Salvador y Chucho ateridos de frío por la pertinaz lluvia de septiembre habían salido de Temoaya, pueblo donde predomina la etnia Otomí, caminando rumbo a Villa Seca y les faltaba poco para llegar a la comunidad de Las Trojes, unas pocas casas mojadas a la orilla de la carretera.
Empapados hasta el último resquicio de sus cuerpos parecían dos figuras fantasmales acompañadas por el ruido “...chuiik, chuiik...” de los tenis que a cada paso escupían un poco del agua que hacía rato les había entrado. Los pelos mojados ganaban la partida a la rebeldía de estar siempre parados y escurrían por las caras morenas mientras sus rotosos abrigos de estambre colgaban de los brazos haciéndolos ver más flacos.
La carga de elotes tiernos les pesaba más por el frío que por el propio peso pero la recompensa de comerlos en esquites, en la casa de Nati, hacía soportable la carga de los dos bultos. Muy poco hablaban porque el frío no les dejaba articular palabra pero sus cabezas daban y daban vueltas pensando en la chamaca que les gustaba tanto y que les prepararía los primeros elotes de la milpa familiar. Natividad jugaba con los dos y no parecía decidirse por ninguno, situación que propiciaba una gran atracción sin aparecer hasta ese momento rivalidad alguna entre los muchachos sino más bien complicidad.
Ensimismados en sus pensamientos no se dieron cuenta en qué momento se les acercó un chamaco de unos siete u ocho años que caminando rápido les alcanzó con mucha decisión. Salvador y Chucho lo miraron con cierta indiferencia al ver que era un chiquillo pero éste, mirándoles con una sonrisa burlona, les preguntó a boca de jarro si se animaban a correr una carrera hasta el río Lerma. Ese río atraviesa la carretera como a unos ochocientos metros de donde estaban.
Salvador y Chucho se miraron interrogándose qué diablos querría el chamaco.
–No estés chingando escuincle baboso y hazte a un lado– fue la respuesta de “Chava” tan fría como el agua.
El chamaco para nada se amilanó y con mayor decisión se les puso enfrente y casi deteniéndoles les miró con unos ojos muy extraños en los que hasta ahora reparaban Chucho y Salvador.
–¿Qué les pasa pinches putos? ¿Tienen miedo de echarse una carrerita?
Los ojos del niño brillaban con un extraño color amarillento y sonreía, a la vez que retaba, asomándose unos dientes sucios casi negros. Al hablar se le escurría espuma de una boca grande con labios delgados que dibujaban, más que a una boca, a un enorme tajo.
Los muchachos no salían del asombro ante tal atrevimiento y lo agresivo de los insultos, pero algo les decía que debían aceptar el reto porque no lograban quitarse de encima al extraño chamaco.
–¡Órale! ¡A ver quien llega primero al Lerma!–se decide Salvador.
–Un momento pendejos, antes apostemos– fue la dura respuesta del extraño niño.
–¿Y qué vamos a apostar?–interrogó Salvador a Chucho.
–¡Ya sé! Te apostamos uno de los costales de elotes, pero ¿tú qué nos apuestas?–acotó Chucho buscando en al chamaco algo valioso.
–¡Qué elotes ni qué ocho cuartos! Aquí lo que vamos a apostar es la vida y el que se raje se chinga.
–¿Eh? ¡Este cuate está como loco!–dijo Chucho ya inquieto ante la autoridad y decisión del niño que exhibía una sonrisa inquietante.
–¡Órale, pinche chamaco! Ya no estés chingando que cuando lleguemos al río te vamos a madrear...–arrancó Chucho a correr seguido por Salvador.
Ahora era un escándalo de chuiik chuiik por la carrera medio atropellada por los bultos de elotes que no les permitía a los muchachos avanzar con velocidad.
Cuando ya habían corrido unos cien metros miraron para atrás para ver qué distancia le habían sacado al chamaco, pero para su sorpresa se dieron cuenta que sin hacer ruido estaba casi pegado a sus talones. Aceleraron el paso los muchachos lamentando la carga que llevaban que no les dejaba correr con libertad y maldiciendo al chamaco que no se les despegaba de los talones. El chuiik chuiik ahora se mezclaba con una risa burlona del muchachito que empezó a inquietar a Chucho y Salvador que aunque no se daban cuenta clara de lo que estaba pasando, algo presentían de que debían ganar esa carrera a toda costa porque la absurda apuesta de la vida empezaba a tomar cuerpo.
–¡Deja los elotes y corre, cabrón!– gritó Salvador que ya sin el peso del costal corría mucho más rápido. Chucho no dudó ni tantito y aventó la carga a un costado. Corrían como locos, con desesperación, mirando cada tanto hacia atrás, pero pegadito a ellos seguía imperturbable el chamaco y su sonrisa tan extraña.
Un frío distinto corría por los cuerpos de los muchachos, era el frío del miedo, mucho mayor que el frío de la lluvia. Allí estaba el río Lerma, a menos de cincuenta metros y como alma que se lleva el diablo aceleraron para ganar la carrera, pero el niño con boca de tajo los rebasó con un paso implacable soltando una estridente carcajada de dientes casi negros entre espumarajos.
En vano esperó Natividad la llegada de los muchachos con los elotes tiernos, en vano fue tener el agua caliente en el brasero para hervirlos, en vano el epazote y las venas de chile verde para los esquites. Chucho y Salvador nunca llegaron…