viernes, 12 de agosto de 2011

VACACIONES CON MIS ABUELOS MATERNOS

 Crónica de una época lejana

Salimos de Minas bajo una lluvia mansa pero tenaz. Los limpiaparabrisas de la Fordson marcaban el compás de la marcha por la ruta 8 rumbo a Montevideo. Íbamos verdaderamente contentos porque unas vacaciones con los abuelos y los tíos era garantía de pasar muy bien y más todavía con la perspectiva de recibir algún regalo cuando nuestros padres regresaran de su viaje a Buenos Aires.
Papá iba preocupado por el estado de la carretera que con la mala visibilidad por la lluvia se hacía aún más angosta de lo que ya era. Mamá no hacía otra cosa que recomendarnos que nos portáramos bien, que no diéramos trabajo, que no quería oír quejas de los abuelos al regreso del viaje. Mi hermana Graciela y yo con unos seis o siete años, ya ni escuchábamos porque nuestra excitación era mucho mayor que las preocupaciones de mamá. Pensábamos en Montevideo... tan grande, en los tranvías, los trolebuses, en el montón de autos, en el pan marsellés, en la cancha de bochas donde jugaba el abuelo, en la feria de la calle Libia... ¡en tantas cosas!
Cuando pasábamos por Punta de Rieles nos escondíamos en el piso de la camioneta para que los abuelos y los tíos no nos vieran al llegar y darles la “sorpresa” apareciendo de golpe. Esto lo hacíamos con tanta anticipación que era imposible aguantarnos escondidos, por lo que nos asomamos hasta ver los enormes eucaliptos de la calle Carlos Nery. Pero eso sí, cuando papá doblaba por Alsacia nadie nos despegaba del suelo porque allí estaba la casa de los abuelos.
¡Cómo me gustaba esa casa! Era de madera pintada con techos de zinc, con hermosísimas barandas, llena de plantas que la abuela cuidaba mucho, y en el fondo un sauce muy grande que daba sombra a un charco donde el abuelo criaba patos. También había gallinas y conejos. El nivel del piso de la casa estaba bastante más abajo que el de la calle, por eso al entrar había que bajar unas escaleras flanqueadas por helechos y culantrillos.
La tía, con unos pocos años más que nosotros, nos recibía con una gran alegría y cariño. El tío, algo mayor que ella, se alegraba al vernos pero nos dábamos cuenta que no era una fiesta para él como lo era para la tía. La abuela siempre nos recibía con un cariño muy maternal que daba lugar a la complicidad y el abuelo, medio hosco (¿o nos parecía?), tragaba saliva al ver estos dos diablitos canarios(1).
Al bajar de la camioneta aparecían los paraguas para protegernos de la tormenta y en medio de una gran algarabía entrábamos a la casa. No nos importaba que la lluvia no nos dejara salir a jugar afuera, la casa de los abuelos era toda una novedad y teníamos garantizada la diversión.
Sentado en un sillón de mimbre me pasaba las horas viendo las vistas de aquel asombroso y sencillo aparato de aluminio con un par de lentes que al ponerle delante dos fotografías tomadas con una pequeña diferencia entre una cámara y otra, se apreciaba el fenómeno de ¡tercera dimensión! Téngase en cuenta que este aparato era del año 1875… Cuando dejaba el aparato me enfrascaba en la lectura y observación de una colección de Ilustración Artística, semanario catalán de 1915 de literatura, artes y ciencias que mi abuela mantenía encuadernadas de los tiempos en que su padre las coleccionaba. Allí aprendí lo terrible que fue la Primera Guerra Mundial porque tenía muchas ilustraciones y fotografías de hombres mutilados y gaseados. Claro que era más amable ver los avisos comerciales de Petróleo Gal (solución definitiva para cualquier calvicie incipiente) y de jabón Heno de Pravia (recurso infalible para un cutis terso y siempre joven…).

Me acuerdo que dormimos esa primera noche con una gran excitación y ni nos importó que nuestros padres se hubieran ido a Buenos Aires. Al otro día nos despertaron tempranito para desayunar con pan marsellés y mantequilla Tararira que en Minas –aceptemos que por lo menos en el barrio Las Delicias– no había. Fue la primera vez que oímos hablar a los abuelos que les preocupaba mucho la cantidad de agua que empezaba a acumularse en el fondo. Nosotros, todo lo contrario a la prudencia, estábamos encantados con el lago –así lo veíamos– que según la abuela a cada momento crecía más y más.
Mientras tanto el abuelo se iba con una carretilla a buscar recortes de madera a un aserradero para la cocina económica que tenía la abuela. El espacio de la cocina, de un comedor diario y del cuarto del tío Rúben era más bajo que el resto de la casa (comedor, living, cuarto de la tía Marta y de los abuelos), situación que ponía a esa parte de la casa en riesgo de que la inundación del fondo llegara hasta allí. La lluvia no paraba. Nosotros nos entreteníamos jugando, hojeando revistas viejas y comiendo boniatos (camotes) cocidos en el horno de la cocina de leña.
Por las tardes, me ponía mi pilot y las botas de goma y acompañaba a mi abuelo al café de la esquina de Camino Maldonado y Carlos Nery, donde una magnífica cancha de bochas era la reina del lugar. Allí me sentaba a ver “arrimar” y “bochar” a mi abuelo Pancho con singular habilidad, que pese a ver con un solo ojo demostraba un juego de alta calidad. Algunas tardes aparecía otro tío, Jorge, que hacía pareja con mi abuelo y esa dupla de padre e hijo era casi invencible, porque se reunía la experiencia del abuelo para “arrimar”, con la fuerza y puntería del tío Jorge para “bochar”, esa parte del juego donde la pesada bocha de madera muy dura había que lanzarla varios metros para sacar alguna bocha rival de las cercanías del bochín llamado comúnmente “chico”. Afuera, era incontenible la cantidad de agua que caía.
Yo esperaba que parara la lluvia para ir a ver aquellos curiosísimos partidos de fútbol del Instituto Nacional de Ciegos que estaba muy cerca. Tras una pelota con cascabeles dentro (para ser ubicada por su sonido) corrían en medio de un escándalo de voces los jugadores invidentes que pretendían indicar dónde andaba cada uno. Un árbitro vidente daba cuenta de si la pelota había entrado al arco o si se había salido de la cancha. Pero con esa lluvia tan copiosa y persistente no había oportunidad de ver esos juegos.
Llegamos a la casa de los abuelos y mi hermana feliz me contaba que el agua ya estaba por entrar a la cocina. La abuela Josefina estaba amargada porque veía que en horas se inundaría la cocina, el comedor diario y el cuarto del tío Rúben.
Efectivamente, a la mañana siguiente la emoción nos ganó cuando vimos un cuadro muy divertido para cualquier niño: ¡la pata con todos sus patitos nadaban dentro de la cocina…! Parecía un sueño ver esas aves avanzando raudamente por dentro de la casa, pasando por debajo de muebles que habían sido subidos a torres de ladrillos y bloques para que no se mojaran.
Sacar el agua de allí era imposible pero felizmente la lluvia empezó a aminar y eso permitió que mi abuelo Pancho nos pudiera llevar a pasear en tranvía. Subíamos a ese maravilloso transporte en la esquina de Camino Maldonado y Libia y nos sentábamos a disfrutar las ventanillas grandes y bajas que nos permitía apoyar el codo en ellas pese a ser niños de corta edad. Arrancaba el tranvía con sonidos metálicos de sus ruedas sobre las vías y con un suave hamaqueo y una campanilla que iba alertando a los transeúntes del paso del vehículo. Todo nos llamaba la atención: los asientos de esterillas, la suavidad de la marcha, el silencio del motor eléctrico, los controles tan sencillos. Nos mirábamos con mi hermana y no podíamos aguantar las sonrisas ante tanta emoción.
Así llegábamos a la Aduana ubicada en el Puerto de Montevideo y no nos bajábamos sino que en el mismo tranvía regresábamos al barrio Bella Italia. De pronto el conductor del tranvía con su uniforme negro y gorra casi militar abandonaba los controles y caminaba hacia el fondo donde tomaba otros controles y con esa sencilla maniobra –verdaderamente mágica– el tranvía ya tenía… ¡un nuevo frente! ¡Aaahhh! ¡Esto era demasiado para dos niños minuanos de vacaciones en Montevideo!


(1) Canario: originario de las Islas Canarias. Una buena parte de los inmigrantes de origen español llegaron de las Islas Canarias a Montevideo y se ubicaron en las afueras de la ciudad dedicándose al cultivo de frutas y hortalizas. Por extensión, a toda persona de las afueras de Montevideo se le llamaba canario.

Cédar Viglietti

FRUTAS, COMIDAS Y CLASES DE GUITARRA

FRUTAS Y COMIDAS EXÓTICAS

¡Cuánto aprendimos de México durante aquellas clases de música en Ciudad Sahagún en 1976! Los choferes de las combis que nos llevaban tres veces por semana nos fueron enseñando muchísimos detalles de la vida campirana de esa zona norte del centro de México. Para ir a Cd. Sahagún teníamos que pasar muy cerca de las Pirámides de Teotihuacan que, aunque no teníamos tiempo de visitarlas, nos impresionaban sus colosales tamaños que fue acicateando nuestra curiosidad para verlas luego con todo detalle.

A la orilla de la carretera habían y hoy aún existen enormes plantíos de nopales (tunas en el Río de la Plata) que dan unas riquísimas y enormes tunas (higos, allá) que fueron una delicia probarlas. Este cactus es una de las plantas fundamentales en la dieta de los mexicanos que junto al maíz y el frijol son la base de cualquier comida. Parábamos un momento a comprar tunas que con gran habilidad les quitaban la cáscara y al comerlas no podíamos entender como algo tan dulce y jugoso se daba en aquellos campos tan secos y austeros. Un solo árbol se repite constantemente por esa zona y soporta la sequía de casi todo el año: el pirul (anacahuita).

Una vez nuestros amigos choferes se pararon en unos pequeños puestos de comida junto a la carretera antes de arribar al pueblo de Otumba, población cercana a Cd. Sahagún. Allí nos dijeron “Ahorita van a probar los mixiotes”. Usaron ese diminutivo tan simpático de ahora que creíamos era el extremo para señalar el presente; ¡no señor, todavía quedaba ahoritita y ahorititita! Nos bajamos junto a una especie de cocina rural alimentada con las pencas (gruesos tallos) secas del maguey que sirven de leña para calentar el comal (lámina o plato grande de barro cocido que se pone arriba del fuego o brasero para calentar las tortillas y demás alimentos) y allí pusieron un envoltorio blanquecino hecho con una película vegetal que recubre a la penca verde del maguey (otro uso más) y que dentro tenía una pieza de pollo o conejo, nopales cortados en juliana, una hoja de laurel, otra hoja del árbol de aguacate (palta) y una salsita sabrosísima hecha con distintos chiles que por cierto no picaba (creo que es la única salsa que he probado y no pica).

Se calentó cada envoltorio que era perfectamente impermeable porque no dejaba salir ningún jugo esa especie de cutícula casi transparente del maguey y además le agregaba un sabor más a esta delicia prehispánica. Al abrir el envoltorio nos inundó un mar de olores nuevos y ni les cuento sobre los sabores tan distintos y exquisitos que nunca habíamos probado. En el mismo comal “echaron tortillas”, es decir con la masa de maíz previo proceso de cocción con cal viva (nixtamalización) formaron con la mano unas especies de panqueques que cocieron de los dos lados sobre el platón de barro para acompañar a la comida quizás más rica de México: el mixiote.

Es interesante saber que la nixtamalización del grano de maíz es un proceso fundamental para su uso casi general en la comida mexicana. El grano de maíz, por tierno que sea cuando el elote (choclo) es fresco, no es fácil de digerir por los humanos a tal punto que luego de comerlo casi lo eliminamos entero y por completo. Sin embargo las culturas indígenas mesoamericanas sabían que sometiendo al maíz en grano ya maduro y seco a un proceso de cocción con agua y cal viva se elimina prácticamente la cutícula que envuelve al grano de maíz y que impide su digestión. Algo similar ocurre con el tubérculo de la mandioca en Sudamérica que previamente es procesado antes de hacer la fariña (harina) para usarlo de alimento.

LAS CLASES DE GUITARRA EN CD. SAHAGÚN

Pasaron algunos meses y el curso de guitarra clásica iniciado en Cd. Sahagún tomaba fuerza con la presencia siempre creciente de alumnos que no encontraban en esa ciudad muchas alternativas para desarrollar sus inquietudes artísticas. Finalmente mis compañeros Ariel y Arisbel iniciaron otro tipo de actividades en la Cd. de México y continué solo esa hermosa aventura guitarrística en aquel entrañable rincón del estado de Hidalgo.

Me sorprendía la seriedad de los jóvenes y no tan jóvenes hidalguenses que tomaban las clases en aquellas carpas nada adecuadas para clases de música. Atendían con total concentración y respeto a aquel joven maestro de veinticuatro años que les hablaba de Tárrega, Sor, Aguado, Carcassi, Carulli, Pujol, Segovia, Barrios y demás forjadores del instrumento de seis cuerdas. Las guitarras aparecían de no sé dónde, pero nunca un alumno me contestó que no tenía guitarra. No pasó mucho tiempo para que aprendiera que prácticamente en cada casa mexicana hay una guitarra porque no faltan manos –callosas o delicadas pero siempre populares– que la toquen para acompañar canciones propias o ajenas.

Las clases individuales siempre tenían oyentes con la presencia de otros alumnos que se quedaban a escuchar o que llegaban antes de su clase, situación que fue creando un grupo inquieto, unido y sensible, que sería fundamental para el futuro de esas clases. Mi desconocimiento de México hizo que no supiera que el 1º de diciembre de 1976 comenzaba la gestión de un nuevo presidente del país y que eso podía provocar el fin de aquel Consejo Nacional de Cultura y Recreación de los Trabajadores (CONACURT). Así fue que de golpe y porrazo me avisaron que se terminaban las clases en Cd. Sahagún. Con mucho pesar les comuniqué a los numerosos alumnos que ya no iba a dar clases; pero ellos –lejos de amilanarse– me pidieron que les dejara alguna forma de comunicarse conmigo.

Vinieron meses muy difíciles sin trabajo ni ingresos hasta que un día los alumnos se comunicaron conmigo y me avisaron que fuera a las oficinas corporativas del Combinado Industrial Sahagún en la Cd. de México que había la posibilidad de que las clases se retomaran por parte del propio Combinado. Me dijeron que hablara directamente con el Lic. Francisco Javier Alejo, recientemente nombrado Director General del Combinado. No tenía idea de quién era ese hombre y parecía imposible que me recibiera para hablar de unas clases de guitarra. Pero al primer intento sí me recibió en una oficina enorme y lujosa.

–¿Qué has hecho en Cd. Sahagún que tengo a un grupo de trabajadores del combinado que no deja de presionarme porque se reinicien una clases de guitarra clásica?– Con esa pregunta me recibió el Lic. Alejo en aquel mes de febrero de 1977. No me acuerdo qué le habré contestado pero el asunto fue que me dijo me presentara el 1º de marzo a dar clases en el Centro de Desarrollo para la Comunidad de Cd. Sahagún que el Combinado Industrial me contrataba.

Francisco Javier Alejo –tiempo después lo supe– era nada más ni nada menos que un economista, académico, funcionario público (Secretario del Patrimonio Nacional durante el sexenio de Luis Echeverría) , diplomático, editor y escritor. Nunca acabé de entender por qué me recibió. ¡Qué no habrán hecho aquellos alumnos-amigos!

El 1º  de marzo de 1977 volví a mis clases de guitarra en Cd. Sahagún…