Junto a las mojarritas siempre sale algún dientudo (pez plateado de afilada figura con dientes prominentes), algún cabeza amarga (pez de boca grande y color oscuro) o alguna castañeta con muchas espinas que no sirve de carnada.
Estos momentos de mojarrear se dan siempre con abundante sol, cuando las chicharras (insecto de mediano tamaño que frota sus élitros y produce un ruido escandaloso) están en su apogeo. De niño siempre intenté verlas en las ramas de los árboles y me fue imposible por su color verde que las disimula en el follaje.
Guardábamos las mojarritas en un lugar fresco para tenerlas listas para el atardecer y la noche, momento de pescar las tarariras y bagres. Al terminar de mojarrear aprovechábamos a darnos un buen baño en los lugares donde el río corre entre arenales limpios. En esa parte del Santa Lucía que discurre con poca agua se pescan pejerreyes que desde el mar suben la corriente para desovar en agua dulce.
Mientras yo juntaba leña para el asado, mi padre aprontaba el segundo mate del día que nos servía para abrir el apetito y esperar a que la carne estuviera lista. A la sombra de algún canelón chisporroteaba el fuego y tomábamos mate mientras mi padre me enseñaba a distinguir el canto de los pájaros que abundaban en la zona. A esa hora se oían pájaros chicos: doraditos, mixtos, cabecita negra, jilgueritos y los clásicos cantos de benteveos y horneros. Los chingolitos atrevidos se acercaban a ver si podían comer alguna miga de pan que siempre caía al suelo. Más lejos se oían los pirinchos, esos pájaros desgarbados que poco han evolucionado y que vuelan con bastante torpeza.
Ya había brasas y con un palo mi padre las corría debajo de la parrilla hecha con varillas y alambre. Ahora cambiaba el olor a leña quemada por el de la carne y los chorizos asándose. En una lata negra de hollín por tantos fogones hervíamos agua para preparar la salmuera que le echábamos al asado. En viejas tablas de picar comíamos primero los chorizos con pan y luego el asado de remate. Nada de sanas ensaladas que distraen el apetito…
La hora de la siesta era sagrada para mi padre y encima de una lona sobre los pastos a la sombra, cumplía con el rito de descansar una hora. Yo aprovechaba a salir a cazar con la honda (resortera) metiéndome en el monte para aprovechar su sombra y disfrutar la vegetación exuberante alimentada por la humedad del río. ¡Cuánto me he arrepentido de esas infames cacerías de pájaros que hoy tanto quiero! Por ello mejor no cuento los detalles sino que intentaré describir esas caminatas por apretados senderos entre una vegetación abundante. Estos montes no se dan por cualquier parte del campo sino que bordean los cursos de agua que parecen venas del territorio uruguayo. Al separarnos unos 80 metros del río o arroyo desaparecen los árboles y solo quedan pastizales y algún matorral perdido en el mar de hierbas.
En el monte, en época de verano la vegetación hace complicado avanzar pero siempre se encuentran senderos sombreados y no falta alguna gallineta que al cloquear con sonidos de marimba delata su presencia y escapa caminando rápido entre la maleza. Las palomas de monte, más grandes que las domésticas sorprenden con su ruidoso vuelo al espantarse.
Por más silencioso que pretendiera ser mi paso por el monte se escandalizaban todos sus habitantes que incluía un carpincho hembra (capibara) con cuatro carpinchitos que asustados corrían a una de las lagunas profundas para zambullirse y verlos salir varios metros adelante nadando en perfecta fila con sus cabecitas afuera.
Al observar los camalotes en las orillas del río de los lagunones siempre encontraba en sus tallos el ramillete de pequeñísimos huevecillos de color rosado que algún caracol había depositado para asegurar que con su eclosión los caracolitos cayeran en el agua y sobrevivieran.
Un mamboretá o tatadiós (mantis religiosa) detenía mi paso para observar su postura de rezo, cuando en realidad tiene sus brazos siempre dispuestos a soltarse velozmente sobre otro insecto que será su presa y lo devorará inmediatamente.
Avanza la tarde y junto con el tercer mate aprontamos las cañas de pescar y los aparejos para estar listos en la noche. Juntamos todo los bártulos antes de que oscurezca porque la tímida luz del farol a carburo es poco lo que ayuda a encontrar cosas pequeñas entre los pastos.
Se calma el viento de la tarde que rizaba el agua del arroyo que ahora era un espejo quietito donde los saltos de algún dientudo dibujaban círculos concéntricos en la superficie. A toda hora el arroyo atrae con su belleza de agua calma, de camalotes en flor, de sarandíes asomando en las orillas y frondosos árboles, pero el atardecer con su luz ya escasa resalta la magia de ese espejo donde se mira el cielo. Parece que todo se detiene a la hora de ocultarse el sol. Los últimos cantos del zorzal, el hornero y los chingolitos presagian la noche. Ahora los irregulares vuelos de los dormilones (chotacabras) guiados por sus sistemas de ecolocalización son los fantasmas del aire en busca de insectos voladores. El chistido de una lechuza recuerda a otra ave de la noche. El mundo visual se encoge y gana terreno el oído que recoge el lejano mugir del ganado, el ladrido del esquivo zorro, y de fondo sonoro el croar de las ranas y los mil desafinados violines de los grillos.
De una lata mi padre sacaba una piedra de carburo y la metía en el depósito inferior del farol y en el superior un poco de agua del arroyo. Al abrir la llave de paso del agua para que gota a gota mojara el carburo, éste desprendía un gas inflamable que llegaba hasta una lámpara donde se le encendía y producía una luz medio triste pero que era lo que nos alumbraba. Del farol a mantilla ni noticias por aquellas épocas.
Con cañas tacuaras desarmables compradas en Solís de Mataojo y aparejos de chaura comenzaba la pesca en serio. Primero encarnábamos los aparejos que tirábamos a las zonas más profundas del arroyo. El peso del plomo en la punta garantizaba la pesca de fondo (bagre, anguila y no faltaba alguna inoportuna tortuga). Sobre una piedra grande y plana atábamos el extremo del aparejo a una piedra pequeña que al prenderse algún pez la haría rodar y hacer ruido. Podría decirse que con los aparejos pescábamos “de oído”.
Las cañas, mientras tanto, tenían una línea de nylon con un anzuelo en la punta y una boya (flotador) de ceibo pintada de blanco a un metro del anzuelo. El color blanco ayudaba a verla alumbrada por la tímida luz del farol a carburo.
Ahora hablábamos en voz muy baja y lo mínimo posible para no hacer ruido. En el silencio de la noche se oía potente el ruido del mate al acabarse el agua. Todo era concentración en las boyas de las cañas y en el sonido de las piedritas de los aparejos escondidos en la oscuridad.
Repentinamente una de las boyas comenzaba una danza delicada con muy sutiles y pequeños hundimientos pero que el ojo entrenado sabía que una tararira probaba la carnada. Mi padre, muy lentamente dejaba el mate, se paraba para estar preparado antes de que la reina del arroyo tragara la carnada y emprendiera la huida. Ahora los hundimientos de la boya son más claros y decididos. Para un pescador este momento es impagable porque se trata de interpretar con precisión los movimientos de la boya en el agua oscura con lo que está pasando un metro más abajo.
De pronto la boya desaparece bajo las aguas y mi padre levanta la caña con una violencia calculada para clavar el anzuelo en la boca del pez pero no quebrar la caña. La tararira opone una fuerte resistencia a salir del agua como es su característica. La caña se dobla hasta el límite y por unos momentos la lucha es pareja: el pez no aparece ni puede huir, pelea. Pero en poco tiempo se agotan sus fuerzas y el pescador gana la partida.
Varios minutos después el arroyo y nosotros recuperamos la calma. Vuelve el silencio profundo sólo roto por el ruido de los saltos de la tararira en los pastos que vigilamos con orgullo.
Ahora un pequeño sonido de piedras rodando rompe la tensa calma de la noche. Como un rayo me levanto y tomo con mucha delicadeza la chaura tratando de tensar el aparejo para que se trasmita por el algodón trenzado lo que sucede varios metros aguas adentro. No hay que apurarse ni confundir los tanteos del bagre con la decisión de tragarse la carnada. Ahora sí percibo un arrastre más fuerte y mi brazo que sostenía adelantado la cuerda pega un fuerte tirón recuperando violentamente unos centímetros del aparejo que hacen clavar el anzuelo en el pez. Con este instrumento de pesca la lucha con el bagre no es pareja, la resistencia de la chaura es mucho mayor a los intentos del pez por escapar y rápidamente lo saco fuera del agua. Debo tener mucho cuidado de tomarlo y no clavarme sus tres características y peligrosas espinas mientras saco el anzuelo de su boca. Me tiemblan las manos de la emoción que a mis diez años hacen inolvidables estas experiencias.
Con el botín robado al arroyo regresábamos de noche tarde a Minas atravesando el oscuro campo militar señalizado por un cielo increíblemente tachonado de estrellas como jamás volví a ver. Hoy, cincuenta años después, los recuerdos de aquellas incursiones por los campos donde pasaba el Santa Lucía permanecen en mí con la certeza de que nada ha cambiado y que allí me esperan siempre los misterios insondables del monte y el río.