Resulta muy interesante leer el diario “Viaje de un naturalista alrededor del
mundo” de Charles Darwin por múltiples razones, entre ellas, el punto de
vista de un visitante inteligente y curioso de apenas 22 años que nos brinda de
primera mano puntos de vista muy agudos y detallados de paisajes, gente, flora
y fauna de la campaña (interior) de Uruguay en 1831.
El famoso naturalista inglés, sin estar muy convencido
de su vocación de investigador, aceptó una invitación de un capitán inglés para
hacer un recorrido por el mundo para medir corrientes oceánicas y cartografiar diversas costas donde él
podría hacer investigaciones geológicas y recolectar ejemplares de la flora y
fauna de cada lugar. El viaje duró 5 años y recorrió una buena parte del
hemisferio sur de acuerdo a lo que indica el plano adjunto.
Así, Darwin se embarcó en el Beagle el 27 de diciembre
de 1831 y regresó a Inglaterra el 2 de octubre de 1836, tiempo suficiente para
despertar en el joven naturalista el interés en entender las reglas de la
evolución de las especies que lo hicieran tan famoso.
Pero vayamos al encuentro de Darwin con las tierras,
gente, flora y fauna del Uruguay que con mucho escrúpulo el naturalista fue
relatando en su cuaderno de viaje. Estos apuntes corresponden a una visita de
una estancia (hacienda) en el Departamento de Maldonado:
“Pasamos
la primera noche en una casita de campo aislada. Noto allí bien pronto que
poseo dos o tres objetos (y sobre todo una brújula de bolsillo) que producen el
más extraordinario asombro. En todas las casas me piden que enseñe la brújula e
indique en un mapa la dirección de diferentes ciudades. Produce la más intensa
admiración el que yo, un extranjero, pueda indicar el camino (porque camino y
dirección son dos voces sinónimas en este país llano), para dirigirse a tal o
cual punto donde jamás estuve. En una casa, una mujer joven y enferma en cama,
hace que me rueguen ir a enseñarla la famosa brújula. Si grande es su sorpresa,
aún es mayor la mía al ver tanta ignorancia entre gentes dueñas de miles de
cabezas de ganado y de estancias de grandísima extensión. Sólo puede explicarse
esta ignorancia por la escasez de visitas de forasteros en este remoto rincón.
Me preguntan si es la tierra o el sol quien se mueve, si en el norte hace más
calor o más frío, dónde está España y otra multitud de cosas por el estilo.
Casi todos los habitantes tienen una vaga idea de que Inglaterra, Londres y América
del Norte son tres nombres diferentes de un mismo lugar; los más instruidos saben
que Londres y la América del Norte son países separados, aunque muy cerca uno de
otro, y que Inglaterra ¡es una gran ciudad que está en Londres!”
Es evidente que los estancieros uruguayos de aquella
época no se destacaban por sus conocimientos ni cultura (¿ahora sí?) pero
sigamos porque el joven Charles siguió a caballo hasta Minas, capital del
departamento de Lavalleja, donde a los serranos no nos fue mejor:
“Al
día siguiente llegamos al pueblecillo de Las Minas. Algunos cerros más, pero en
resumen el país conserva el mismo aspecto; sin embargo, un habitante de las
Pampas vería de seguro en él una región alpestre. La comarca está tan poco
habitada, que apenas encontramos una sola persona durante un día entero de
viaje. El pueblo de Las Minas aún es menos importante que Maldonado; está en
una pequeña llanura rodeada de cerrillos pedregosos muy bajos. Tiene la forma
simétrica de costumbre, y no deja de presentar un aspecto bastante bonito con
su iglesia enlucida con cal y sita en el centro mismo del pueblo. Las casas de
los arrabales se elevan en el llano como otros tantos seres aislados, sin
jardines, sin patios de ninguna especie. Es la moda del país; pero eso da, en
último término, a todas las casas una apariencia poco cómoda. Pasamos la noche
en una pulpería o taberna. Gran número de gauchos acuden por la noche a beber
alcohol y a fumar cigarros. Su aspecto es muy chocante: suelen ser fornidos y
guapos, pero llevan impresos en la cara todos los signos del orgullo y de la
vida relajada; muchos de ellos gastan bigote y cabellos muy largos,
ensortijados por la espalda. Sus vestidos, de colores chillones; sus
grandísimas espuelas resonantes, en los talones; sus cuchillos, llevados en el
cinto a modo de dagas (de los cuales hacen tan frecuente uso), les dan un
aspecto muy diferente de lo que pudiera hacer suponer su nombre de gauchos o
simples campesinos. Son en extremo corteses; nunca beben sin pediros que probéis
su bebida; pero mientras os hacen un saludo gracioso, puede decirse que están
dispuestos a asesinaros si se presenta ocasión.”
Esta primera descripción de mis coterráneos en 1831 no
deja de ser interesante y podríamos resumirla –con un poco de humor– en tres
palabras: “asesinos pero corteses…”
Al día siguiente Darwin y sus acompañantes avanzan en
territorio minuano y llegan hasta la estancia (hacienda) de un rico criador de
ganado, don Juan Fuentes. Al llegar, le llama la atención a Darwin la formalidad
que se debe seguir cuando se arriba a una casa en el campo:
“Cuando
un forastero se acerca a una casa, hay que guardar algunas ceremonias de
etiqueta. Se pone al paso el caballo, se recita un Ave María, y no es cortés
echar pie a tierra antes de que alguien salga de la casa y os diga que os
apeéis; la respuesta estereotipada del propietario es: Sin pecado concebida. Se
entra en la casa entonces, y se habla de generalidades durante algunos minutos;
luego se pide hospitalidad para aquella noche, lo cual se concede siempre, por
supuesto. El forastero come con la familia y le dan un aposento, donde hace la
cama con las mantas de su recado (o silla de las Pampas).”
Esta costumbre de gritar “¡Ave María purísima!” (que
no recitar todo un Ave María) y esperar –si se es bien recibido– la respuesta
“¡Sin pecado concebida!” se mantiene aún en algunos lugares de nuestra campaña
aunque va cayendo en desuso.
Al final del párrafo, el joven Darwin hace mención al
“recado”, en clara referencia a esta particular silla de montar el caballo que
reúne sustanciales diferencias con otras sillas de otros países. Sugiero ver la
siguiente ilustración que muestra el “recado” y sus partes.
Se asombra Darwin que el estanciero Juan Fuentes se
muestre hospitalario con todas las personas que, sin conocerlas, acoge amablemente
al punto de que manda matar unas reses para agasajarlas. Esta hospitalidad es
propia de todo el campo latinoamericano sin distinción de posición social,
situación que hemos confirmado al ver el esfuerzo que gente de escasos recursos
hace por atender al forastero recién llegado.
“Después
de haber sido testigo de la grosera riqueza indicada por un número tan grande
de hombres, vacas y caballos, casi es un espectáculo el mirar la miserable
casucha de don Juan. El piso se compone sencillamente de barro endurecido y las
ventanas no tienen vidrieras; los muebles de la sala consisten en algunas
sillas muy ordinarias, algunos taburetes y dos mesas, Aunque hay muchos
forasteros, la comida sólo se compone de dos platos (inmensos en verdad),
conteniendo el uno vaca asada, el otro vaca cocida y algunos trozos de
calabaza; no se sirve ninguna otra hortaliza y ni siquiera un pedazo de pan.
Una jarra grande de barro cocido, llena de agua, sirve de vaso a toda la
compañía. Y, sin embargo, este hombre es dueño de varias millas cuadradas de
terreno, cuya casi totalidad puede producir trigo y con un poco de cuidado
todas las legumbres usuales. Se pasa la velada en fumar y se improvisa un
pequeño concierto vocal con acompañamiento de guitarra. Las señoritas, sentadas
todas juntas en un rincón de la sala, no comen con los hombres.”
Comentemos que seguramente este “concierto vocal”
estuvo compuesto de canciones verdaderamente folklóricas de la Banda Oriental
(parte del espacio geográfico que hoy ocupa Uruguay y que se ubica al oriente
del río del mismo nombre): Tristes, Estilos, Milongas, Cifras, Cielitos,
Huellas y algunos más.
No deja de ser interesante la descripción que hace
Darwin de las famosas “boleadoras”, instrumento de caza usado por los indígenas
de la región para capturar los ñandúes (avestruces americanas) y que definitivamente han dejado de usarse. Hoy
sólo las vemos –degradadas ellas– en algunas coreografías de danzas muy
edulcoradas y por lo tanto ajenas al folklor rioplatense.
“Hay dos especies de bolas: las más
sencillas, que se emplean para cazar avestruces, consisten en dos piedras
redondas, cubiertas de cuero y reunidas por una tenue cuerda trenzada, como de
unos ocho pies de longitud; la otra especie sólo difiere de ésta en que consta
de tres pelotas reunidas por una cuerda a un centro común. El gaucho tiene en
la mano la más pequeña de las tres y hace girar las otras dos en derredor de la
cabeza; luego de hacer puntería las arroja, y las bolas van a través del aire
girando sobre sí mismas como balas de cañón enramadas. En cuanto las bolas dan
contra cualquier objeto, se enroscan cruzándose en derredor de él y se anudan
con fuerza.”
Es curioso destacar que el antiguo uso de las
boleadoras (hasta como instrumento de agresión entre los mismos gauchos) marcó
el lenguaje de los uruguayos con expresiones como “ando boleado” o “me bolié”
para decir que se está perdido o confundido. Estos términos hacen referencia a
lo que les pasa a los avestruces, caballos o vacas que al enredarse las patas
con las boleadoras pierden el paso y caen violentamente, perdiendo la
orientación por el golpe que se dan.
Después de un largo periplo por Argentina, Charles
Darwin regresa a Uruguay y rumbo al actual Departamento de San José fue testigo
de la habilidad de los gauchos para cruzar un río con su caballo y así nos
expresa en su diario el asombro que le produjo.
“En
aquel día un gaucho me dio un regocijado espectáculo por la destreza con que
obligó a un caballo repropiado a atravesar un río a nado. El gaucho se desnudó
por completo, montó a caballo y obligó a éste a entrar en el agua hasta perder
pie; dejóse escurrir entonces por la grupa y le agarró la cola; cada vez que el
animal volvía la cabeza, el gaucho le arrojaba agua para asustarle. En cuanto
el caballo llegó a la margen opuesta, irguióse de nuevo en la silla el gaucho e
iba montado con firmeza, bridas en mano, antes de haber salido por completo del
río. Bello espectáculo es ver a un hombre desnudo jinete sobre un caballo en
pelo: nunca hubiera creído que ambos animales fuesen tan bien juntos. La cola
del caballo constituye un apéndice muy útil: he atravesado un río en barca
acompañado por cuatro personas, arrastrada de la misma manera que el gaucho de
que acabo de hablar. Cuando un hombre a caballo tiene que cruzar un río ancho,
el mejor medio consiste en agarrar la pera de la silla o la crin del caballo con
una mano y nadar con la otra.”
Charles Darwin también llegó hasta Mercedes, la
capital del Departamento de Soriano, muy próximo al encuentro de los ríos
Uruguay y Negro. Allí visitó una estancia de un hacendado inglés sobre las
costas del arroyo Bequeló y tuvo oportunidad de observar con detención una
acción muy particular: el adiestramiento de perros pastores. Veamos las
observaciones del naturalista inglés.
“Durante
mi residencia en esa estancia estudié con cuidado los perros de pastor del
país, y este estudio me interesó mucho. Encuéntrase a menudo, a la distancia de
una o dos millas de todo hombre o de toda casa, un gran rebaño de carneros
guardado por uno o dos perros. ¿Cómo puede establecerse una amistad más firme?
Esto era motivo de asombro para mí. El modo de educarlos consiste en separar al
cachorro de su madre y acostumbrarle a la sociedad de sus futuros compañeros.
Se le lleva una oveja para hacerle mamar tres o cuatro veces diarias; se le
hace acostarse en una cama guarnecida de pieles de carnero; se le separa en
absoluto de los demás perros. Aparte de eso, se le suele castrar cuando aún es
joven; de suerte que cuando se hace grande, ya no puede tener gustos comunes
con los de su especie. Por lo tanto, no le queda deseo ninguno de abandonar el
rebaño; y así como el perro ordinario se apresura a defender a su amo, el
hombre, de la misma manera éste defiende a los carneros.”
Líneas más adelante concluye Darwin:
“El
perro de pastor acude todos los días a la granja en busca de carne para su
comida; en cuanto le dan su ración huye, como si tuviese vergüenza del paso que
acaba de dar. Los perros de la casa se le muestran muy hostiles, y el más
pequeño de ellos no vacila en atacarle y perseguirle. Pero, en cuanto el perro
de pastor se encuentra ya junto a su rebaño, vuélvese y comienza a ladrar;
entonces, todos los perros que antes le perseguían huyen a todo correr.
Asimismo, una banda entera de perros salvajes hambrientos rara vez, y hasta se
me ha dicho que nunca, se atreven a atacar a un rebaño guardado por uno de esos
fieles pastores. Todo esto me parece un curioso ejemplo de la flexibilidad de
los afectos en el perro. Ya sea salvaje, ya educado de cualquier modo que lo
estuviere, conserva un sentimiento de respeto o de temor hacia quienes obedecen
a su instinto de asociación. En efecto, no podemos comprender por qué los
perros salvajes retroceden ante un solo perro acompañado de su rebaño, sino
admitiendo en ellos una especie de idea confusa de que quien va con tanta
compañía adquiere cierto poderío, como si le acompañasen otros individuos de su
especie.”
Concluyo este artículo con un juicio que el
naturalista inglés, Charles Darwin, hace de ese personaje emblemático llamado
gaucho y que con el correr del tiempo no escapó a cambios en su naturaleza hasta
llegar a lo que hoy es nuestro hombre de campo rioplatense. Sin duda quedan firmes trazos y conductas del
aquel gaucho, que Darwin conoció en 1831, en los trabajadores rurales actuales
(troperos, domadores, alambradores, chacreros, monteadores, tamberos y demás
oficios de los habitantes del campo), pero no sería justo dejar de reconocer
que el tiempo ha cambiado profundamente la esencia libertaria de aquel
personaje.
“Los
gauchos o campesinos son muy superiores a los habitantes de la ciudad. Invariablemente,
el gaucho es muy servicial, muy cortés, muy hospitalario; nunca he visto un
ejemplo de grosería o de inhospitalidad. Lleno de modestia cuando habla de sí
mismo o de su país, al mismo tiempo es atrevido y valiente.”
Pintura del uruguayo Juan Manuel Blanes