Diciembre y enero en Uruguay eran meses hermosísimos para mis cuatro años de vida: llegaba el verano con ese calor tan lindo que nos sacaba ropas gruesas a cambio de un cómodo short y una remera (camiseta) de manga corta; mucha luz para jugar afuera de la casa hasta casi las nueve de la noche que apenas oscurecía; ir a bañarse al arroyo Campanero o al río Santa Lucía; la Navidad; el Año Nuevo y… la noche de Reyes Magos.
Sí teníamos una gran capacidad de asombro ante cualquier novedad, en aquella época tan simple y hermosa a la vez. El mero paso de un auto nos llamaba la atención porque en aquellos años casi no circulaban vehículos en Minas. Los ómnibus de la ONDA (Organización Nacional De Autobuses) que pasaban un par de veces al día hacia Melo, Treinta y Tres o Lascano eran toda una atracción por sus escandalosos motores que rugían al subir el cerro del barrio Las Delicias.
Un atractivo aparte –muy especial para mí– era el guinche (grúa) del señor Matheus que me parecía poderosísimo y mágico por cómo podía arrastrar cualquier auto con absoluta facilidad. Si estaba dentro de la casa o en el fondo, mi mamá o mi hermana Graciela, me gritaban que pasaba el guinche de Matheus y yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para correr hasta el porche para ver aquella máquina prodigiosa.
Como todo niño nos portábamos más o menos, peleábamos mucho con mi hermana Graciela, dábamos guerra a la hora de la siesta obligatoria del verano, en fin… pero siempre hacíamos buena letra cuando se acercaba el día de Reyes, que en los calendarios uruguayos de entonces decía “Día de los Niños”. Permítaseme comentar que la fuerte influencia de los gobiernos batllistas (término acuñado por la enorme personalidad del político José Batlle y Ordóñez) que eran totalmente alejados de cualquier religión, inducían a poner en los calendarios en el día 25 de diciembre “Día de la Familia” y nada de Navidad, así como el 6 de enero “Día de los Niños” y no Día de Reyes...
Esa noche del 5 de enero de 1956 pusimos los zapatos con mi hermana en el arbolito de Navidad con la esperanza que los Reyes tuvieran poca memoria, fueran generosos y nos dejaran algún juguete. Con mucha emoción cortamos un poco de pasto y pusimos un recipiente con agua para los camellos (allá en Uruguay no andan a caballo ni en elefante… los tres en camellos), y nos acostamos con los nervios de punta.
Al otro día nos despertamos tempranísimo y corrimos hacia el arbolito de Navidad. ¡En mis zapatos había un auto rojo a pedal! ¡No lo podía creer! Era maravilloso, brillaba su gruesa lámina roja, tenía un volante plateado y era enorme… bueno, así lo veía yo. Mis padres me preguntaban qué me parecía, pero yo no podía hablar de la emoción. Los que hablaban eran mis ojos agrandados por el asombro. Lo acariciaba para medir en toda su extensión ese enorme regalo. No me animaba a sentarme en el asiento de madera pero tocaba las ruedas de metal con un acabado de hule que me parecían ruedas de verdad.
No se podía tener un mejor regalo. Mi padre lo levantó para llevarlo a la vereda (acera) pero yo no quería que lo levantara sino que fuera rodando porque era un auto, no un juguete. Finalmente me senté para empezar a pedalear cuando mi padre me dice una frase que la recuerdo aún con emoción:
–En realidad, los Reyes dejaron el auto en el taller de Matheus y él lo trajo anoche en su guinche.
Me bajé inmediatamente del autito para pararme bien y soportar mejor semejante noticia que no sabía si no era más importante que el propio regalo.
–¿Lo trajo el guinche de Matheus? – balbuceé mientras me temblaban las piernas de sólo pensar que mi autito haya subido por la Av. Varela enganchado a aquella grúa prodigiosa.
–Sí, sí. Lo desenganchó aquí y lo entramos con tu madre…
Era demasiado. Ya no podía dar pedal porque mi imaginación le ganaba a mis piernas. Estaba paralizado tratando de concebir aquella maravilla y miré hacia el kiosco policial por donde llega la Av. Varela y vi, con toda claridad y detalle, al guinche de Matheus trayéndome aquel autazo rojo brillante enganchado a la más poderosa grúa de mi pueblo.
Por cierto, Papa Noel (Santa Claus, en México) no pintaba como hoy. Era un gordito barrigón y de barba blanca más cercano a los avisos gringos de la Coca Cola que a los niños uruguayos.
¡Cuántas emociones juntas para tan pocos años! Me hago cargo que lo vivía así porque era un niño de clase media con posibilidades de tener unas cenas muy lindas –aunque sin lujos– de Noche Buena y Fin de Año, y recibir los ansiados juguetes el 6 de enero… Digo esto porque en mi viejo barrio Las Delicias de la ciudad de Minas, lamentablemente no todos los niños tenían acceso a lo que yo tuve.
Eran años de una vida sencilla –hablo con precisión del año 1956– donde los niños de 3, 4 o 5 años jugábamos con pequeños autitos de latón o madera (el plástico aún no era usado), algún rompecabezas también de madera, juegos de mesa, alguna escopeta que disparaba un corcho o una espada de madera que nos hacía imaginar aventuras que habíamos visto en algún libro de cuentos con coloridas ilustraciones. En mi caso, nunca faltó una guitarrita. La televisión no existía y al cine todavía no íbamos. Sí teníamos una gran capacidad de asombro ante cualquier novedad, en aquella época tan simple y hermosa a la vez. El mero paso de un auto nos llamaba la atención porque en aquellos años casi no circulaban vehículos en Minas. Los ómnibus de la ONDA (Organización Nacional De Autobuses) que pasaban un par de veces al día hacia Melo, Treinta y Tres o Lascano eran toda una atracción por sus escandalosos motores que rugían al subir el cerro del barrio Las Delicias.
Un atractivo aparte –muy especial para mí– era el guinche (grúa) del señor Matheus que me parecía poderosísimo y mágico por cómo podía arrastrar cualquier auto con absoluta facilidad. Si estaba dentro de la casa o en el fondo, mi mamá o mi hermana Graciela, me gritaban que pasaba el guinche de Matheus y yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para correr hasta el porche para ver aquella máquina prodigiosa.
Esa noche del 5 de enero de 1956 pusimos los zapatos con mi hermana en el arbolito de Navidad con la esperanza que los Reyes tuvieran poca memoria, fueran generosos y nos dejaran algún juguete. Con mucha emoción cortamos un poco de pasto y pusimos un recipiente con agua para los camellos (allá en Uruguay no andan a caballo ni en elefante… los tres en camellos), y nos acostamos con los nervios de punta.
Al otro día nos despertamos tempranísimo y corrimos hacia el arbolito de Navidad. ¡En mis zapatos había un auto rojo a pedal! ¡No lo podía creer! Era maravilloso, brillaba su gruesa lámina roja, tenía un volante plateado y era enorme… bueno, así lo veía yo. Mis padres me preguntaban qué me parecía, pero yo no podía hablar de la emoción. Los que hablaban eran mis ojos agrandados por el asombro. Lo acariciaba para medir en toda su extensión ese enorme regalo. No me animaba a sentarme en el asiento de madera pero tocaba las ruedas de metal con un acabado de hule que me parecían ruedas de verdad.
No se podía tener un mejor regalo. Mi padre lo levantó para llevarlo a la vereda (acera) pero yo no quería que lo levantara sino que fuera rodando porque era un auto, no un juguete. Finalmente me senté para empezar a pedalear cuando mi padre me dice una frase que la recuerdo aún con emoción:
–En realidad, los Reyes dejaron el auto en el taller de Matheus y él lo trajo anoche en su guinche.
Me bajé inmediatamente del autito para pararme bien y soportar mejor semejante noticia que no sabía si no era más importante que el propio regalo.
–¿Lo trajo el guinche de Matheus? – balbuceé mientras me temblaban las piernas de sólo pensar que mi autito haya subido por la Av. Varela enganchado a aquella grúa prodigiosa.
–Sí, sí. Lo desenganchó aquí y lo entramos con tu madre…
Era demasiado. Ya no podía dar pedal porque mi imaginación le ganaba a mis piernas. Estaba paralizado tratando de concebir aquella maravilla y miré hacia el kiosco policial por donde llega la Av. Varela y vi, con toda claridad y detalle, al guinche de Matheus trayéndome aquel autazo rojo brillante enganchado a la más poderosa grúa de mi pueblo.