Crónica de una época lejana
Salimos de Minas bajo una lluvia mansa pero tenaz. Los limpiaparabrisas de la Fordson marcaban el compás de la marcha por la ruta 8 rumbo a Montevideo. Íbamos verdaderamente contentos porque unas vacaciones con los abuelos y los tíos era garantía de pasar muy bien y más todavía con la perspectiva de recibir algún regalo cuando nuestros padres regresaran de su viaje a Buenos Aires.
Papá iba preocupado por el estado de la carretera que con la mala visibilidad por la lluvia se hacía aún más angosta de lo que ya era. Mamá no hacía otra cosa que recomendarnos que nos portáramos bien, que no diéramos trabajo, que no quería oír quejas de los abuelos al regreso del viaje. Mi hermana Graciela y yo con unos seis o siete años, ya ni escuchábamos porque nuestra excitación era mucho mayor que las preocupaciones de mamá. Pensábamos en Montevideo... tan grande, en los tranvías, los trolebuses, en el montón de autos, en el pan marsellés, en la cancha de bochas donde jugaba el abuelo, en la feria de la calle Libia... ¡en tantas cosas!
Cuando pasábamos por Punta de Rieles nos escondíamos en el piso de la camioneta para que los abuelos y los tíos no nos vieran al llegar y darles la “sorpresa” apareciendo de golpe. Esto lo hacíamos con tanta anticipación que era imposible aguantarnos escondidos, por lo que nos asomamos hasta ver los enormes eucaliptos de la calle Carlos Nery. Pero eso sí, cuando papá doblaba por Alsacia nadie nos despegaba del suelo porque allí estaba la casa de los abuelos.
¡Cómo me gustaba esa casa! Era de madera pintada con techos de zinc, con hermosísimas barandas, llena de plantas que la abuela cuidaba mucho, y en el fondo un sauce muy grande que daba sombra a un charco donde el abuelo criaba patos. También había gallinas y conejos. El nivel del piso de la casa estaba bastante más abajo que el de la calle, por eso al entrar había que bajar unas escaleras flanqueadas por helechos y culantrillos.
La tía, con unos pocos años más que nosotros, nos recibía con una gran alegría y cariño. El tío, algo mayor que ella, se alegraba al vernos pero nos dábamos cuenta que no era una fiesta para él como lo era para la tía. La abuela siempre nos recibía con un cariño muy maternal que daba lugar a la complicidad y el abuelo, medio hosco (¿o nos parecía?), tragaba saliva al ver estos dos diablitos canarios(1).
Al bajar de la camioneta aparecían los paraguas para protegernos de la tormenta y en medio de una gran algarabía entrábamos a la casa. No nos importaba que la lluvia no nos dejara salir a jugar afuera, la casa de los abuelos era toda una novedad y teníamos garantizada la diversión.
Sentado en un sillón de mimbre me pasaba las horas viendo las vistas de aquel asombroso y sencillo aparato de aluminio con un par de lentes que al ponerle delante dos fotografías tomadas con una pequeña diferencia entre una cámara y otra, se apreciaba el fenómeno de ¡tercera dimensión! Téngase en cuenta que este aparato era del año 1875… Cuando dejaba el aparato me enfrascaba en la lectura y observación de una colección de Ilustración Artística, semanario catalán de 1915 de literatura, artes y ciencias que mi abuela mantenía encuadernadas de los tiempos en que su padre las coleccionaba. Allí aprendí lo terrible que fue la Primera Guerra Mundial porque tenía muchas ilustraciones y fotografías de hombres mutilados y gaseados. Claro que era más amable ver los avisos comerciales de Petróleo Gal (solución definitiva para cualquier calvicie incipiente) y de jabón Heno de Pravia (recurso infalible para un cutis terso y siempre joven…).
Me acuerdo que dormimos esa primera noche con una gran excitación y ni nos importó que nuestros padres se hubieran ido a Buenos Aires. Al otro día nos despertaron tempranito para desayunar con pan marsellés y mantequilla Tararira que en Minas –aceptemos que por lo menos en el barrio Las Delicias– no había. Fue la primera vez que oímos hablar a los abuelos que les preocupaba mucho la cantidad de agua que empezaba a acumularse en el fondo. Nosotros, todo lo contrario a la prudencia, estábamos encantados con el lago –así lo veíamos– que según la abuela a cada momento crecía más y más.
Mientras tanto el abuelo se iba con una carretilla a buscar recortes de madera a un aserradero para la cocina económica que tenía la abuela. El espacio de la cocina, de un comedor diario y del cuarto del tío Rúben era más bajo que el resto de la casa (comedor, living, cuarto de la tía Marta y de los abuelos), situación que ponía a esa parte de la casa en riesgo de que la inundación del fondo llegara hasta allí. La lluvia no paraba. Nosotros nos entreteníamos jugando, hojeando revistas viejas y comiendo boniatos (camotes) cocidos en el horno de la cocina de leña.
Por las tardes, me ponía mi pilot y las botas de goma y acompañaba a mi abuelo al café de la esquina de Camino Maldonado y Carlos Nery, donde una magnífica cancha de bochas era la reina del lugar. Allí me sentaba a ver “arrimar” y “bochar” a mi abuelo Pancho con singular habilidad, que pese a ver con un solo ojo demostraba un juego de alta calidad. Algunas tardes aparecía otro tío, Jorge, que hacía pareja con mi abuelo y esa dupla de padre e hijo era casi invencible, porque se reunía la experiencia del abuelo para “arrimar”, con la fuerza y puntería del tío Jorge para “bochar”, esa parte del juego donde la pesada bocha de madera muy dura había que lanzarla varios metros para sacar alguna bocha rival de las cercanías del bochín llamado comúnmente “chico”. Afuera, era incontenible la cantidad de agua que caía.
Yo esperaba que parara la lluvia para ir a ver aquellos curiosísimos partidos de fútbol del Instituto Nacional de Ciegos que estaba muy cerca. Tras una pelota con cascabeles dentro (para ser ubicada por su sonido) corrían en medio de un escándalo de voces los jugadores invidentes que pretendían indicar dónde andaba cada uno. Un árbitro vidente daba cuenta de si la pelota había entrado al arco o si se había salido de la cancha. Pero con esa lluvia tan copiosa y persistente no había oportunidad de ver esos juegos.
Llegamos a la casa de los abuelos y mi hermana feliz me contaba que el agua ya estaba por entrar a la cocina. La abuela Josefina estaba amargada porque veía que en horas se inundaría la cocina, el comedor diario y el cuarto del tío Rúben.
Efectivamente, a la mañana siguiente la emoción nos ganó cuando vimos un cuadro muy divertido para cualquier niño: ¡la pata con todos sus patitos nadaban dentro de la cocina…! Parecía un sueño ver esas aves avanzando raudamente por dentro de la casa, pasando por debajo de muebles que habían sido subidos a torres de ladrillos y bloques para que no se mojaran.
Sacar el agua de allí era imposible pero felizmente la lluvia empezó a aminar y eso permitió que mi abuelo Pancho nos pudiera llevar a pasear en tranvía. Subíamos a ese maravilloso transporte en la esquina de Camino Maldonado y Libia y nos sentábamos a disfrutar las ventanillas grandes y bajas que nos permitía apoyar el codo en ellas pese a ser niños de corta edad. Arrancaba el tranvía con sonidos metálicos de sus ruedas sobre las vías y con un suave hamaqueo y una campanilla que iba alertando a los transeúntes del paso del vehículo. Todo nos llamaba la atención: los asientos de esterillas, la suavidad de la marcha, el silencio del motor eléctrico, los controles tan sencillos. Nos mirábamos con mi hermana y no podíamos aguantar las sonrisas ante tanta emoción.
Así llegábamos a la Aduana ubicada en el Puerto de Montevideo y no nos bajábamos sino que en el mismo tranvía regresábamos al barrio Bella Italia. De pronto el conductor del tranvía con su uniforme negro y gorra casi militar abandonaba los controles y caminaba hacia el fondo donde tomaba otros controles y con esa sencilla maniobra –verdaderamente mágica– el tranvía ya tenía… ¡un nuevo frente! ¡Aaahhh! ¡Esto era demasiado para dos niños minuanos de vacaciones en Montevideo!