¡Ay, qué calores pasaba mi tía! La pobre ya había llegado a los cuarenta y nada de nada. Se ahogaba en las noches de verano y yo la oía revolcarse en la cama con una inquietud que ni los tés de tilo ni los asientos de malva lograban apaciguar. Y no era fea, un poco gorda sí, pero atractiva, de bonita cara. Cuando yo era chico ella me contaba de amores que había tenido con algunos galanes desconocidos pero ahora me doy cuenta que eran mentiras, o más bien fantasías para darse manija e intentar mantener al alza su precaria autoestima.
¿Por qué se quedó soltera? ¡Quién sabe! Yo me acuerdo que tuvo un novio que venía a visitarla con un traje que de muy viejo se veía todo flojito, sin forma y con una camisa sin ballenitas que los cuellos se daban vuelta hacia arriba. Muy tímidamente tocaba el timbre y en un susurro el pobre preguntaba por la tía. Mi abuelo le recibía con una adustez digna de mejor causa: “Un momento joven” y le cerraba la puerta como para no facilitar las cosas. Y cuando salía mi tía toda perfumada creo que el galán ya no sabía qué hacer o decir. Se sentaban en un banco de la plaza de que estaba frente a casa y allí pasaban los minutos sin hablarse casi. Mientras mi abuela repasaba cuidadosamente la escena desde las persianas de la ventana del living. Esa relación no pasó de ahí.
Mi hermana que vichaba por una rendija de la pared de tablas que separaba el dormitorio nuestro con el de la tía, me decía: “Ay, otra vez a la tía le pica todo el cuerpo”. Como era chica yo le seguía la corriente y le comentaba los problemas que da ser alérgica y discretamente volvía poner la foto de Peñarol sobre la rendija y cambiaba de tema. Pero yo sabía que por las noches la tía se consumía sin remedio en una cama de brasas.
No se me olvidarán jamás las vacaciones de julio de ese año y no precisamente porque me fui a examen en francés, sino porque fui testigo de algo increíble. Todo empezó cuando encontraron a una muchacha muerta cerca del Paso del Amor (romántico nombre de un camino de tierra que cruza una cañada medio sucia y maloliente). Estaba sin seña alguna de violencia. Pálida, –ya sé que todos los muertos son pálidos– pero increíblemente pálida, y depositada con mucho cuidado en el pasto, y digo depositada porque no fue arrojada: fue puesta con mucho cuidado en el suelo. Los vecinos dijeron que seguramente se había envenenado, pero el Dr. Fernández, médico con mucha experiencia y ojo clínico, dijo que eso no era envenenamiento y le comentó a mi padre que la muchacha tenía dos agujeritos en el cuello como si le hubieran clavado dos veces un catéter para hacerle una transfusión. Mi padre le preguntó al doctor en medio de risas si no sería un vampiro. Pues esa misma pregunta se hizo todo el pueblo de Minas y nadie se reía.
Un periodista del diario La Unión se enteró de los agujeritos y tituló “¿Vampiros en Minas?” pero la quietud tan típica del pueblo no se alteró demasiado. El resto del país ni se dio por enterado de lo que medio inquietaba a los serranos. Sin embargo fueron pasando los días y ante la presión de la familia de la muchacha ya no se hizo más averiguación y le dieron cristiana sepultura. Los viejos decían “... ya van a ver cuando aparezca otro cadáver vacío de sangre, ahí sí se van a preocupar y harán averiguaciones...” Pero nunca apareció nada más y el frío de julio congeló los miedos y las teorías de vampiros.
El primer día de esas vacaciones acompañé a mis abuelos, a mis padres y a mi hermana hasta la agencia de ómnibus Solís-Minas ya que se iban a Montevideo, mientras que a mí me tocaba quedarme para estudiar y dar el examen de francés. Afortunadamente mi tía era buena para los idiomas y me ayudaría.
Mi tía me trajo como loco todo el día repasando la gramática y el vocabulario. En la noche me acosté temprano pero la lectura de Emilio Salgari me atrapó y ya eran como la una de la mañana y yo seguía leyendo. Fue a esa hora que sentí unos golpecitos en una ventana. No era la de mi cuarto. El ruido venía del cuarto de mi tía. Sentí que se levantaba inmediatamente y encendía la luz. Yo apagué volando mi lámpara y descolgué el cuadro de Peñarol para echar un ojo por la rendija de las tablas. Vi a la tía en camisón que descorrió la cortina de su cuarto con mucha calma y como si ya estuviera acordado abrió la ventana. Un tipo flaquito y menudo se metió con toda confianza. Mi tía lejos de asustarse cerró rápidamente la ventana por el intenso frío y le preguntó: “¿Usted quién es y qué quiere?”
–Soy Carlos el vampiro y necesito tu sangre.
– ¿Quién?
–Mirá, hay gente que no cree en vampiros pero yo soy un vampiro. Es más te lo puedo demostrar– abrió la boca y dos enormes colmillos brillaron en la oscuridad. Mi tía muy tranquila se rió y le dijo que si él era un vampiro ella era la princesa Margarita. Yo no podía creer que la tía estuviera tan calmada y dueña de sí misma. Se le veía segura y canchera. Él era quien se veía inseguro al fallarle el truco de los colmillos y su aspecto no daba para sentir miedo alguno. Era bien flaquito, narigón, ligeramente jorobado, con unos championes demasiado grandes para sus piernas, unos pantalones vaqueros que le quedaban cortos y un buzo apretadito al cuerpo casi infantil. Pero la cara de desgraciado y desprotegido no tenía nombre. Daba lástima.
El pobre tipo empezó con una larga explicación sobre la necesidad de sangre fresca, que desde la muchacha del Paso del Amor no se alimentaba bien, que la luz del día le hacía un daño mortal y que no tenía a dónde ir. Mi tía oía y se le notaba que empezaba a compadecerse de él, pero no mucho, porque de pronto se le iluminó la cara y le propuso:
–Está bien Carlitos (así le dijo en diminutivo) yo te voy a ayudar, pero para tomar mi sangre tendrás que dejarme satisfecha a mí. No he conocido a ningún hombre en la intimidad y si tú me satisfaces de tal modo que te diga que no puedo más entonces yo te doy mi sangre sin quejidos ni lamentos.
El pobre desgraciado no tenía idea en lo que se estaba metiendo, desconocía totalmente los calores de la tía, ignoraba el volcán contenido en aquel cuerpo regordete y aceptó el trato. Allí se selló su suerte.
Fueron noches interminables para Carlitos que ya no veía lo duro sino lo tupido. La tía resultó insaciable. El pobre vampiro hacía maravillas en la cama; todo lo intentó y preguntaba en el amanecer –cada vez con menos esperanzas– si mi tía se sentía satisfecha.
–No Carlitos, todavía no– y lo escondía en el ropero para que no le diera el sol cerrando con llave la puerta del mueble y de su cuarto.
–Tía...
–¿Qué m´hijito?
–¿Me tomás la lección de francés?
–Ay... no... ahora no que ando ocupada.
Lo que hacía era irse a la tienda de Jairalah a comprarse camisones y ropa interior para volver a las batallas acaloradas de la noche pero que poco a poco empezaron a entibiarse. Tibias pero no por ella, sino por Carlitos que iba perdiendo fuerzas y entusiasmo visiblemente. El pobre vampiro ya tenía ojeras por el piso, la verdad que iguales a las mías por no dormir, vichar por la rendija y no alcanzarme las manos para tantos quehaceres.
Una noche el vampiro decidió jugarse el todo por el todo y arremetió con imponente fuerza a mi tía, quien parecía que ahora sí tiraría la toalla. Cuando eran como la seis de la mañana los dos se quedaron exhaustos y dormidos. En realidad los tres nos quedamos dormidos, porque yo ya no podía más.
Fue como a las ocho de la mañana que me despiertan los sollozos inconsolables de la tía. Como tiro saco el cuadro de Peñarol, miro por la rendija y la veo en un mar de lágrimas observando aterrada las cenizas de Carlitos tiradas en la cama iluminadas por el tibio sol de julio.
Cédar Viglietti
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