La lectura, la escritura, las clases de guitarra y los conciertos fueron las principales actividades que con gusto realizaba mi padre, Cédar Viglietti Viscaints. La vida militar nunca le atrajo y poco entendía de esos asuntos que lo distraían y le quitaban tiempo. Los cursos para ascender de grado en el arma de infantería del Ejército Nacional le significaban verdaderos dolores de cabeza al no poder concentrarse en temas totalmente ajenos a lo suyo.
–Vieja, ¿no me ayudás con estos libros de instrucción militar?– Así lograba que mi madre leyera esos libros “insoportables” sobre movimientos de tropas, apoyo logístico, protección de la infantería, protección de medios mecanizados, etc., para que le hiciera un resumen o directamente le explicara los temas allí vertidos.
Mi madre con paciencia le exponía que en terreno abrupto la infantería tenía que proteger al blindado para evitar el uso de medios antitanques por parte del enemigo.
—Pero, ¿cómo… no es el tanque que debe defender a la infantería? — preguntaba mi padre con el ceño fruncido haciendo un verdadero esfuerzo para concentrarse en el tema.
—Ya te había explicado que en terreno plano el blindado protege a la infantería porque puede hacer uso a la distancia de su cañón y protegerse a sí mismo, pero no es así en terreno quebrado donde la infantería marcha adelante para protegerlo de alguna emboscada. ¿Entendés, Cédar?
Cuando hizo el curso para ascender de coronel a general, recuerdo que comentaba el tema que sacó en el examen: La Batalla del Río de la Plata. De ser una cuestión accesible por haber tenido la posibilidad de ser testigo directo del enfrentamiento entre el acorazado alemán Graf Spee y los cruceros ingleses Ajax, Achilles y el Exeter en 1939, mi padre lo había descuidado por no interesarle y ahora se enfrentaba a un profundo abismo de desconocimiento. Tenía dos horas para escribir sobre el tema y mi padre comentaba que quince minutos le hubieran bastado porque no sabía casi nada. Pero sus inquietudes lectoras y de investigación por otros temas lo sacaron a flote —al contrario del Graf Spee. No le alcanzaron las dos horas para llenar páginas y páginas sobre la importancia histórica del Río de la Plata, de las culturas indígenas que influyeron en ambas márgenes del curso de agua, del mito y papel de la Pachamama, la célebre madre tierra de las culturas andinas, la música pentatónica de los Incas y su influencia en la costa oriental de ese río, etcétera, etcétera.
El pobre general que tuvo que leer semejante ensayo étnico-musical sólo atinó a pensar en la frase que le dijo mi padre al entregarle la prueba escrita: —¿Cómo… ya terminó el tiempo? Apenas escribí la introducción sobre la importancia del Río de la Plata…
—¡Carajo! Si todas estas páginas son la introducción… ¡lo que no debe saber este hombre sobre la batalla en sí!
¡Aprobado!
Claro que nunca le dieron el grado de general porque por esos años ya tenía severas desviaciones de izquierda y no es bueno dejar entrar al diablo en un convento…
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Con sus clases de guitarra no tuvo mucha suerte pese a la enorme cantidad de alumnos que formó. Cuando aparecía un muchacho o muchacha con condiciones (dedicación, buena motricidad y comprensión del lenguaje musical) por alguna razón no continuaba estudiando o perdía entusiasmo. Así recuerdo a Hugo Arellano, Francisco Pereira o Lirio Sanz entre los más destacados. Eduardo Vázquez, Estela Gavarret y Ulises Peña también animaron las clases de guitarra clásica que impartía mi padre.
No le gustaba dar clases de solfeo y el Menozzi o el Eslava lo blandíamos mi madre y luego yo, cuando ya estaba adelantado en el Conservatorio Kölischer. Algunos alumnos venían en la mañana. Pocos. Pero a partir de las tres de la tarde las clases se prolongaban hasta las diez de la noche. Los más avanzados ocupaban las últimas horas del día en medio de densas nubes de humo de los cigarrillos Master que fumaba mi padre. Claro, con un boquillín, no sea cosa que el humo hiciera daño… Los alumnos veteranos —si no fumaban también— no tenían más remedio que tragar humo porque en esas décadas de los cincuenta y sesentas el fumador tenía prioridad.
Muchas veces mi padre cayó en la imperdonable tentación de organizar ensambles de varias guitarras con sus alumnos sin respetar esa regla de oro no escrita que dice: una guitarra es magnífica, dos son interesantes, tres ya no lo son y más de cuatro todo es muy triste. ¿Se imagina alguien nueve guitarras? A ese extremo llegó. Su cómplice, perdón… quien le hacía los arreglos para esa cantidad de guitarras era don Luis Alba, un agrimensor y músico muy amigo de mi padre. Ni el “Bolero” de Maurice Ravel se salvó y fue imposible rescatarlo del maltrato del coronel y sus alumnos.