lunes, 11 de julio de 2011

PRIMER ENCUENTRO CON MEXICO

La llegada a la Ciudad de México aquel lunes 5 de julio de 1976 fue muy triste. Bajo una lluvia intensa el avión aterrizó proveniente de Guatemala un poco antes del mediodía. El embajador de México en Uruguay, don Vicente Muñiz Arroyo, nos había prevenido sobre la posibilidad de que algunos reporteros de la prensa mexicana nos abordaran al llegar al Distrito Federal. “Sean sobrios y breves en sus comentarios, no olviden que en Uruguay quedan muchos compañeros y es bueno no complicar las cosas acá por declaraciones a la prensa allá”, nos advirtió. Afortunadamente no encontramos ni un periodista.
Después de algunos trámites migratorios que parecían sin fin, la Policía de Seguridad Federal nos sacó del aeropuerto por unas calles atestadas de autos y agua que hizo interminable la llegada al Hotel San Diego de la calle Luis Moya. Todo nos parecía muy feo y el barrio donde estaba el hotel peor aún. ¿Sería así la Ciudad de México?
De esta manera comenzó a gestarse el espíritu de contrariedad con un país tan generoso y atento con todos los exiliados que recibía. Nada nos gustaba, todo nos parecía mal. La comida era picante y nos quemaba la boca; todo tenía cilantro y su sabor era insoportable; el olor de las tortillas de maíz nos molestaba; no se podía tomar agua de la canilla (llave) porque estaba contaminada; el pan no se parecía al de Uruguay; la carne era dura y la cortaban delgadita…
Esto era el efecto de habernos arrancado de raíz de nuestro país, de salir en contra de nuestra voluntad, de sentirnos culpables por abandonar la lucha. Cuando nos encontrábamos con otros exiliados que venían de Europa nos contaban lo espantoso que era Suecia (un clima insoportable, no se entiende nada de ese idioma), lo desagradable de Francia (los franceses te desprecian, son sucios), lo insufrible de España (los españoles no quieren a los sudamericanos), y así de donde vinieran tenían quejas y más quejas. Sólo Uruguay era bueno. Buena porquería… con una dictadura feroz, implacable, con militares “valientes” que perseguían con todo lujo de violencia a gente desarmada de partidos políticos integrantes del Frente Amplio (hoy en el gobierno) que hasta antes del golpe de estado habían luchado públicamente, con sus diputados y senadores.
Al llegar al hotel encontramos a algunos uruguayos que habían llegado unos días antes y a un grupo de exiliados argentinos que escapaban del horror de su país. Las preguntas que resonaban en nuestros oídos eran: Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Cómo empezar nuestras vidas si no conocemos nada ni a nadie? ¿Por dónde arrancar? ¿Dónde buscar trabajo?
La Secretaría de Gobernación (en aquel entonces no había Instituto Nacional de Migración) nos había advertido que nos darían hotel, alimentos, servicios médicos y 30 pesos por día de viáticos por un mes y que en ese período deberíamos encontrar trabajo y valernos por sí mismos. Parecía imposible, pero en el México de aquellos años todo era posible…
Los meseros del hotel (mozos, en el Río de la Plata) fueron nuestros primeros guías y nos indicaban cuál era el diario que traía más avisos. Así compramos entre todos El Universal para revisar las páginas de ofrecimientos de trabajo y empezar por algo. Ellos mismos nos indicaban cómo llegar a los distintos lugares donde ofrecieran ocupación en esta inmensa ciudad capital.
A los dos o tres días de estar en México vino al hotel San Diego el capitán Vera de la Policía de Seguridad Federal, quien estaba a cargo nuestro, para llevarnos a la Secretaría de Gobernación que estaba en la calle Juárez a unos metros de Paseo de la Reforma, para formalizar el documento migratorio que nos acompañó tantos años. Recuerdo que salimos caminando por Luis Moya y al llegar a la calle Juárez ¡mi madre! qué hermosa plaza era la Alameda Central, el Palacio de Bellas Artes, el Museo de Arte Popular, el Paseo de la Reforma. Todo era bonito e impresionante. No se parecía en nada a la calle Luis Moya, a Pescaditos, Pugibet, Ayuntamiento, o Revillagigedo que de noche metían miedo. La primera impresión tan fea ahora cambiaba y se nos aparecía una ciudad deslumbrante e interminable.
Un buen día el poeta Saúl Ibargoyen me pasa un aviso del periódico que decía “Se solicita guitarrista que sepa leer partitura. Presentarse en…” Allí fui y resultó que eran un edificio del Consejo Nacional de Cultura y Recreación de los Trabajadores (CONACURT). Junto a unos 10 o 12 muchachos con sus guitarras esperamos a que un buen señor nos tomara una prueba de lectura a primera vista. Ese buen señor era, nada menos que el gran maestro oaxaqueño Leonardo Velázquez (compositor y director de orquesta desconocido para mí en aquellos años) que había compuesto la música para una obra de teatro de dudosa calidad escrita por Pablo Neruda: “Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta”, la historia de un chileno que representa la resistencia latinoamericana ante la dominación económica y cultural de los angloparlantes en las tierras de California durante la fiebre del oro.
Recuerdo que me hizo tocar la partitura de una cueca muy bonita y afortunadamente me seleccionó para tocarla en vivo durante las representaciones. Sin duda el hecho de conocer la música chilena me ayudó para conseguir mi primer trabajo en México. Me pidieron un par de músicos más para acompañar las melodías de la obra y allá fuimos con Ariel Hernández y Arisbel Luberto, compañeros y amigos uruguayos exiliados.
La obra resultó un fracaso total pero una vez que terminábamos una función se acercó un señor para preguntarnos si queríamos dar unas clases de música en una ciudad cercana al Distrito Federal. Como rayo contestamos que sí y así comenzó otra aventura en Ciudad Sahagún, estado de Hidalgo que por muchos años disfruté y que más adelante contaré.
Una mañana íbamos caminando a CONACURT, para de allí salir a Cd. Sahagún, con Ariel y Arisbel; casi en la puerta del consejo se ponía un señor con un puesto de licuados y jugos de fruta. Nos acercamos y vimos frutas desconocidas por nosotros: mameyes, mangos, papayas, tunas, guanábanas, plátano macho, o pocas conocidas como las piñas (ananá) o la guayaba. Conservadores, pedimos un licuado de leche con plátanos y un huevo. El señor muy simpático nos preguntó de dónde éramos y empezó a preparar el licuado. –¿Me dijeron con un blanquillo, muchachos?
–¿Blanquillo? ¿Y qué es eso?– preguntamos.  
–Un huevo, pues– nos dijo el señor sonriendo pícaramente. Así aprendíamos que la palabra blanquillo –más delicada– era usada para sustituir la palabra huevo porque ésta costaba un poco decirla directamente por aquello que caracteriza al macho.
Unos días después decidimos tomarnos otra vez ese exquisito licuado del señor del puesto. Arisbel, con sus muy jóvenes 17 años, se nos adelanta y nos dice:
–Déjenme pedirlo a mí que ya aprendí cómo se hace y así no hacemos el ridículo.
Asentimos con Ariel y con toda la cancha de un buen mexicano –según él– Arisbel suelta con tono supuestamente local:
–Por favor señor, ¿nos prepara tres licuados de plátano con un huevillo?

Cédar Viglietti 

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