sábado, 5 de enero de 2013

De pesca en el Cebollatí


Artículo escrito para una publicación de
uruguayos en México hace más de 15 años.

            Tome usted la ruta 8 que une Minas con Treinta y Tres y saliendo de la ciudad serrana pasará por un curioso lugar que se llama El Penitente (unas rocas en un cerro tienen la forma de una persona arrodillada rezando), luego aparece un hermoso lugar de descanso: Villa Serrana. Más adelante la carretera se bifurca y usted debe tomar la de la izquierda hacia Mariscala, pequeña villa tirada entre los pastos. Pasando este lugar viene la recta final: una carretera trazada con regla que sube y baja las suaves ondulaciones del terreno (cuchillas). Unos kilómetros después se ve a lo lejos y a la derecha Poblado Colón, tan pequeño y olvidado que ni a villa llega, y finalmente aparece el río Cebollatí que atraviesa la ruta 8.


El pueblo Mariscala.
         
              A la derecha del puente, a unas tres cuadras y en medio del monte criollo que bordea el río hay un claro que tiene huellas de anteriores campamentos. Ese es el lugar indicado para instalarse. Frondosos molles, enormes talas y coronillas forman grandes espacios de sombra muy adecuados para acampar.
            A los pocos minutos de llegar la “invasión del campo” ya se deja sentir. Aparecen los primeros tábanos, esos insectos de mayor tamaño que una mosca y que clavan eficazmente su aguijón para extraer la sangre del que se deje. Ya pasan de las diez de la mañana y comienza el concierto de las chicharras, el escándalo de los horneros, los últimos gritos de los benteveos (ellos empiezan temprano por la mañana y reanudan por la tarde), los brincos de los pequeños saltamontes (langostas) y los graciosos vuelos irregulares de las mariposas blancas.


Río Cebollatí
            
             Al mediodía es el mejor momento para la pesca de los niños. Cañitas tacuaras de 2 m con un pequeñísimo anzuelo mosquita, una diminuta boya (flotador) y un pedacito de lombriz complementa el delicado equipo.
            Con la propia línea se golpea el agua para atraer las mojarritas que una vez pescadas serán la carnada de peces mayores. Rápidamente los niños tienen un buen montón de mojarras, esas flechitas de plata de no más de 9 cm. A esa hora pocos predadores andan en el agua, algún dientudo1 perdido corretea una mojarrita. Quien anda activo es el Martín Pescador, ave que desde una rama atisba atentamente cuanto movimiento ocurre en la superficie del agua, esperando que una mojarrita se descuide y ¡zas! se zambulle espectacularmente para atraparla con su fuerte pico.
            Poco a poco comienza a caer la tarde. Los primeros avisos sonoros los da el crespó-crespó2 de la pava de monte, siempre lejana y arisca que parece desafiar a los tenaces cazadores. La simpática gallineta se anima a esta hora a dejar el monte e ir a abrevar al río, con cada paso mueve su corta y erguida cola; camina rápido luciendo sus colores pardos y corto pico amarillo. Los benteveos llaman a gritos a su pareja aprontándose para pasar la noche. Y de pronto el Cebollatí parece tomar vida. Con los últimos rayos de sol el espejo del río se rompe en mil círculos con los coletazos furiosos de los dientudos que persiguen a las últimas mojarras del día antes de irse a descansar. Coinciden con ellos las reinas del río: las tarariras que empiezan su jornada de predación. Parece un concierto infernal de coletazos, persecuciones y escapes. El agua hierve durante unos 30 minutos hasta que poco a poco se calma y comienza a llegar la noche junto con los implacables mosquitos.


Parte angosta del río.

         Este fenómeno de verdadera cacería en el agua se repite exactamente al amanecer. ¿Quién concierta estas fuerzas? ¿Es la proximidad de la noche y del día según el caso? ¿Es el hambre de los que vienen y de los que se van? ¿Quién lo sabe?
            Mientras tanto en el monte se apagan los cantos de los pájaros. Ya no se oyen los cardenales rojos, amarillos o azules, ni los gargantillos, ni los músicos. Apenas quedan los últimos cantos del zorzal y los trinos tan nostálgicos y tristes de los chingolos.
            Es la hora de dos aves que se apoderan de la noche: el urutaú  y el dormilón. El urutaú (palabra guaraní para designar a una especie de lechuza) comienza la cacería de pequeños roedores gracias a su finísimo oído y a su aguda vista. El dormilón, una de las tantas variedades de los guácharos o chotacabras, basa su técnica de caza de insectos en un sistema de sonar. Igual que los murciélagos emiten un sonido inaudible para nosotros pero que rebota en los objetos y al recibirlo, el ave tiene un perfecto panorama del ambiente.
            El río se transforma en la noche. Con la obscuridad crece el silencio y el misterio. Las aguas parecen más densas y ya no se ven los círculos que la rompen pero se oyen claramente los coletazos violentos de las tarariras alimentándose de mojarras o de algún cabeza amarga3 . El monte impone respeto. Las sombras de la noche lo hacen más tupido e impenetrable.
El río Cebollatí al atardecer.

            Ahora se debe hablar en voz baja para no espantar a los bagres y tarariras que se acercan a los aparejos de chaura y a las cañas tacuara respectivamente.
De pronto una boya gorda y blanca empieza a moverse con pequeños hundimientos. La tenue luz del farol a mantilla la delata. Sin hacer ruido se toma la caña que descansaba sobre una horqueta de palo. Se tensan los nervios y se clava la vista en la boya que ahora se mueve rápidamente hacia un costado. Este momento de gran emoción es una silenciosa lucha entre los nervios que quieren levantar la caña y la experiencia que indica no apurarse y esperar a que el pez trague completamente la carnada. ¿Cuánto esperar? No mucho, porque si la tararira encuentra con sus dientes el anzuelo soltará la carnada. Seguramente quien no es pescador no podrá entender lo que encierran esos escasos segundos donde la adrenalina invade nuestro cuerpo y se desborda la pasión. La caña parece no pesar, las manos se humedecen, las piernas tiemblan de emoción y nada existe en el mundo más que esa boya que de pronto se hunde en las aguas negras del río. Ahora sí estalla el volcán contenido. Con la suficiente fuerza para que el anzuelo se clave en la boca de la tararira se da un fuerte tirón a la caña. No se debe pasar de entusiasmo en el jalón porque se rompe la tacuara y se pierde todo. El pez no se rinde y lucha tenazmente por mantenerse en el agua. Se oyen los coletazos y la caña se dobla hasta el límite. No se puede aflojar la tensión de la línea. El pescador intuye hasta donde aguanta la tacuara y dosifica las fuerzas. Se cansa la formidable reina del río y aparece su cuerpo que no deja de sacudirse. Se deposita el triunfo sobre los pastos y termina la lucha.
Tarariras en los pastos...

Claro que esta tararira no era tan grande como el bagre que Don Juan De Brun Carvajal pescó aquí mismo en este río. Contaba este pícaro minuano que pescando sin farol y sin luna empezó a revolear el aparejo para tirarlo muy lejos. El río tiene 120 metros de ancho, distancia inalcanzable para un buen lanzamiento que nunca excede de 50, pero el entusiasmo era grande. Cae el aparejo y siente Don Juan un pique tremendo. No duda y pega el tirón con todas las fuerzas disponibles porque aquí no hay caña que se rompa, es la pura chaura, ese hilo de algodón trenzado que aguanta cualquier bicho. El bagre es pesado y luchador. No se entrega. Don Juan recoge con entusiasmo y trata de ver el tamaño pero está muy oscuro. Se oyen los coletazos nada más. Parecería que el bagre trata de ganar la otra orilla, pero Don Juan no es primerizo y no le afloja un tranco de pollo. Ahi lo trae ya. Le grita al petizo Ramírez que traiga una linterna para alumbrar al bagre en el momento de subirlo por la barranca.
– ¡Dale petizo, alumbrame acá!
Don Juan interrumpe el relato y mira las caras de expectación de los oyentes que fascinados esperan la conclusión.
–¡¿Qué creen? Cuando el petizo Ramírez alumbra para abajo en la barranca veo que traigo enredado de una pata al “Negro” Eulalio agarrado de unos camalotes! ¡Estaba pescando del otro lado del río…!
Cédar Viglietti
Don Juan de Brun con su esposa EmiliaDon Juan De Brun con su esposa Emilia.




1 Pez plateado y esbelto con grandes dientes que no sirve para comer por tener muchas espinas. Abunda en todos los arroyos y ríos de Uruguay.
2 Estas palabras parece decir con su canto esta ave de negro plumaje y copete rojo. Tiene casi el tamaño de una gallina (más estilizada y con larga cola).
3 Pez de color casi negro que cuando es pequeño (no más de 10 cm) resulta muy atractivo como carnada.

1 comentario:

Miriam Leal dijo...

Excelente relato. Fui a Minas en noviembre de 2019, al Parque de UTE. Qué preciosa ciudad! Y me enamoré de Villa Serrana. Volvería. Me quedaron en los ojos y en el alma las curvas de los cerros, la soledad y el silencio de lugares de allí.
Saludos