Hubo un segundo intento de cine en el barrio Las Delicias de Minas, Uruguay, pero esta vez en una “sala”. Una cooperativa de consumidores de productos para la agricultura abandonó un viejo galpón (espacio techado con paredes rústicas) a un lado de la sede del Club de Fútbol Las Delicias, por la calle Garibaldi. Allí se juntaron un montón de sillas de cardo (palma) y madera y se improvisó un cine que podía funcionar en invierno y en horario matiné además de cobrar una módica entrada. No duró mucho la sala de cine. Por modesto que fuera el pago por entrar, mucho mayor era la modestia económica de la gente del barrio que signó la suerte de esa “empresa del séptimo arte”.
Caminando de la sede del Club Las Delicias por la vereda sur en aquellos años encontrábamos una tienda de ropa, botones, hilos y cosas así de la familia Bordón que la atendía la “Negrita”, como le decían a la señora. Luego esta tienda se cambió sobre esta misma calle, pero cruzando la avenida Varela, y amplió el giro comercial. En esa misma esquina estaba otro bar y a un lado un almacén, ambos comercios de la familia Prego. Recuerdo que la esposa de Julio Prego, Gladys Quinteros, daba clases de ballet a niñas del barrio.
Otro ícono del barrio Las Delicias era la capilla Santa Teresita que está pegada a lo que era mi casa, frente a la Plazoleta Río Branco (Plaza Olegario Villalba, suena mucho mejor, ¿no?). Luego de vivir tantos años en México donde las iglesias y capillas son verdaderos lugares de asistencia de feligreses que las llenan en cada misa, me doy cuenta que la capilla de mi barrio casi no atraía a los católicos porque casi siempre estaba vacía. Un escaso 15% de su capacidad era lo que asistía a la misa de los domingos. ¡Ay esa campana que los domingos a las ocho de la mañana me despertaba implacablemente! Desde muy temprano el padre Inmediato llegaba en bicicleta desde el centro sudando la gota gorda por la subida de la Av. Varela y ya lo esperaban doña Celina, la catequista, y Rosita que tocaba el armonio.
Recuerdo que cuando enseñaban catecismo a unos pocos niños del barrio, ponían a un chiquilín con una canasta que a la salida de las clases premiaba con un bizcocho a los asistentes y funcionaba para atraer a otros chiquilines que por comerse un croissant eran capaces de sentarse un buen rato en la capilla. A mis 8 o 9 años la idea de comerme un bizcocho me gustaba pero no así las clases de catecismo, por lo que se me ocurrió una idea genial: faltando 5 minutos para terminar el catecismo entré a la capilla, me senté respetuosamente en una banca y cuando todos los niños salían y tomaban un bizcocho yo hice lo mismo. Aquello era una maravilla pero la genialidad duró muy poco, porque a la siguiente clase entré faltando unos minutos y ¡zas! doña Celina me agarra de un brazo y me dice: “Cedarcito (así me decían para diferenciarme de mi padre) ya vi que no te ganas el bizcocho así que ahora no te dejaré salir hasta que te aprendas el padrenuestro.” ¡Soné como arpa vieja! Casi media hora me llevó aprenderme el padrenuestro y confieso que al final el bizcocho que me dio doña Celina me supo a derrota. Allí empezó y terminó mi acercamiento a la iglesia…
Los lectores que no son de Uruguay, deben saber que en ese país es radicalmente diferente el clima en invierno al del verano, situación bien diferente al centro y buena parte de la costa de México. Los meses de diciembre, enero y febrero (verano austral), que coinciden con las vacaciones mayores de los escolares, ofrecen cálidos días y noches que los uruguayos disfrutan mucho luego de haber soportado largos meses de un invierno frío, húmedo y ventoso. Recuerdo haber leído que cuando el naturalista inglés Charles Darwin, en su periplo por Sudamérica, bajó del barco en un invierno montevideano dijo de los uruguayos: “Conocí a los sobrevivientes de este clima…” Por ello el carnaval, que se celebra en febrero (pleno verano), es un acontecimiento que no pasa desapercibido y es muy disfrutado por los uruguayos.
En Minas, durante los años de la década de los cincuentas y primera mitad de los sesentas el carnaval era una fiesta popular incomparable que la gente esperaba ansiosamente porque coincidía con un país donde la economía popular todavía tenía cierta dignidad y aún no había sido golpeada por los gobiernos blancos y colorados que olvidaron a la gente humilde.
Recuerdo claramente el corso (desfile) que organizaba la Comisión Municipal de Fiestas en el centro de la ciudad donde los niños no podíamos caminar por las veredas (aceras) porque nos enredábamos con tantas serpentinas y papelitos (papel picado) que la gente arrojaba al paso de los carros alegóricos, las murgas, los cabezudos, el carro con la “Miss Carnaval” y mucha gente disfrazada que se plegaba al desfile. Todo era música alegre que difundía una red de parlantes (bocinas) por todo el centro. Recuerdo la vieja canción “El carnaval del Uruguay” que compusiera Armando Oréfiche y que interpretaban los Lecuona Cuban Boys (grupo fundado por el mayor músico cubano: Ernesto Lecuona).
Los niños gritábamos excitados por la presencia de los cabezudos que era lo más atractivo del corso, y por las mascaritas que medio nos asustaban y medio nos divertían. Usábamos coloridas caretas de cartulina y antifaces para que nadie nos reconociera aunque todo el mundo sabíamos quiénes éramos. Los primeros pomos de plástico hacían su aparición, aquellas botellitas que en el tapón tenían un pequeño agujero y servían para lanzarles un fino chorrito de agua a niños y adultos que soportaban de buen humor la ligera mojada carnavalera. Por cierto molestábamos a los niños más chicos con unas pelotitas de aserrín envueltas en papel de aluminio y atadas con un elástico que golpeaban las cabezas de los incautos y regresaban muy rápido a nuestra mano para ocultar al agresor. Nos divertía mucho golpear, pero cuando éramos receptores de un golpe nos quedábamos serios y rascándonos la cabeza.
Así era el corso por el centro. Pero los siguientes días de carnaval ese corso visitaba los distintos barrios de Minas. Camionetas con parlantes anunciaban desde la mañana la llegada en la tarde del desfile de carnaval al barrio Las Delicias que desde temprano los chiquilines esperábamos con muchas expectativas.
La subida de la Avenida Varela provocaba un descanso de los carros alegóricos que resentían en su recalentados motores el esfuerzo para llegar hasta la Plaza Olegario Villalba (ya no le digo más plazoleta Río Branco). Mientras tanto personal de la Comisión Municipal de Fiestas adelantaba el clima carnavalero con piñatas (simples bolsas de papel rellenas de caramelos y galletitas) que las rompíamos a ciegas debajo de algún jacarandá de la plaza. Verdaderos remolinos de chiquilines y rodillas raspadas en el suelo disputaban los caramelos que arrojaban las piñatas y alcanzábamos un grado de excitación tal que con el comienzo del desfile estallábamos con la mejor fiesta que podíamos imaginar.
Nuestro barrio hacía un aporte particular al carnaval con el tablado en plena Av. Varela entre el bar “Las Delicias” y el viejo kiosco policial. El constructor Ruben Estrada aportaba los tanques y las maderas para levantar el escenario que estaba adornado con un telón que alguien pintaba y participaba luego en un concurso para elegir el mejor tablado de Minas.
Vale la pena detenernos nuevamente para intentar explicar lo que eran estos tablados carnavaleros que han cambiado bastante en los últimos años. En Minas, en las décadas del cincuenta y sesenta se trataba de escenarios populares en plena calle y con libre acceso donde se presentaban conjuntos musicales; grupos de baile folklórico, español, de tango; tríos de música romántica; tríos de música paraguaya; cantantes de tango; comediantes, humoristas y alguna murga (conjunto de voces a capella que combinan la música y el teatro ligero de muy discreta calidad, muy gustada por los montevideanos) que muy de vez en cuando aparecía.
En el caso de Las Delicias y por aquellos años la gente disfrutaba mucho más a Francisco Amor (cantante de tangos ya venido a menos), a Mastrángelo y sus muñecos (gracioso ventrílocuo), o algún trío paraguayo, que a una triste murga minuana rejuntada a última hora. Estos tablados se financiaban con la colaboración de comercios y vecinos del barrio y con parte de la utilidad del consumo del Bar Las Delicias que sacaba mesas y sillas a la calle.
Pero todo terminó… Las políticas fondomonetaristas de blancos y colorados acabaron con las serpentinas, papelitos, cabezudos, Mastrángelo y sus muñecos, el tablado, el corso y aquel espíritu carnavalero que tuvimos el privilegio de vivir. ¿No lo merecían los minuanos? Unos pocos dijeron que no. Todo fue cortado de un tajo salvaje y los minuanos enredados en sus propios problemas, confundidos ante tanta pérdida, no se dieron cuenta de quién les robó la alegría de aquellos años y han mantenido a esos descoloridos partidos en el gobierno del Departamento de Lavalleja, cuya capital Minas no ha vuelto a recuperar aquel espíritu para festejar –como antes– el carnaval de febrero.