A Marta y Angel, tan queridos.
Pillo y desalmado era Feliciano. Analfabeto en el papel pero no en la vida. Sabía leer entre líneas cualquier conversación y escribir a punta de lengua cualquier discurso para salirse del apuro. Chaparro y panzón pero ágil y decidido. El color miel de sus ojos delataba el mestizaje, lo rojizo y turbio su afición por el mezcal.
No eran las cuatro de la mañana pero ya había alborotado jacal, mujer e hijos. ¡Pobre de María! Mujer sufrida y abnegada que, aunque dócil (quizá por eso), no se escapaba de golpes y reclamos. Una feroz trompada de Feliciano le había volado tres dientes y desfigurado su hermosa cara morena. ¡Cómo extrañaba sus dientes! A toda costa quería ponerse unos postizos para tapar la coladera de su belleza.
–¡Déjese de chingaderas, mujer! ¡Usted no necesita nada!
–Pero Feliciano...
–¡Ni madres!
Los cuatro burros de Feliciano, verdadero tesoro por aquellos lares, ya estaban esperando que les acomodaran la pesada carga para llevarla hasta Pahuatlán. Debajo de la jacaranda se juntaban jaulas con pollos, calabazas, costales de granos crudos de café, una bolsa muy limpia de manta con los bordados de María y unas pencas de plátano macho. Entre los pollos se destacaba un fino gallo de riña que era la esperanza de Feliciano para obtener de su venta unos buenos centavos.
–Feliciano...
–¡¿Qué chingaos quieres?!
–No... nada... –chiquitita la voz de María termina escondiéndose. No se anima a pedirle un radio a pilas para espantar tanta soledad con un poco de música y radionovelas. Y es que María vio a su hermana Matilde con un radio nuevecito que le regaló su esposo y sintió envidia de la buena por tener un aparato de esos. Ella no podía olvidar cuando iba a Pahuatlán esa música tan hermosa que se escuchaba en el jardín principal de las bocinas del palacio municipal. Eran sones huastecos que inundaban los árboles de la plaza y hacían callar a los pájaros. ¡Qué bonito sería tener esa música en la casa!
María juntó coraje.
–Feliciano...
–¿Qué pues...?
–Tráeme un radio por favor. Todo el día me la paso sola. No hablo con nadie. Estamos muy lejos del pueblo y de cualquier gente ...
–¡No estés chingando, mujer!
–Pero Feliciano... nunca me traes nada. Te pedí ponerme mis dientes y nunca me haces caso, ahora...
–¡¿Ahora qué pinche vieja?! Ahora te voy a madrear para que entiendas... –Feliciano arremetió contra María con pésimas intenciones, pero la mujer logró salir a tiempo del jacal y salvarse de los golpes poniendo distancia de por medio.
–¡Estas mujeres de ahora quieren radio, quieren dientes! –se quedó mascullando el arriero.
Mientras el campesino ataba la carga en los burros María entró al jacal y tomó un espejo que le había regalado el marido.
Feliciano unió los burros con una reata y jaló del primero poniéndose en marcha. Apenas había dado unos pasos y oyó el grito de María:
–¡Si no me compras los dientes ni el radio ahi te guardas este pinche espejo que me regalaste que no hace más que recordarme lo fea que estoy! –el objeto voló por el aire rumbo a la cabeza del arriero que apenas tuvo tiempo de esquivarlo. Se hizo añicos contra el suelo. Rápidamente Feliciano tomó el pedazo más grande para devolvérselo a su mujer. Pero María había calculado bien las distancias y ya estaba muy lejos como para ser alcanzada con el pedazo de espejo. El arriero lo tuvo sopesando un momento en su mano y terminó guardándolo en un saco de café. Los días de viaje suavizarían el coraje que Feliciano ahorita se iba masticando.
Arriero y bestias se encaminaron rumbo a San Pablito por senderos húmedos y apretados por matas de café, platanares y limoneros. El frío y niebla de la mañana poco a poco se iban cambiando por tibiezas y pedazos de cielo azul. Feliciano no aflojaba el paso porque sabía que un poco antes de llegar a San Pablito tenía que tomar a la izquierda rumbo a Pahuatlán y atravesar un pequeño riachuelo que en tiempos de seca no era nada, pero que si llovía se convertía en un obstáculo casi insalvable.
Cerca de las once de la mañana hace un alto para que descansen y tomen agua los burros. Él toma traguitos de mezcal con pedazos de cecina y tortillas. Inquieto mira el cielo que por el sur amenaza con lluvia. No lo piensa más y se pone en marcha nuevamente.
Apresura el paso hasta donde es posible porque el camino sigue siendo de bajada y se puede resbalar algún animal. Los gastados huaraches parecen tener ojos para pisar en terreno firme y esquivar piedras que los burros sueltan atrás y ruedan vereda abajo. Lejanos truenos espolean a Feliciano que empieza a sudar por el esfuerzo.
Falta poco para llegar al río pero no cesan los truenos por el sur y sabe el arriero que la lluvia lejana le puede ganar la carrera y llegar primero al paso. Resoplan las bestias, se le agrandan los ojos a Feliciano siempre mirando de reojo al sur. Parecería que la tormenta no se acerca pero el oído del campesino no se engaña y sabe que los truenos allá, en poco tiempo es agua acá. Les grita a los burros para que aceleren su marcha. Ya se divisa el paso, pero aún está lejos porque la vereda por la sierra no es recta, es un interminable camino de hormigas que con parsimonia hombres y bestias trazaron.
–¡Chingada madre! –aunque nadie le escucha Feliciano lanza imprecaciones al cielo que lejos se quiebra en mil cubetazos que indefectiblemente irán a parar al cauce del río. Ya pasó hace mucho el mediodía y el arriero tiene varias horas hechas de veredas intransitables. Si no pasa hacia Pahuatlán ahora, ya no podrá hacerlo hasta el otro día. Quedarse a pasar la noche aquí es peligroso porque Feliciano tiene cuentas pendientes con arrieros que usan este mismo lugar para pasar hacia el pueblo.
Los pollos y el gallo se alborotan con tantas sacudidas, los burros están a punto de reventar por el esfuerzo, Feliciano parece un demonio salido del infierno contestando con insultos a las voces de los truenos. La carrera parece suicida. Siempre queda una vuelta más en la vereda. Ya van casi patinando entre las piedras. La mano firme de Feliciano no deja de jalar de la reata arrastrando casi a los cuatro burros. Ahora ya oye el agua correr. No es agüita cantarina, es agua que se desborda y el ruido va en aumento. Corren los cinco y llegan al paso jadeantes, exhaustos. Feliciano arremete y se mete al agua pero ésta ya ganó todo el cauce y corre con incontenible fuerza. Duda el arriero, los animales se resisten a seguir adelante. Les mienta la madre y arremete nuevamente por otro lado pero el río crece a cada segundo. Tropieza Feliciano y con el agua a la rodilla resbala. Pierde pie y siente un vacío en el estómago. El agua se lo lleva pero no suelta la reata. Los burros están bien parados en la orilla y logran sostener al arriero que aterrorizado siente que le vuelve la vida al cuerpo. Temblando –más de miedo que de frío– logra asirse a unas matas y salir a lo seco. Se le fueron las ganas de mentar madres. Agradecido acaricia a los burros que le salvaron la vida y busca un lugar donde atarlos para que puedan descansar.
Cuando termina de amarrar los burros aún le tiemblan las manos y las piernas. Busca leña para hacer fuego y secarse un poco. Los truenos crecen, ahora están cerca. La noche se adelanta con la oscuridad de la tormenta. Feliciano encuentra en la barranca una cueva donde medio meterse. Baja la carga y la pone a resguardo de la lluvia que no tarda en aparecer. Enciende el fuego y se queda en cuclillas echando miradas recelosas a la oscuridad. Cambia el miedo de la arrastrada en el agua por otro mayor: encontrarse con el güero Martín. Ahora Feliciano recuerda las chingaderas que le hizo a Martín y el juramento de venganza que éste profirió en público en San Pablito.
–¡Chingue su madre! Este canijo es capaz de encontrarme aquí –masculla entre dientes. La soledad y la oscuridad empiezan a refrescarle la memoria a Feliciano que revive cuando le bajó a María y la convenció que se fuera a vivir con él.
¡Buuum! estalló el cielo a través de un espantoso rayo que pareció partir en dos la tierra. Se estremeció Feliciano y del alma le salieron unas palabras que parecían una plegaria: “Daría mi alma al Diablo porque hubiera un puente aquí”.
–¡Para servirte mi Feliciano!
–¿Eh? –saltó estremecido el arriero. Como un rayo manoteó su machete dispuesto a cobrar cara su vida. Con un ojo vio que no era el güero Martín. ¡Era un catrín de ciudad en plena sierra!
–¿Qué diablos quiere usted? –balbuceó.
–Servirte mi amigo, servirte.
El campesino desconfía de la increíble serenidad del hombre impecablemente vestido que sin ningún temor se acerca a la luz del fuego.
–No dé un paso más y dígame quién es y qué quiere conmigo– se oye a un Feliciano inseguro y temeroso.
–Cálmate, mi Feliciano, cálmate. No me amenaces con ese machete porque me puedo enojar y te lo meto por donde no te cabe– firme la voz y las intenciones del personaje que ni se inmutaba por la actitud amenazante del arriero.
–Tu me invocaste y yo no soy de los que deja pasar oportunidades –continuó el catrín con las manos en las bolsas. Vestía impecable traje negro, camisa blanca y corbata de moño colorada. Del cuello le colgaba una bufanda de seda roja. Los zapatos negros brillaban como si jamás hubieran pisado tierra suelta.
Mudo, Feliciano medía con la mirada al extraño personaje mientras iba bajando el machete y diluyendo su actitud de desafío.
–¿Quién es usted, Don... ? –se amansaba rápidamente la voz de Feliciano.
–¿Cómo que quién soy? ¡El Diablo, pendejo! ¿No dijiste “Daría mi alma al Diablo por que hubiera un puente aquí”? Bueno, pues aquí me tienes, ¡carajo!
Ante tanta autoridad Feliciano no dudó ni tantito de quien se trataba. Intentó rápidamente zafarse de la situación: “No me haga caso señor Diablo. Yo solamente abrí mi bocota de puro menso que soy.”
–¡No te rajes maricón! ¡Ya te tomé la palabra y ahora mismo voy a construir un puente a cambio de tu alma! –la voz del diablo tronaba más que los rayos y el ruido de la lluvia se opacaba.
El arriero pensaba desesperadamente en cómo entretener al Diablo mientras ganaba tiempo para buscar una solución a la situación. Se le ocurrió desconfiar de sus posibilidades.
–¿A poco usted sólo puede construir un puente? Se tardaría meses y seguro no lo acaba.
–¿Qué no lo acabo? Tengo mis ayudantes para eso. Es más, te apuesto a que lo termino antes de que cante tu pinche gallo.
Feliciano miró la jaula donde estaba quietecito su fino gallo de riña. ¿Qué podía perder en esa apuesta? Ya veía perdida su alma y quien sabe qué más se acumularía.
–Señor Diablo, si no termina el puente antes de que cante mi gallo ¿me devuelve mi alma? –la voz del campesino sonó tembleque y suplicante.
–¡Pinche marica! ¡No te cagues en tus calzones! Está bien. Te apuesto tu alma a que lo termino antes de que cante el gallo. Pero no te atrevas a tocar a ese animal ¿eh?
–No, señor Diablo, cómo cree.
El extraño personaje ya no perdió tiempo y con un potentísimo chiflido llamó a un ejército de extrañas criaturas que no medían más de un metro. Eran una especie de chamacos con patas de cabras que pese a la lluvia juntaban como locos cantidades enormes de piedras. La diabliza se movía a velocidad increíble y poco a poco lo que parecía sin concierto tomaba forma de puente. ¿Qué sostenía al arco que empezaba a volar por encima del río? ¡Quién sabe! Pero el puente avanzaba en el aire sostenido desde una sola orilla.
Feliciano estaba fascinado mirando progresar el puente hasta que cayó en la cuenta que al acabarlo perdía su alma. Aterrorizado empezó a mirar para todos lados buscando una salida. Vio al gallo que ni se movía echado en la jaula. “Este pinche gallo ni va a cantar. Falta mucho para que salga el sol y el muy güey duerme”, pasó por la cabeza del arriero. Acercarse a la jaula era imposible; el Diablo con un ojo miraba la construcción y con el otro vigilaba los pasos del arriero.
Crepitaba la fogata y Feliciano ya veía a su alma entre las llamas pero del infierno. El puente seguía avanzando imparable y a gran velocidad. El Diablo parado y con los brazos cruzados miraba con sonrisa burlona al desesperado campesino que no dejaba de dar vueltas buscando zafarse de la situación.
De pronto Feliciano ve el trozo de espejo de María medio metido en un costal de café y sin dudar un instante lo toma y se sienta a un lado del fuego. Comienza a moverlo de tal modo que el reflejo de las llamas dé en la cabeza del gallo. Al puente le faltaban unas pocas piedras para terminarse y Feliciano ya aterrorizado insiste con el espejo hasta que la luz reflejada confunde al gallo con el amanecer. Y cuando no falta más que un par de piedras para concluir el puente el gallo se despereza y emite un potentísimo canto que paraliza a la diabliza justo antes de terminar.
Dicen los campesinos del lugar que por todo el valle y las montañas se oyó esa noche un grito diabólico: “¡Me lleva la chingadaaaaaa!”.
Ahí quedó el puente, intacto y hecho para toda la vida. Sólo se desacomodan un par de piedras que los vecinos siempre están pegando.
Vocabulario
Tortillas: Especie de panqueque hecho con harina de maíz. Prácticamente todas las comidas se acompañan con tortillas.
Huaraches: Sandalias toscas.
Vereda: Camino hecho por el paso de hombres y bestias por lugares de sierra o selva.
Chaparro: Petiso, bajito de estatura.
Mezcal: Bebida alcohólica destilada muy parecida al tequila.
Jacal: Rancho muy pobre.
Chingaderas: Expresión derivada del verbo chingar que Octavio Paz explica como violar. El mayor insulto en México es “Hijo de la chingada” que equivale a decir Hijo de la violada. “Déjese de chingaderas” equivale en Uruguay a Déjese de joder.
Ni madres: No joda, expresión muy grosera.
Manta: Tela de algodón sobre la cual se hacen los bordados.
Pencas: Racimo de donde cuelgan las bananas.
Plátano macho: Banano de gran tamaño que se come cocido.
Chingaos: De Chingado, equivale a Carajo.
Sones huastecos: Música popular de la zona Huasteca (comprende parte de los estados de Hidalgo, Tamaulipas, Veracruz, San Luis Potosí, Querétaro y la sierra norte de Puebla).
Pinche: Adjetivo despectivo que equivale a “...de mierda” (ej: pinche auto es igual auto de mierda.)
Madrear: Complicadísima expresión que quiere decir reventar. “Te voy a madrear” equivale a Te voy a reventar.
Arriero: Quien conduce burros con carga a zonas de difícil acceso. No se trata de arriar ganado como en Uruguay.
Coraje: Además del significado obvio, en México quiere decir bronca. Se usa aquí también la expresión “Hacer coraje” que equivale a Enojarse.
Cecina: Charque (carne salada).
Chingada madre: Equivale a Puta madre.
Cubetazos: Viene de cubeta (balde).
Reata: Cuerda, soga.
Mentar madres: Insultar a la madre.
Güero: Hombre blanco.
Canijo: Sinvergüenza, pasado de vivo.
Le bajó a María: Le quitó a María, se la ganó.
Catrín: Pituco, tipo bien vestido de la ciudad.
Pendejo: Imbécil, estúpido.
Menso: Tonto.
Chamacos: Niños.