La joven pareja hacía pocos
años que se había casado pero ya no disfrutaban como al principio las mieles de
los descubrimientos mutuos, de los furtivos encuentros en su propia casa antes
de la comida o al terminar la siesta bendita de cada día. Se les veía contentos
sí, y hasta un poco enamorados, aunque ella, dos por tres se ponía de malas
porque quería salir como fuera de Lázaro Cárdenas, apartada ciudad portuaria
del estado de Michoacán. No aguantaba el calor tropical y la humedad permanente.
Tampoco soportaba la lejanía de cualquier manifestación cultural, en especial
del ballet que tanto tiempo le dedicara. No toleraba la falta de tiendas o
lugares aunque sea para distraerse un poco. Todo era calor, sudor y malos
olores y en verano, además, mosquitos.
Julia había nacido en
Morelia y desde que tenía memoria bailaba ballet. No recordaba una vida
anterior al baile. Su maestra michoacana un buen día fue sustituida por una
maestra rusa de nombre complicado que había llegado a Morelia y que, según
ella, había sido parte del cuerpo de baile del Bolshoi. Los padres de Julia no
sabían si la rusa era mejor que la maestra local, pero sí sabían que era rusa y
eso ya era suficiente.
Julia se destacaba entre
todas las niñas por su dedicación sin pausas y por su gracia natural. Al año la rusa demostró que no
solamente era rusa sino que sabía del asunto del ballet y fue sacando adelante
un grupo de bailarinas. Dije bailarinas, porque bailarines no había uno. En
Morelia no había hombrecitos que bailaran ballet porque eso era “cosa de
mujeres…” Cuando llegaba la presentación de fin de año la rusa gestionaba el
auxilio de un joven bailarín del DF para que las muchachas tuvieran pareja para
bailar.
Así Julia fue progresando y
parecía que daría para más, pero la rusa, todavía joven y bonita, se casó con
un notario bastante feo y viejo pero con mucho dinero y se fue a vivir al DF.
Así terminó la carrera dancística de Julia y con apenas 15 años dejó de ser
aquella promesa del ballet michoacano.
La práctica de la danza le dejó
un cuerpo muy bonito que sabía mover con gracia cuando caminaba por la ciudad
colonial. No había un hombre que no la mirara embelesado, y muchos aspiraban, o
mejor dicho, suspiraban por casarse con esa bella joven. Los muchachos estaban
atentos para ver a qué hora salía Julia de su casa para no perderse su
cadencioso andar y tener alguna oportunidad de platicar con ella.
Pero fue Augusto, un joven
sin mayores méritos ni atractivos que finalmente la conquistó y logró llevarla
de blanco impecable al altar de la catedral de Morelia. Los varones, indignados
y algunos resignados, se preguntaban qué le habrá visto Julia a este menso que
ni picheaba ni bateaba. Las muchachas contentas, en cambio, porque no se llevó
a ningunos de los buenos partidos que seguían en disputa.
Augusto ni siquiera tenía
dinero que explicara su éxito con Julia y no tenía ninguna profesión de
provecho o prestigio, mal le ayudaba a su padre, don Augusto, en negocios pocos
prósperos que con mucho esfuerzo y dedicación apenas si daban para vivir. Un
ejemplo de estos pobres negocios era la huerta de guayaba cercana a Morelia que
daba más trabajo que beneficio por pequeña y por ser muy pobre la tierra. Producían
más dinero las huertas de plátano y papaya que tenía en Lázaro Cárdenas pero no
eran fáciles de atender por estar tan lejos de Morelia y por la pésima
carretera angosta y llena de curvas que había que transitar para llegar a la
costa. Además, una vieja deuda que tenían un par de intermediarios con don
Augusto era una pesada carga para salir adelante.
Sin embargo un buen día los
intermediarios lograron pagarle la deuda a don Augusto en especie: un
restaurante modesto pero bien ubicado en pleno centro de Lázaro Cárdenas. Se
llamaba “La Pacanda”, nombre purépecha de una isla del Lago de Pátzcuaro, que
ofrecía comida sencilla pero bien hecha. Feliz don Augusto había logrado
recuperar algo de lo perdido y hacia allí mandó a su hijo recién casado para
que se hiciera cargo del restaurante.
El joven Augusto llegó con
Julia al puerto michoacano feliz de estar cerca del mar para satisfacer una de
sus aficiones preferidas: la pesca. ¿Y el negocio?, bueno… también lo ponía
contento –pero no mucho– por aquello de independizarse un poco de sus padres y
hacer algo por sí mismo. A Julia medio la conformaba salir de la casa de sus
suegros, alejarse de la tutela de doña Clara que sólo velaba por el bienestar de
su hijo y criticaba solapada y permanentemente a la joven.
El calor de Lázaro Cárdenas
hizo su parte: le quitó mucha ropa a Julia que ahora fresca se la veía mucho
más guapa. Blusas y faldas muy ligeras mostraban aquel bellísimo cuerpo que
empezaba a hacer estragos entre la población masculina del puerto. De postre
caminaba con un zarandeo muy femenino, mirándose las piernas que llamaba la
atención.
Al principio Julia se
encargaba de la caja registradora y Augusto de recibir los comensales y apurar
a las cocineras y meseros. Cuando Julia salía en alguna ocasión de la caja, las
miradas tropicales de los hombres enseguida se posaban en su cuerpo, aunque
ella –siempre muy propia– no daba lugar a nada.
Cuando había pocos clientes
se iba para su casa que estaba del otro lado de la plaza principal de la ciudad
y el calor bochornoso volvía a jugar su papel porque era imposible atravesar
ese espacio tan grande al rayo del sol, así que su falda revoloteaba por el camino
más largo pero de sombra, pasando por debajo de los techos y marquesinas de
varios comercios donde siempre era acechada por los galanes del lugar.
Uno de esos comercios era un
salón de billar con una cantina maloliente al fondo donde sus asiduos clientes
mataban el calor y el tiempo con cervezas y carambolas. Casi siempre estaba
allí “Finito” Chávez, ex jugador de fútbol de discreto pasaje por el Morelia,
alto, güero y ganador con las mujeres. Cuando veía venir a Julia dejaba todo
para asomarse y ver aquellas piernas torneadas por el ballet y aquellas “caderas
y pechos torneados por Dios”, así decía el “Finito” que hasta místico se ponía
cuando veía a Julia.
La pesca traía bien ocupado
a Augusto que por la mañana se iba al atracadero municipal sobre el propio Río
Balsas donde llegaban las lanchas con motor fuera de borda de los pescadores
del lugar con la captura para venderla rápidamente antes de que el calor echara
a perder lo obtenido. Augusto les compraba dos o tres puños de anchovetas que
les sobraban a los curtidos pescadores para usarlas de carnada en la noche,
momento propicio para sacar algún buen pargo en el puerto entre los barcos
amarrados en el muelle.
Uno de los meseros del
restaurante, Javier, le acompañaba a pescar y lo iba poniendo al tanto de las
técnicas de pesca y de las distintas especies que allí se sacaban.
–Mire, señor Augusto, tiene
que ponerle al anzuelo un buen calambote porque si no lo pierde.
–Un buen ¿calam…qué?
–Calambote, señor Augusto,
calambote. O sea que entre el anzuelo y la línea de nylon le debe poner una
línea de acero de unos 15 o 20 centímetros para que las bicudas, pargos y
jureles no se la corten a dentelladas.
Augusto, pescador de agua
dulce, no conocía estas especies tan luchadoras que antes de subirlas al muelle
cortaban cualquier línea de nylon. Poco a poco iba aprendiendo que a las
barracudas les llamaban “bicudas” o “picudas” y eran muy buenas para hacer
ceviche; que el pargo con colores rosados era ideal para freírlo; que los
jureles tenían poca carne pero sabrosa.
Crecía el entusiasmo de Augusto
por la pesca que la practicaba después de las 9 o 10 de la noche, momento bueno
para capturar las especies de buen tamaño. Además, ya tarde por la noche no
había mosquitos.
¿Y Julia? Julia esperándolo
hasta dormirse abanicada por el ventilador de techo que era testigo de aquel
cuerpo tan apetecible pero cada día menos atendido y satisfecho.
Augusto llegaba como a las
dos de la mañana y en medio de una escandalera se ponía a limpiar el pescado
obtenido para guardarlo en el refrigerador y no se echara a perder con tanto
calor. Después a bañarse para quitarse el olor a pescado y el sudor; cuando se
acostaba ya eran como las tres y media… Julia ya estaba de un humor de perros y
estas pesquerías se hacían por lo menos dos o tres veces a la semana.
–Oye Augusto, llévame a
cenar a aquel restaurante tan bonito de La Orilla, ¿si?
–Es que más tarde voy a ir a
pescar, ¿por qué no cenamos temprano en el nuestro que en la noche hay poca
gente?
–Olvídalo Augusto, olvídalo.
Las miradas sobre Julia no
cedían y las de “Finito” Chávez empezaban a ponerla nerviosa porque iban
acompañadas de algún piropo afilado y nunca grosero. Piropo tirado como una
carambola de tres bandas: con mucho cuidado y tanteo. “No hay mujer más bella
en este puerto”, y lo decía como una reflexión para sí mismo, no directamente a
ella, y el dardo penetraba despacito, despacito en el cuerpo de Julia…
El “Finito” sabía bien del
efecto de ese primer piropo y unos pocos más en los siguientes días fueron
demoliendo, tabique por tabique, el muro de la resistencia –inicialmente muy
digna– de Julia.
“Finito” recurrió en poco
tiempo a ese misticismo falso pero que rara vez la fallaba: “Buenas tardes
señorita, Dios la bendiga por ser tan bonita…”
¡Ay, Julia…! con esa
respuesta lograste que “Finito”, sin calambote ni anzuelo, pescara a la más
hermosa sirena del puerto. Su estampa de atleta, su cabello rubio, pero
sobretodo su tenacidad y tanta dedicación hacia la joven fueron mejor carnada
que cualquier anchoveta comprada por la mañana a los lancheros.
Ahora el “Finito” tenía que
preparar la oportunidad para encontrarse con Julia y a la escasez de dinero
tenía que anteponer el ingenio que en él era más abundante. No tardó nada en
hablar con uno de sus cuates, Alberto, que tenía lancha con motor fuera de borda
y también le gustaba la pesca. Sin mayores explicaciones convenció a su amigo para
que invitara al mesero Javier y éste a Augusto a pescar mar adentro y
asegurarse así la cancha libre para patear un par de penales al arco de Julia…
Javier, el mesero, no lo
pensó dos veces cuando recibió la invitación de Alberto con quien varias veces
había salido a pescar y sabía de las nuevas posibilidades de pesca desde una
embarcación. Con mucho entusiasmo invitó a su vez al señor Augusto a pescar.
–Señor Augusto, tenemos que
llevar unas rapalas y verá que con
ellas sacaremos un buen robalo, el pescado más rico para comer, o algún dorado
o gallo…
–¿Qué es una rapala, Javier?
–Son unos pequeños peces de
plástico con anzuelos triples que se van jalando detrás de la lancha y simulan
peces verdaderos y el robalo al intentar alcanzarlos y se engancha de los
anzuelos. ¡Oh, ya va a ver usted, señor Augusto, qué pescadote vamos a sacar…
Tenemos que salir como a las once de la mañana que hay mucho sol para que las rapalas brillen y atraigan al robalo y
nos llevamos algo de comer porque se puede pescar como hasta las seis de la
tarde.
El entusiasmo de Augusto
creció como la espuma, de la misma manera que la sospecha de Julia que tras
esta pesquería estaba el “Finito”, cosa que la puso muy excitada, a tal punto
que animaba esta vez a que su marido saliera a pescar.
El día amaneció despejado
pero unas nubes lejanas sobre el mar no eran buena señal, porque en pleno mes
de octubre, en el Pacífico, los ciclones estaban a la orden del día y cualquier
vientito era suficiente para erizar el mar y poner en problemas una lancha de
pequeñas dimensiones como la de Alberto. Sin embargo temprano salieron a pescar
sin alejarse mucho de la costa ni de la desembocadura del Río Balsas que es a
su vez la entrada al puerto de Lázaro Cárdenas.
Atrevida, audaz y sin un
pelo de indecisión, pasó Julia, con su falda muy agitada por el viento, por el
salón de billar y constató que el “Finito” estaba más puesto que un calcetín
para seguirla hasta la casa. Atrevido, audaz y sin un pelo de indecisión,
“Finito” entró a la casa de Julia por la puerta entreabierta un par de minutos
después que lo hiciera ella.
El viento empezó a soplar
demostrando que no iba a ser cómplice de nadie y amilanó el entusiasmo de los
tres embarcados que tomaron el camino de regreso y programaron otra salida para
dentro de una semana. Medio mareados por las sacudidas del mar los pescadores
frustrados llegaron al muelle municipal sobre el río Balsas.
El viento, sin embargo, no
había incidido para que “Finito” abriera el marcador y marcara un primer gol
por encima de la barrera y demostrara su oficio de buen pateador. Julia,
siempre bailando en pequeños escenarios ahora conocía uno nuevo y mucho más
grande y sentía profundamente la danza por dentro sin necesidad de la música de
Tchaikovsky, Stravinsky
o Saint-Saëns.
El destino, empujado por el
viento imprevisto del Pacífico, hacía que en ese momento Augusto entrara a su
casa –ajeno a las hazañas deportivas y a la danza clásica en su propia cama– en
el momento justo en que oye los gemidos y gritos de Julia que festejaba el
segundo gol de chilena magistralmente ejecutado por el “Finito” Chávez.
Cédar Viglietti
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