LA CANCILLERÍA
Don José Forner cruzó la Plaza Independencia con
lentitud y cautela. Sus setenta y pico de años, su pelo blanco y su porte de
jubilado no hacían sospechar que en realidad estaba sondeando la vigilancia que
la policía o el ejército realizaban a la cancillería de la embajada de México
en Uruguay.
Su hija de 21 años y su nieto de 2 meses se
encontraban mientras tanto conmigo para encaminar sus pasos hacia el edificio
"Ciudadela", lugar donde estaba la cancillería mexicana.
Los relojes se habían sincronizado para darle
tiempo a don José y así entrar al edificio, chequear la entrada de la
representación mexicana y salir a la calle para darnos luz verde a nosotros.
Todo ocurre sin contratiempos, atravesamos por
última vez la Plaza Independencia observando con atención para no ser detenidos
a último momento. Que no vaya a ocurrir –pienso– aquello de "...tanto nadar para ahogarse en la orilla…" después de mucho tiempo de haber logrado evadir a la
policía y al ejército.
Se nos hace enorme la distancia de una punta de la
plaza a otra. Los pies se
aligeran, pero no se puede correr y así llamar la atención en una zona atestada
de tiras y policías.
Allá viene don José desde la otra punta de la
plaza. Se cruza con nosotros y baja la cabeza afirmativamente. Se puede entrar.
Los sentimientos son encontrados: allí está la
libertad a un paso, pero también está el ignoto exilio; allí se termina la
persecución, pero está la renuncia al país y su gente; allí termina el miedo,
pero empieza el sentimiento de culpa por el abandono de la trinchera...
Me presento ante un funcionario de la embajada,
quien me interroga sobre los motivos de mi pedido de asilo político. El trámite
es breve porque inmediatamente soy identificado dentro de las listas de pedidos
de captura del ejército y la policía publicadas en los diarios de esas semanas.
Nos conducen a otra habitación del apartamento en
espera de la llegada del embajador mexicano, don Vicente Muñiz Arroyo, para la entrevista
de rigor. Al pasar frente a una puerta con una ventana circular que da a la
cocina,
se produce un inesperado encuentro: a través del pequeño vidrio veo a un joven
de escasos diecisiete años que grita y salta feliz al notar mi presencia. Me
sorprendo al ver a Arisbel en ese lugar festejando el encuentro como si hubiera
hecho un gol en una final. Poco después entendería por qué...
El embajador aplica una regla de oro en los
interrogatorios: a los más comprometidos, pocas preguntas porque su situación es evidente para
justificar el asilo político; a los menos comprometidos, muchas preguntas para confirmar la necesidad de sacarlos
del país. No es fácil tomar la decisión de otorgar el asilo porque la situación
de terror que impera en el país ha implantado el miedo en mucha gente que sólo
piensa en huir sin ser directamente perseguida.
Don Vicente Muñiz otorga con justo criterio el
esperado asilo, pero siempre toma
precauciones para evitar alguna infiltración indeseable: consulta a las
personas ya asiladas en la embajada para pedir referencias sobre el nuevo
candidato.
El traslado de la cancillería a la residencia de la
embajada ubicada en la elegante zona de Carrasco, se toma su tiempo. La embajada
mexicana debe gestionar ante otras embajadas europeas y organismos
internacionales (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados,
Cruz Roja Internacional, etc.) apoyo diplomático para asegurar el traslado de
los asilados y así evitar cualquier posibilidad de secuestro por parte de
militares o paramilitares.
Por lo pronto, para mí y mi pequeña familia, ese 19
de marzo de 1976 concluye pasando la noche en la cancillería, agregándose otro
joven del departamento de Treinta y Tres con su esposa y una pequeña hija que
comparten una improvisada habitación.
Al momento de conciliar el sueño, sentimos que los
pensamientos más dispares se pelean por dominar nuestras cabezas. Nos cuesta
ordenar las ideas y sentimos que no estamos viviendo ese momento, que es una
pesadilla de la cual nos vamos a despertar inmediatamente. Se agolpan culpas,
dudas, incertidumbres y temores por un futuro tan incierto. Parece que los
acontecimientos nos han desbordado totalmente y mansamente nos dejamos llevar
por lo que indican los funcionarios de la embajada. Tanto tiempo tomando decisiones
y resolviendo las más difíciles situaciones en circunstancias tan dramáticas han tallado nuestras cabezas, pero hoy parecemos fantasmas de lo que fuimos. Somos
sombras tristes y calladas que no podemos concentrarnos para reflexionar. El
motivo de nuestras vidas –la lucha por la libertad y cambios sociales– de
pronto se cancela de un solo tajo. ¿Y ahora qué? Todo era buscar caminos de
libre expresión, de respeto, de dignidad en medio de una feroz dictadura
militar que ya tenía casi tres años; era despertar la conciencia de los
jóvenes, organizarlos para enfrentarse al oscurantismo, a la fuerza bruta, al
horror de los asesinatos, desapariciones y torturas.
Ahora todo ha terminado para nosotros.
Es cierto que algunos –muy pocos– pensaban que
desde el país donde les tocará vivir
podrá denunciarse y desenmascarar a la
dictadura uruguaya, pero esa perspectiva era muy pequeña frente a la lucha en
el país. Parecía más un dedo para tapar el sol
de la conciencia que una verdadera alternativa como para no sentirse culpable.
Al día siguiente el embajador me llama y expone una
situación que hasta ese momento no parecía tener solución. Comienza con una
pregunta: "¿Tú conoces a Arisbel Luberto?"
– Sí, señor. ¿Por qué me lo pregunta?
– Porque llegó aquí a pedir asilo político con una
historia fantástica que no la puede comprobar; además nadie en la residencia de
la embajada conoce ni su historia ni su nombre. Dime qué sabes, porque él
asegura que tú lo conoces y que estás enterado de lo que le pasó. De no
coincidir las versiones ya no podré tenerlo más aquí y tendrá que irse a la
calle.
Me alegro mucho porque conozco los detalles de la
aventura que ha estado viviendo Arisbel desde hace más de un año.
Comienzo a narrarle que todo empezó en una
manifestación de estudiantes de secundaria, en el barrio montevideano de La Unión, quienes protestaban contra las autoridades militares en los liceos
que querían imponer normas contrarias a las tradiciones democráticas del país y
a los propios jóvenes, como no expresar sus opiniones, usar el pelo corto al
estilo militar (sin patillas que rebasen el lóbulo de la oreja) y ni hablar de barbas que hacían acordar a los
revolucionarios cubanos... La demostración fue severamente reprimida por la
policía Metropolitana y los Granaderos quienes a balazos acorralaron a un grupo
de jóvenes entre los catorce y dieciocho años poniéndolos contra la pared con las
manos en alto. Inmediatamente les quitaron sus Cédulas de Identidad,
guardándolas uno de los policías. Entre esas muchachas y muchachos estaba
Arisbel que, a pesar de su corta edad
–dieciséis años–, ya tenía una altura de casi
1,90 y suficiente peso para poner en aprietos a cualquiera. Un policía
apuntándoles con su pistola se encargaba de vigilarlos mientras los demás
atendían una nueva arremetida de los estudiantes. Una pequeña distracción del
granadero y Arisbel no duda: un tremendo puñetazo del jovencito casi niño
deja knock out al policía y,
olvidando su Cédula de Identidad, huye por el
barrio de La Unión. La alegría que sintió Arisbel al poder escapar de los
granaderos poco le duró al darse cuenta que lo tenían perfectamente
identificado y que ahora en las razzias, redadas, pinzas y
demás operativos de represión y control ya no tendría su cédula tan solicitada en esos tiempos. No tener este documento equivalía a la
inmovilidad total. Pero además la policía se ensañó con Arisbel buscándolo por
cielo y tierra. Ratoneras (policías escondidos en su propia
casa y en las de sus familiares esperando que él llegara) y seguimientos a sus
amigos y compañeros de liceo fueron cerrando el círculo en torno al joven
perseguido quien
gradualmente veía como se complicaba su vida. Abandonar los estudios, dormir en
cualquier lugar –pocas veces en una casa solidaria y la mayoría escondido
en parques entre las plantas–, pasar hambre y frío,
no tener posibilidades de higiene y muchos etcéteras más fueron orillando a Arisbel
a pensar en la embajada mexicana.
Fue un año de pesadilla para este muchacho que
demostró temple y valentía a toda prueba. Fue un año de angustia y miedo
permanente que sólo una muy firme convicción libertaria podría explicar la
tenacidad y entrega del jovencito por seguir viviendo en Uruguay.
Finalmente, la embajada mexicana le abrió una puerta para salvar y rehacer su vida...
LA RESIDENCIA
Lentamente los coches de la embajada mexicana
salían del garaje del edificio "Ciudadela" y en la calle ya estaban
esperando otros automóviles con placas diplomáticas de las embajadas europeas.
En medio de esta curiosa caravana de autos con banderitas extranjeras iban dos
con la bandera de México, y dentro los asilados. Las puertas con rigurosos
seguros. Los asientos delanteros ocupados por el embajador, don Vicente Muñiz,
y el cónsul Gustavo Maza Padilla. Los asientos de atrás nos sostenían para mirar en
todas direcciones. Sólo nuestro hijo de dos meses y el embajador se veían
tranquilos; el primero por estar al margen de la situación y el segundo para
transmitir confianza y serenidad. Las posibilidades de un secuestro por
cualquiera de los múltiples grupos paramilitares no se podían descartar, en esa
época estaban a la orden del día.
En la tranquila calle Andrés Puyol de Carrasco, en
el número 1636, se abren las puertas del jardín de la residencia de la embajada
de México. Un mástil con la bandera tricolor preside la entrada del amplio
jardín de una hermosa residencia. Curiosamente, frente a la embajada no existe la vigilancia
habitual que la policía proporciona a los territorios diplomáticos del país. En
Uruguay, y en esos años, la gente aprendió que cuando no hay vigilancia
policial, muchas veces es para dejar el camino libre a los paramilitares o al
propio ejército y así actuar con total impunidad.
Al entrar no hay bienvenidas por parte de las casi
cincuenta personas que ya están asiladas; algún abrazo silencioso y muchas
caras largas. En general casi todos se conocen de haber compartido muchos años
las tareas de la vida democrática en una misma organización política que ahora
está proscrita y acosada.
En la planta baja de la residencia hay una amplia
sala con hermosos ventanales al jardín y un no menos amplio comedor ya
transformado en dormitorio. Un estudio con biblioteca también sirve para alojar
asilados. Hacia el fondo está la cocina, una pieza para costura y planchado, un
pequeño baño de servicio y una apretada escalera que baja a un sótano que es
depósito de diversos objetos y también dormitorio de hombres solos. Un patio
descubierto separa a la cocina de dos pequeñas piezas de servicios con un baño.
La planta alta es ocupada por cinco recámaras y dos baños además de un pequeño
altillo, también transformado en dormitorio.
El personal de la embajada, salvo el cónsul y don
Vicente Muñiz, no se quedaba a dormir en la residencia por la falta de espacio
al ir cediendo las recámaras a los asilados. Solamente ocupaban dos recámaras y
un baño.
En estas circunstancias, se podría afirmar que esa
casa en buenas condiciones era
capaz de alojar a no más de doce personas; sin
embargo, ya había más de cincuenta.
Las edades de los asilados eran muy variadas: desde el hijo de Ariel Hernández de dos
semanas, hasta los sesenta y pico de años del ”viejo” Baico, como se le decía
cariñosamente. Había varios niños entre dos
meses y doce años, algunos jóvenes de quince a veinte, y la mayoría estaba conformada por adultos entre veinticinco y cincuenta años.
Las profesiones y oficios más variados se juntaban
allí: médicos, ingenieros, músicos, actores de teatro, estudiantes, obreros,
escritores, artistas plásticos, maestros de primaria, secundaria y universidad
y varias ocupaciones más. Por cierto, debe destacarse que en la cancillería
había un pequeño grupo de militares que, honrando su uniforme, se
habían negado a cumplir órdenes denigrantes como torturar, asesinar o hacer
desaparecer personas. El buen juicio de don Vicente los tenía separados del
resto de los asilados y nunca fueron a la calle Puyol del barrio
Carrasco.
Las circunstancias de cómo llegó a pedir asilo toda
esa gente también eran muy variadas. Había personas que se enteraron que los
esperaba la policía o el ejército escondidos en su propia casa; otros llegaban agotados de huir
permanentemente; otros dejando esposos, hijos
o padres que ya estaban presos, y algunos escapándose de centros provisorios de
detención.
Las condiciones psicológicas y morales de este
complejo conglomerado de gente darían abundantísimo material para psicólogos y
psiquiatras. Muchas personas estaban visiblemente alteradas por la conjunción
del terror vivido en las calles y la desesperanza por el abandono del país:
unos sumidos en una gran depresión que los transformaba en seres callados y
tristes; otros agresivos e intolerantes; unos pocos –muy pocos– con entereza
moral, optimismo y ganas de ayudar al prójimo. A estos últimos mucho se les
debía porque siempre encontraban palabras de consuelo, de paternal reprimenda,
de reconciliación y de esperanza de una vida mejor. Finalmente había otro
grupo, quizás el mayoritario, que vivía y dejaba vivir sin asumir mayores
responsabilidades ni compromisos. Mansamente esperaban que la vida los ubicara
en algún lugar. Parecían espectadores neutrales y no actores del drama humano que allí se vivía.
LA PRIMERA NOCHE
Más del noventa por ciento de los asilados allí
presentes pertenecían a un mismo partido político, y una actitud muy típica de esta agrupación eran los
primeros atisbos de organización. Ya había una
precaria Comisión de Convivencia que estaba copada por los miembros más
conspicuos de la agrupación política y que no
eran necesariamente los más idóneos ni adecuados para esa situación. A falta de
humanismo, sensibilidad, espíritu de sacrificio y humildad de esta comisión,
abundaba el autoritarismo, la indiferencia ante los problemas de los demás y el
aprovechamiento de la posición de mando para obtener pequeñísimas ventajas (no
tener niños en la habitación para que no molesten, ser los primeros en leer el
diario, etc.) que en esas circunstancias se percibían como insultantes. La
consigna que la Comisión de Convivencia manejaba con los asilados era no
quejarse de nada (“¿qué va pensar el embajador?”) y así evitar la alteración de
esos miserables privilegios. Pero había una excepción, una persona de gran
sensibilidad que siempre escuchaba, que ayudaba, que mediaba ante cualquier
conflicto desprendiéndose él, primero que nadie,
de cualquier espacio u objeto para ofrecer una alternativa de solución. Esa
persona era el ingeniero agrónomo Rúben De León. Sería seguramente imposible
enumerar todos los problemas que allí se vivieron, todas las diferencias que
surgían entre la cantidad de personas que había (y que cada día crecía hasta llegar a casi doscientos individuos), pero en una cosa sí había unanimidad de criterio: el
“flaco” De León –como se le llamaba cariñosamente– era ejemplo de ser humano y
de dirigente de los que allí estaban.
La Comisión de Convivencia se encargaba de
distribuir a los recién llegados en las habitaciones que se habían improvisado
como dormitorios. Los colchones en el suelo se acomodaban formando geométricos
dibujos y permitiendo intrincados caminos de acceso a cada lugar.
Miradas hoscas o en el mejor de los casos
indiferencia se constituían en el comité de recepción del cuarto a compartir.
No eran mejores las caras de los recién llegados que miraban dónde acomodarse.
Todo parecía irreal: una casa lujosa pero atestada de gente, la depresión
pintada en las caras, cada cual preocupado por su situación personal y no por
el de al lado. En ese 20 de marzo de 1976 ya había cerca de cincuenta personas
en la casa y los problemas de convivencia ya eran notorios. Todos los días
llegaba más gente y consecuentemente aumentaban los problemas para alojarla,
darle de comer, brindarle espacios de higiene,
entretenerla encerrada entre cuatro paredes... y el invierno ya estaba en la puerta.
A nuestro bebé recién ingresado le tocó un
salvavidas inflable en el suelo a modo de cuna y un colchón individual a nosotros.
Ya había en esa habitación seis personas adultas, más dos niños de nueve y once
años que tenían a su papá preso por los militares y a su mamá visiblemente
alterada por esta situación tan lejana a una vida normal, tan lejana a una casa
con espacios, con comodidades, con horarios de trabajo y estudios, con un
esposo, con esa sensación –que no valoramos en su momento– de que cada cosa
encaja naturalmente en su lugar.
Los recién llegados no podían suponer que a partir
de ese momento iban a formar parte de un conjunto de seres que empezarían a
conocer las innumerables miserias y no muchas virtudes de los seres humanos
sometidos al hacinamiento, la depresión, la culpa y el miedo. Alguien comentaba
que esa situación se parecía a la película de Buñuel “El ángel exterminador”,
pero pronto aprenderíamos que aquello era una pobre ficción y esto una realidad
mucho más rica e implacable.
LOS INTERMINABLES DÍAS
¿Qué imposibilitaba la salida hacia México de los
que ya tenían varias semanas allí? La dictadura cívico-militar que atestaba las
cárceles de presos políticos, que tenía un militar o policía cada 61 ciudadanos
del país*, que reprimía cualquier intento de pensar distinto, sostenía que no
había refugiados políticos sino delincuentes comunes dentro de la embajada de
México, por lo que no otorgaría salvoconductos ni pasaportes. Este razonamiento
de los militares iba amontonando refugiados dentro de la casa de la calle Puyol.
La labor del embajador mexicano y su personal no iba a ser fácil para torcer la
decisión del gobierno militar; sin
embargo, la sensibilidad y la inteligencia
para reunir organizaciones humanitarias e involucrar otras embajadas con el
objetivo de sacar a los refugiados del país, el tesón para no dejar de recorrer
ningún camino posible y la inquebrantable solidez de la defensa humanitaria del
derecho de asilo abrirían los espacios que estaban cerrados.
*Clara Aldrighi: El programa de asistencia policial de
la AID en Uruguay (1965-1974)
ALGUNOS INGRESOS PARTICULARES
Fue muy comentada la creatividad de algunos
asilados que recurrieron a su ingenio para poder entrar a la residencia de la embajada.
Luego de averiguar el lugar exacto de su ubicación, Luis Echave echó mano al
recurso de parecer un bañista que venía de la playa Carrasco a muy pocas
cuadras de allí. Llevar short, chancletas, un gorrito de playa y una toalla
sobre los hombros fue suficiente disfraz para bajar la guardia de la vigilancia
militar y meterse al jardín de la embajada y salvar su vida.
Luis Echave
Según palabras de uno de los asilados de guardia en una ventana, se dio otro caso casi mágico porque un joven cargando su radio grabador, con una gabardina desprendida y la firme determinación de asilarse, tuvo a un rojo sol otoñal a su espalda como reflector natural de la escena. Se acercó caminando a la embajada –ya rodeada por soldados en ese entonces– por la vereda de enfrente hasta llegar a ella y de pronto, cual corredor de cien metros con vallas, arrancó a toda velocidad cruzando la calle hacia el jardín y, con un prodigioso y plástico salto, pasó por encima de la cerca de alambre y plantas dejando tras de sí una estela de brillo alumbrada por el sol. Se trataba de un casete de su radio grabador que se le salió al saltar y quedó atrapado en el cerco de plantas, pero la cinta magnetofónica aún estaba enganchada en el aparato bajo el brazo del joven, por lo que se iba desenrollando a su paso y dejaba una fantástica estela en su loca carrera.
LA CONVIVENCIA
Muchos años después de estos acontecimientos en la
embajada mexicana en Uruguay, aparecerían en la televisión de varios países
los reality show, programas decadentes que mostraban cómo se iba
denigrando un pequeño grupo de seres humanos sometidos al encierro y
convivencia forzada. Para ello se montan –artificialmente– condiciones de
hacinamiento que inevitablemente llevarán a deteriorar las relaciones humanas
entre los participantes, situación que treinta y cinco años antes se vivió en
el barrio Carrasco sin necesidad de montar ninguna escenografía para tal
propósito.
Los problemas para la utilización de los baños de
la casa cada día se hacían más notorios y provocaban no pocos conflictos entre
los usuarios. En un principio, cuando eran pocos, siempre había una actitud de
cortesía: “No, por favor, pasá vos primero que yo puedo esperar”. Luego, con el
desgaste del hacinamiento y el aumento de asilados, se pasó a la agresión verbal casi
permanente. Basta decir que se hizo un reglamento de uso de los baños donde se
establecía el tiempo máximo para bañarse o para ocuparlo con otros fines. Los
minutos estipulados eran rigurosamente contados por los que estaban en la cola
para entrar al baño y que tantas veces no podían esperar más. Es dolorosamente
triste escribir sobre estos temas, pero es necesario hacerlo para entender la magnitud
de las dificultades que el hacinamiento provocaba, porque cuántas veces pasa en
la vida diaria que se necesita estar un minuto más en el baño por las
necesidades del propio organismo. El golpe en la puerta no se hacía esperar: “¡Che!
¡Ya pasaron los cinco minutos!” Ni la respuesta indignada: “¡Pará, hermano! ¡Todavía no
terminé!”
Podríamos seguir con los reproches de cómo se
dejaba el baño sucio, hediento o mojado, o el reclamo de algún adulto porque un
niño no había tirado agua en el water: “¡Che, a ver si le enseñás a tu hijo a
usar el baño!”
Muy poquita imaginación se necesita para recrear
los diálogos más variados de esa cola para entrar al baño que se mantenía
nutrida hasta las once de la noche.
Como se puede suponer, la presión psicológica sobre
los asilados iba en claro aumento hasta poner a la gente en una situación para
la que no había preparación ni conocimientos previos. Todo llevaba a la
discusión enconada, al áspero roce por las más pequeñas y banales situaciones o
a la depresión y angustia por no encontrarse la solución a muchos problemas. La
lectura del diario –un único ejemplar disponible– era motivo de verdaderas
disputas por las demoras “sin dudas a propósito”, o porque las secciones
estaban todas desordenadas. No faltaba quien quisiera apoderarse del diario sin
haberse anotado previamente en uno de sus márgenes, lo cual era
suficiente para encender la chispa de las más agrias discusiones. Era
terriblemente difícil escuchar en la radio un programa o selección musical que
agradara a todos, así que poner algo siempre despertaba las opiniones
contrarias y casi nunca de buen modo. Amén de reclamar silencio para poder
enterarse de la transmisión.
Y los niños siempre corriendo, gritando, riéndose,
llorando, haciendo ruido como si fueran… niños. Y muchos adultos siempre
quejándose, regañando, reclamando.
La presión sobre la gente no amainaba. Continuaban
llegando asilados y en un corto lapso se llegó a ciento cincuenta personas
dentro de la embajada, de las cuales treintaicinco eran niños que tenían desde
dos semanas de vida hasta los trece años…
Ahora ya no había espacio que no se utilizara para
extender los colchones durante las noches. Hasta los placares (closets) se
transformaron en dormitorios y fueron ocupados con la ingenua aspiración de tener
un mínimo de privacidad y espacio. La falta de intimidad hizo que las
discusiones de parejas –desde las más simples hasta las más agrias– eran objeto
de comidillas y, a espaldas de los
esposos, algunos tomaban partido por uno u
otro.
GRAVES HECHOS
Mientras más y más caravanas de autos diplomáticos
con nuevos refugiados llegaban a la embajada de la calle Puyol, el hacinamiento tenía proporciones más
difíciles de sobrellevar. Los asilados esperaban salir hacia México, pero el
gobierno militar se resistía a otorgar pasaportes o salvoconductos.
Si esta presión era poca, se sumaban ahora hechos muy graves en la
embajada de Venezuela en Montevideo donde un pequeño grupo de asilados esperaba
el dichoso salvoconducto para salir de Uruguay. En esos meses del otoño austral
de 1976 las fuerzas represivas torturaban a la maestra Elena Quinteros para
sacarle información, quien, en medio de la locura del dolor y el miedo, buscaba una alternativa de escape a tan tremendas
atrocidades. Ante el acoso por saber dónde vivía algún contacto o dónde podría
ser el lugar de encuentro con algún compañero, a la joven maestra se le ocurre
decir que vería a alguien en un determinado punto de la avenida Boulevard
Artigas. Los militares torturadores, felices
de haber “quebrado” a Elena y de poder obtener un nuevo eslabón de la cadena de
militantes contra la dictadura, no dudaron en
subir en un automóvil a la joven y llevarla al lugar para que “el contacto”
confiado se acercara a ella y así capturarlo.
Pero Elena Quinteros había urdido un ingenioso
plan: a escasos metros del supuesto encuentro con su contacto ella recordaba
que se encontraba la embajada de Venezuela; así que cuando la bajaran del auto para el encuentro, tendría la oportunidad de
correr y meterse en la sede diplomática.
Y así ocurrió, pero con una variante brutalmente
trágica. Elena Quinteros corrió a la embajada venezolana, abrió la reja del jardín y comenzó a pedir
auxilio desesperada para que le abrieran la puerta de la vieja casona. Los
torturadores corrieron tras ella y también entraron a los jardines de la
embajada. El personal diplomático de Venezuela salió en auxilio de la maestra,
pero los golpes y forcejeos de los miembros de las Fuerzas Conjuntas (curioso
nombre que unificaba al Ejército y a la Policía en la comisión de atrocidades)
fueron más contundentes y se llevaron en medio de gritos a Elena para
asesinarla y desaparecerla.
Pero dejemos que hable un funcionario muy destacado
de la embajada mexicana de entonces y que dé testimonio de cómo ocurrieron los
hechos en la embajada venezolana. Esta es la narración de Cuitláhuac Arroyo Parra, quien fuera
agregado cultural mexicano y jugara un importante papel en ese período de la
embajada:
“Una muestra de cómo se las gastaban
los militares uruguayos fue la violenta detención, el 4 de junio de 1976, de la
joven opositora Elena Quinteros, quien ya dentro de los jardines de la embajada
de Venezuela, ubicada en la esquina de Bulevar Artigas y Guaná, fue
literalmente arrancada de las manos del embajador Julio Campos y del consejero
político Carlos Baptista por dos agentes de la policía política. El forcejeo
fue intenso y los milicos debieron usar sus armas para lograr el objetivo; así,
dos funcionarios de aquella representación diplomática, Baptista y otro cuyo
nombre no recuerdo, fueron baleados en las piernas. Al día siguiente, se
produjo el rompimiento de relaciones entre Venezuela y la República Oriental
del Uruguay. Elena Quinteros, supe después, fue cobardemente asesinada.”
(http://cuitlahuac-arroyo.blogspot.com/)
Cuitlahuac Arroyo y su esposa.
Nada detuvo a los represores, invadieron territorio diplomático de Venezuela, raptaron por segunda vez a una ciudadana que pedía asilo, agredieron a personal de la embajada y tantos etcéteras más.
Los asilados dentro de la embajada mexicana vieron
con horror todos estos hechos y naturalmente evaluaron la fragilidad de su
situación porque los militares podrían volver por ellos al haber traspasado una
vez esa barrera diplomática del respeto a la soberanía de un país. Las malas
noticias se confirmaron en la embajada azteca a través de las radioemisoras de
onda corta europeas que difundían el asalto a la embajada venezolana. ¿Serían
capaces los militares de asaltar la embajada mexicana y raptar a los
refugiados? Un primer paso fue dado por el ejército: procedieron a rodear las
instalaciones de la embajada. Desde las ventanas, los refugiados veían cómo se cerraba toda posibilidad de
acceso de nuevos asilados y cómo se podrían estar preparando para un eventual
asalto.
Los niños fueron los primeros afectados por este paso del ejército uruguayo porque ya
no podrían salir a jugar al jardín ni al fondo para evitar cualquier tentación
de rapto. Este simple hecho de no poder salir con los niños a jugar fuera de la
casa complicaba aún más la convivencia dentro
de la casa de la calle Puyol.
Don Vicente dispuso asegurar los límites físicos de
la embajada: se mejoraron las
condiciones de las mallas de alambre y se les agregó paja brava para evitar
miradas indiscretas de los “invitados” militares que tenían las casas vecinas del
barrio Carrasco.
Los asilados y el embajador analizaron la difícil
situación a la que se veían sometidos, y el mayor temor era un
posible asalto de los militares que terminara
en una verdadera tragedia humanitaria. Fue después de este análisis que se
llegó a la decisión de tomar ciertas medidas que desanimaran a los militares si
se les pasaba por la cabeza la posibilidad de asaltar la embajada. No había
mucho que hacer ante tamaño aislamiento que sólo don Vicente se empeñaba
tozudamente en romper frente el gobierno dictatorial, así que se decidió hacer
pagar muy caro el atrevimiento de asaltar la casa: defenderse con botellas de
gasolina.
No se trataba de ningún acto desproporcionado ni
heroico, sino de una desesperada –y en ese momento única– defensa ante una
posible situación de rapto masivo.
Ahora el problema era conseguir gasolina y lograr introducirla a la embajada, pero a don Vicente
se le ocurrió traer gasolina en lugar del tradicional full oil que
se usa para las calderas de las calefacciones de esas casas tan grandes. Y así
se hizo. En vez de full oil entró gasolina y esta se envasó en
cuanta botella de vidrio hubiera disponible. Las botellas se pusieron perceptiblemente
en las ventanas para que los militares las vieran y se ajustó aún más el sistema de guardia en las ventanas
día y noche. Se previó trabar en segundos la puerta de acceso de la embajada con
muebles y obstáculos pesados para demorar la eventual entrada de los soldados y
así dar tiempo de lanzarles por las ventanas las botellas con la gasolina
encendida.
FRAGMENTOS DE ALGUNOS ESTUDIOS
REALIZADOS SOBRE EL EXILIO URUGUAYO EN MÉXICO
Creemos importante incluir en esta muy breve e
imprecisa crónica de lo vivido en la embajada mexicana, algunos párrafos de las publicaciones
realizadas por la historiadora Silvia Dutrénit Bielous, investigadora uruguaya
que se refugió en México luego de un corto pasaje por Argentina.
Lo escrito por Silvia Dutrénit tiene un carácter
académico muy alejado de la intención y modestos alcances de estas líneas hoy
ofrecidas, por ello estamos convencidos que aportará con su rigor una visión
valiosa a lo sucedido en torno a la embajada azteca en Montevideo.
Precisamente en su artículo Recorriendo una ruta de la migración política del Río de la Plata a México, Dutrénit incorpora fragmentos de una entrevista realizada a Jorge Landinelli, uruguayo asilado en México, por Gerardo Caetano (Montevideo, 17.3.1997) que resulta esclarecedora para entender lo que muchos asilados vivieron:
“A fines del año 75 vino una ofensiva
represiva muy fuerte contra el aparato ilegal del Partido Comunista en el cual
yo tenía responsabilidades en el sector universitario de la Juventud Comunista.
[...] La palabra persecución no me gusta, pero eso era, se ejerció desde
diferentes lugares de la policía en Montevideo, de Inteligencia y de Enlace,
desde la Fuerza Aérea [...]
En mi caso se trató de un asedio muy importante sobre mi familia, allanamientos periódicos a la casa de mi padre donde ya no vivía desde hacía más de dos años. Yo estaba totalmente indocumentado, se había vencido mi cédula, no tenía pasaporte. Mi posibilidad de movilidad estaba totalmente acotada. Antes de desencadenarse toda esa ola represiva no había tenido demasiados problemas de circulación. Pero ahí había un elemento objetivo digamos, no tenía posibilidades de documentarme, había una orden de captura contra mí. En fin, me hizo generar un poco de sentimiento de que no era un problema mío, que yo me podía mover en el mundo como una especie de Robinson Crusoe pero que estaba generando dificultades y mi angustia la estaba multiplicando en todo mi entorno más natural.”
A lo dicho por Landinelli, Dutrénit aporta:
“Las peripecias que relata, la
encrucijada en la que se encontró cuando resolvió solicitar asilo diplomático,
se convierten en historia común, en historia compartida por miles de personas
del Cono Sur.
De estas peripecias se pasa a una
encrucijada también común para muchos perseguidos: mantenerse en el país o
abandonarlo. Aquí pasa a intervenir la opción: asilo diplomático.” [...]
“Conceder asilo depende crucialmente de la apreciación de los hechos que hagan los diplomáticos. A mayor comprensión diplomática de las circunstancias, serán más efectivos los alcances concretos del derecho de asilo respecto a su carácter legal.”[...]
Continúa Dutrénit:
“La opción del asilo diplomático
mexicano en Montevideo comenzó a ser cierta en 1975 y continuó en los
siguientes dos años. Sin duda, el volumen de solicitudes, el número de los
calificados como asilados y el ritmo de salidas a México fueron cambiando según
las coyunturas políticas y diplomáticas. Los documentos de la Cancillería
generados por los funcionarios de la embajada en Uruguay registran un número de
aceptaciones cercano a los 400. Al mismo tiempo dan cuenta, al igual que los
testimonios de los asilados, que la permanencia dentro de la embajada, o en las
oficinas consulares, hasta su salida a México se prolongó --en los momentos más
difíciles de las relaciones bilaterales-- alrededor de tres meses para grupos
grandes y de muy distintas edades y en algunos casos, como los de Luis
Charlone, Pascual Fedullo y Maluza Stein, por períodos mayores. Stein era
brasileña, asilada en Uruguay, y en el momento de ingresar a la embajada
tramitaba la ciudadanía uruguaya.”
Aquí es oportuno aclarar que el caso de Pascual
Fedullo, compañero y amigo ya desaparecido a quien le dedico estas páginas
virtuales, tuvo serios problemas para viajar a México en virtud de no contar
con la autorización de la madre de sus hijas para salir del país. El caso de la
periodista brasileña Maluza Stein fue muy demorada su salida por no ser
ciudadana uruguaya, situación que el embajador Muñiz le había anticipado en
repetidas ocasiones.
Silvia Dutrénit hace un puntual análisis para
destacar las condiciones políticas y la sensibilidad de la embajada mexicana y
–particularmente– de su personal durante aquellos años:
“…cuando la represión impuso la
necesidad de solicitar asilo, la opción de la embajada mexicana cobró fuerza
frente a otras. En ella se conjugaba la tradicional política mexicana de asilo
con una sensibilidad diplomática muy evidente.
En especial, la sensibilidad de Muñiz
Arroyo ha dejado en la memoria de los asilados numerosos recuerdos de hechos
invalorables. Uno de los tantos es el de la hija de un matrimonio de asilados.
La niña, bajo custodia de los militares, fue utilizada para presionar a sus
padres y hacerlos regresar:
Era una niñita de dos años. Esa
situación fue tremenda porque los padres, llegó un momento en que dijeron que
se iban de la embajada, que salían del asilo porque no podían soportar la
situación. Entonces pasó un mes largo y todos los días llegaba el embajador y
se le preguntaba: '¿Cuándo trae a Laurita?' 'No, no he podido'. Y les decía a
los padres: 'ustedes no pueden salir de aquí porque no tiene sentido, ustedes
igual no van a estar con su niña porque si ustedes salen de aquí, los están
esperando ahí afuera'. Pero llegó un día, después de tantas gestiones y tantas
veces que el embajador iba y venía y trataba de obtener que los militares
entregaran a la niña, que dijo: 'Mañana voy a traer a Laurita'. Bueno
ese día no te puedo decir lo que fue, estábamos todos esperando detrás de las
ventanas hasta que llegó el embajador con la niña. (En negritas palabras de Emilia Anyul, en
entrevista realizada por Silvia Dutrénit y Guadalupe Rodríguez, México DF,
5.3.1997.)
Esta forma de aplicar el derecho de
asilo se plasmó en Montevideo mediante las instrucciones que recibían los
funcionarios y los empleados de la embajada. Se debía permitir el ingreso a
todos los que llegaran hasta la puerta solicitando asilo, brindando así una
protección momentánea hasta que el embajador estudiara el caso. Seguramente,
sin instrucciones como éstas, muchos perseguidos habrían engrosado la lista de
presos y desaparecidos. Por tanto, y una vez más: sensibilidad y valoración
diplomática permiten transformar la regulación en hechos consistentes con la
esencia del derecho de asilo.”
En este tema de la sensibilidad tan especial del
embajador Muñiz hacia los perseguidos políticos, sentimos la necesidad de agregar un par de acciones –entre
muchas otras– que muestran la inmensa humanidad y sentido de la solidaridad que
impulsaba a este diplomático mexicano. Cuando se enteraba que algunos de los
asilados cumplían años en esos días de encierro en la embajada no dejaba pasar
la oportunidad de hacer un pequeño festejo para que esa persona no sintiera que
ese momento pasaba desapercibido. Naturalmente que, si el cumpleaños era de
alguno miembro de la Comisión de Convivencia o incondicional de sus
integrantes, ese festejo no se escapaba de la “sensibilidad” de los dirigentes
asilados que organizaban con toda anticipación algún brindis. Pero en una
oportunidad la cumpleañera no era de la famosa comisión y ya terminaba el día
sin que se acordaran de ella. Llegó el embajador ya tarde a la residencia de
Carrasco, pasadas las 21 horas, y preguntó por el brindis que debió haberse hecho y no aceptó ninguna excusa de los
integrantes de la comisión por haberlo olvidado. Al momento mandó a un
funcionario a buscar un pastel para hacer el brindis con refresco y no dejar
pasar una fecha que sin duda era importante para cualquier asilado en esas
condiciones tan especiales de vida.
Otra acción, solidaria y de mucho mayor compromiso
personal, ocurrió en aquellos momentos tan complejos del asalto a la embajada
venezolana. No sólo permitió la instrumentación de la decisión de los asilados
de defenderse con botellas de gasolina ante cualquier eventual asalto a la
embajada, sino que él mismo anunció que defendería, con un pequeño revólver que llevaba en
la cintura y con su vida, la integridad
de la embajada y la de sus asilados políticos.
Así era don Vicente.
LOS NIÑOS DE LA EMBAJADA
No puede haber dudas que quienes más sufrieron el
encierro, el hacinamiento, el acoso del gobierno militar, la intolerancia de
los adultos, la depresión reinante, las frustraciones acumuladas y el estrés
generalizado, fueron los niños.
Los bebés recién nacidos no tenían las mínimas
condiciones de silencio, tranquilidad o espacio. Afortunadamente nunca faltó la alimentación adecuada que la embajada
proporcionó siempre puntualmente. Tampoco faltó la atención médica en virtud de que una de las
asiladas era pediatra y atendió siempre con esmero a los niños y adultos
refugiados. Los niños más grandes tenían que jugar, correr, gritar como todos
los niños lo hacen, y bastaba un grito de alguno de ellos para que el bebé
saltara en su improvisada cuna asustado y comenzara a llorar provocando el
malestar de otros bebés y adultos en general que opinaban sobre cómo los
jóvenes padres deberían hacer para que volviera a dormir. Como es natural, estas opiniones no ayudaban precisamente a la mejor
convivencia del nutrido grupo.
Es sabido que la tranquilidad de los lactantes
depende mucho de la tranquilidad de sus mamás, quienes les transmiten –a través
del acto de amamantarlos– las primeras sensaciones e identificaciones. No hace
falta decir que las mamás no estaban en las mejores condiciones para establecer
ese vínculo tan necesario en el comienzo de cualquier vida.
Los niños más grandecitos no tenían posibilidades
de jugar con un mínimo de espacio, ni contaban con juguetes para hacerlo. Los
de edad escolar ya habían pasado las vacaciones de verano y ahora se hacía
notoria la necesidad de darles algunas clases para que no olvidaran lo
aprendido antes de diciembre del año anterior. Los padres que eran maestros
tomaron la determinación de organizar unas clases de emergencia y así
comenzaron cursos de primaria para recordar y reforzar los conceptos básicos
bastante olvidados.
Ariel Hernández, con conocimientos de canto, organizó un coro infantil. Claro que los
adultos le exigían el canto a bocca chiusa… “Para que los
chiquilines no jodan, che…”
Por otra parte, se organizó el juego de los niños a
través de un responsable que debía idear juegos y entretenimientos que no
alteraran más el de por sí alterado ambiente dentro de la embajada. No fue
sencillo encontrar esos juegos ni que los padres estuvieran siempre de acuerdo
con ellos. Sin embargo, las ruedas de cuentos improvisados y las historias de
animales fueron las más socorridas.
Particularmente atractivo para los niños fue la
organización de una “Búsqueda del tesoro” que se organizó con mucha
anticipación y promoción previa. La embajada proporcionó “el tesoro” (caramelos
y chocolates) y se dividieron a todos los niños mayores de cinco años en dos
grupos más o menos equilibrados. El juego consistía en que los dos equipos formados fueran buscando
las pistas para encontrar sucesivos mensajes escondidos hasta dar con el tesoro
que sería repartido salomónicamente entre todos los participantes. Se les
anticipó a todos los refugiados que podría haber un poco de gritos, risas y
corridas pero que al final valdría la pena en aras de entretener a los niños.
Un equipo ganó y llegó primero al tesoro que fue repartido entre todos en medio
de una gran alegría y alborozo porque les había gustado mucho el juego. Pero el
padre de una de las niñas participantes, que
no aceptaba la derrota del equipo de su hija,
saltó iracundo y en medio de gritos y reclamos increpó al joven organizador que
ese tipo de juegos eran inconvenientes porque “promovía la competencia
burguesa y no la emulación socialista…”
Se hizo célebre la interrogante de un gran escultor
asilado, Armando González (“Gonzalito”), cuando molesto por el escándalo de tantos niños preguntó
desesperado: “Che Carlitos, ¿qué
podemos hacer contra los niños?”
Sin embargo, Gonzalito reflexionó sobre lo que se
le escapó y tuvo una magnífica idea para entretener a los niños que lo reivindicó
totalmente: les enseñó a modelar títeres con papel maché. Muchos niños, hoy
hombres y mujeres de mediana edad, quizá no supieron que el mejor escultor
uruguayo los guio en sus primeros pasos de pequeños artistas.
LA CONVIVENCIA II
La presión lejos de aflojar aumentaba. Dormir un
mínimo de horas era muy difícil porque siempre algún llanto o discusión
interrumpía el sueño. Imposible concentrarse en la lectura o en la escucha de
música porque entre los propios asilados aumentaban las naturales
interrupciones porque había necesidad de hablar, de comunicarse.
La comida, aunque suficiente y de calidad,
provocaba discusiones por el menú que estaba a cargo de compañeros que no eran
precisamente chefs pero que, con
ciertos conocimientos y voluntad, hacían las
comidas para una gran cantidad de gente. A veces el sabor no era el mejor y
algunos no se guardaban las opiniones y se las hacían saber a los cocineros –de
la forma más hiriente posible– que inmediatamente respondían: “¿Por qué
no cocinás vos?”
Por increíble que parezca, no faltaron entredichos
al momento de servir la comida porque se acusaba a algún compañero que le
tocaba esa tarea de favorecer a su esposa o hijo con el trozo de carne más
grande o apetitosa. Pero no se trataba de un comentario apenas insinuado sino
de una acusación cargada de agresividad y provocación que en nada ayudaba a la
convivencia.
Tampoco faltaron acciones penosas como las de algún
adulto que furtivamente fuera al refrigerador y se comiera a cucharadas el
dulce de leche para los niños y que al ser sorprendido intentara justificarse
con cinismo con frases como “Sí, está bien, me lo estaba comiendo,
porque yo no me puedo contener con el dulce de leche…”
Debe decirse, en descargo de tales miserias, que
también allí se forjaron amistades muy profundas y duraderas que pasaron la
prueba del tiempo y la distancia; quizás por haberse fraguado allí mismo, en
ese caldero de la calle Puyol.
La limpieza de la residencia no dio mayores
problemas porque siempre funcionaron adecuadamente los grupos que por turnos se
encargaban de los baños, pisos, cocina y demás. Aunque no faltaban las
recomendaciones altisonantes “¡Che! ¡No pises ahí que acabo de limpiar!”,
cuando no había casi espacio para caminar.
El lavado de la ropa tampoco provocó muchos
problemas porque cada asilado tenía un mínimo de ropa cuando entró
(prácticamente la puesta) y no había mucho para lavar.
Fue imprescindible buscar instancias de
entretenimiento colectivo para aliviar el estrés y provocar momentos de alegría
y humor. Jugaron un papel muy importante los actores de teatro, algunos
músicos, cantantes y los infaltables personajes que sin ser profesionales
dieron mucho color a las “Noches Cultas” de los viernes. Libretistas al vapor
encontraron en la solidez de los actores profesionales la oportunidad de hacer
reír (tarea que parecía imposible) al conjunto de los asilados. La calidez
humana y el cariño que todos sentían por él, además de su portentoso
histrionismo claro está, hicieron del actor de teatro Humboldt Ribeiro al
personaje más aplaudido de aquellos encuentros “culturales”. Los viernes por la
noche se esperaban con ansias para escuchar alguna guitarra o cantos
nostálgicos de algunos asilados o reírse y olvidar por un momento las difíciles
condiciones de vida en la residencia de la embajada mexicana. Esas noches se
dormía mejor…
UN CASO MUY TRISTE
Entre los asilados se encontraba Marina Andrade,
una joven uruguaya de origen español que, junto a su esposo, también de origen
español, ocupaban una buhardilla de servicio. Bonita, muy simpática y siempre
con ganas de bailar música flamenca que seguramente de niña escuchó con
frecuencia. Alguien que tocaba la guitarra le interpretaba esas típicas
melodías populares de España que danzaba con nostalgia y buen gusto.
Marina no se sentía bien físicamente y ya llevaba
como un mes en la embajada. Al ingresar como asilados un matrimonio de médicos,
la doctora la revisó e inmediatamente sospechó algo malo. Aunque su
especialidad era la pediatría no
dudó que se trataba de algo grave y le solicitó al embajador la posibilidad de
practicarle análisis y estudios imposibles de hacer dentro de la residencia.
Después de complicadas y largas gestiones ante las
autoridades de facto uruguayas, el embajador logró llevar a Marina a un
sanatorio para realizarle los estudios necesarios. Permanentemente vigilada por
los militares y escoltada por personal diplomático de varios países, salió en ambulancia de la embajada y de la
misma forma regresó luego de los análisis practicados.
Se confirmaron las peores sospechas de la doctora.
Un avanzado tumor maligno se había apoderado de Marina.
Es imposible describir la inmensa angustia de esa
joven mujer de menos de treinta años que agregaba a su ya de por sí acosada
vida, una terrible enfermedad. Pero sí es posible describir su entereza a toda
prueba; su buen ánimo que no abandonaba pese a todo; su valentía en
circunstancias tan difíciles donde no tenía privacidad ni las mínimas
comodidades para enfrentarse al más difícil trance de cualquier ser humano.
En México se usa una expresión muy gráfica para
evaluar –de alguna manera– las dificultades que otra persona puede estar
pasando, y popularmente se dice: “Por un momento ponte en los zapatos de
fulano”. Trate usted, amigo lector, de hacer un esfuerzo intelectual y ponerse
en los zapatos de Marina y verá qué drama profundo y amargo vivió esta joven
compañera en medio de aquel pequeño infierno de la calle Andrés Puyol.
Marina murió a menos de treinta días de llegar a
México y no conoció de este inmenso y hermoso país más que una habitación del
desaparecido Hotel Versalles del Distrito Federal, destruido en el terremoto de
1985, y una sala del hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, donde rápidamente la
desahuciaron.
En aquellos momentos que sentíamos todos una
pesadumbre infinita, que llorábamos todos los días por la pérdida del país,
raíces, familia y amigos, ¿puede alguien imaginar lo que sintió Marina que se
veía morir tan lejos de su país, de su casa, de su familia?
Vayan estos muy escasos y simples párrafos como un
sencillísimo homenaje a quien nos dejó las más hondas enseñanzas de valor,
dignidad y entereza que quizá en su momento no apreciamos en su total dimensión
por estar viéndonos el ombligo con nuestros pequeños problemas personales y
mundanos.
EL SURREALISMO EN LA EMBAJADA
En este penúltimo capítulo de esta muy breve e
imprecisa crónica de lo sucedido en la embajada mexicana en Uruguay en el año
1976, no deben faltar algunos hechos que bien pueden ser calificados como surrealistas.
Un ejemplo de soluciones que no seguían un
razonamiento lógico fue la que encontró el escultor Armando González
(“Gonzalito”) que desesperado por hallar un lugar solitario en una casa
pensada para habitarla diez o doce personas y que ya había casi doscientas, se
metió –escalera mediante– en un espacio oscuro y húmedo donde estaban los
tanques de agua que alimentaban a la residencia. Allí se llevó su colchón, una
extensión eléctrica y un foco. Ahora sí podía leer en silencio…
Otro caso fue el del veterano matrimonio Baico que
buscaba un lugar tranquilo para que nadie les interrumpiera el mate de la
mañana. Encontraron un placard (clóset) vacío y allí se encerraban sentados en
pequeños taburetes a tomar mate apretados –uno frente al otro– pero en paz y
sin ver a nadie.
Un joven de 17 años contó asombrado y excitado que
esa noche se habían reencontrado en la embajada un joven matrimonio que la vida
clandestina los había separado y que, en medio de un montón de colchones
ocupados por asilados durmiendo, habían tenido relaciones sexuales…
Los niños de la embajada se quedaban extasiados
mirando una escena que seguramente nunca más vieron: el embajador, sentado muy
quietecito, posando para que “Gonzalito” le hiciera un busto con plastilina.
Esta escena se repitió por varios días hasta que el escultor asilado terminó
con la magnífica escultura que le había ofrecido a don Vicente.
En ese cuadro de acoso a la embajada, con el
ejército rodeándola, con el terrorismo de estado desatado y sin el menor
control, don Vicente demostró una vez más esa sensibilidad tan especial que lo
caracterizó y organizó un acto humano más allá de toda lógica: que algunos
asilados antes de partir hacia México pudieran despedirse de sus padres. Nuevos
operativos organizaron el personal de la embajada para traer algunos familiares
de los asilados a la embajada y así tener la oportunidad de ver a sus hijos
antes de partir a México.
LA CULPA
El clima opresivo que se vivió en la residencia de
la calle Andrés Puyol tendría un par de explicaciones sencillas –seguramente
entre muchas otras–: el acoso de la dictadura hacia los opositores políticos y
en particular hacia las dos únicas embajadas (fundamentalmente la de
México y en mucho menor medida la de Venezuela) que asilaron personas perseguidas;
y el hacinamiento, ese ácido brutalmente corrosivo de las relaciones humanas.
Pero subyacente a ellas había una causa mucho más
cáustica, mucho más difícil de manejar, pegajosa e imposible de sacarse de encima que socavó cualquier
intento de convivencia serena y esencialmente solidaria: la culpa.
Una de las expresiones más ajustadas sobre este
escabroso tema de la culpa la escribió un exiliado argentino Marcelo Duhalde*,
por lo que es oportuno recordarla:
“Cuando uno consigue librarse de la
persecución, huir del asesinato, eludir su propia desaparición y llegar a otro
país donde evitar estas posibilidades, que en la dictadura de Videla, Massera y
compañía más que posibilidades eran certezas, uno comienza a vivir la nueva
situación con un sentimiento de culpa por estar vivo...
En los exilios, el dolor por las
muertes es tan fuerte que provoca simultáneamente otro dolor, el de estar vivo.
Esta situación genera también una inmensa culpa, si es que se puede llamar de
esa manera: uno llega a pensar que está vivo por cobardía, por no haber asumido
el compromiso y los riesgos de la misma manera que los compañeros que cayeron.”
No fue fácil para ninguno de los asilados tomar la
decisión de meterse en una embajada y escapar del Uruguay de aquellos años. Mil
pensamientos angustiantes se cruzaban por sus cabezas; entre ellos el abandono
de los compañeros que ya estaban presos o aun militando, el abandono del país,
el abandono de la familia, y el más doloroso: el abandono del compromiso
personal que se había asumido con su propio destino.
La organización política a la cual pertenecíamos la
mayoría de los asilados, presionaba además para que nadie se fuera, para que
nadie dejara la lucha, con razones y también con sinrazones. Los dirigentes que
aún intentaban conducir la desordenada retirada eran rebasados por los
terribles acontecimientos represivos que día a día llevaban más militantes a
las cárceles, a la muerte, a la tortura, al terror, a la locura, y también a la
delación.
Esta presión de la organización política cerrando
cualquier espacio de huida a los militantes acorralados contribuyó
lastimosamente a acrecentar la pesada culpa que de por sí los militantes
cargaban. Hizo mucho más profunda la herida e hizo que los pasos dados hacia el
exilio fueran asumidos como los de la cobardía y la deshonra. Y esa marca no se
saca con ningún quitamanchas. Ni siquiera inventando o no autorizaciones
especiales de abandono de la lucha por parte de la agrupación política. O
recitando incansablemente que el exilio era para los griegos el peor de los
castigos. La mancha dolorosa ahí se queda.
Es claro que los peores castigos eran la muerte, la
tortura (horroroso vehículo que llevó a muchos a la delación de sus compañeros)
y la cárcel. Pero ¿tenía sentido llevar al matadero a jóvenes que no tenían
refugio ni medios económicos para procurárselos (un lugar donde dormir, comida,
posibilidades de mínima higiene) en aras de no abandonar la lucha, cuando ésta
–finalmente– se había reducido a buscar un lugar donde meterse?
Todo esto jugaba dentro de la embajada. Todo esto
alteraba el clima de convivencia, la necesaria armonía, porque los asilados no
podían dejar de pensar, no podían auto engañarse, ni siquiera consolarse al ver
la gran cantidad de sus compañeros que habían tomado la misma decisión.
La culpa, a caballo de la conciencia, andaría mucha
distancia y largo tiempo. México sería testigo paciente y generoso de ese
camino recorrido por los asilados uruguayos que aún después del regreso al
paisito seguirían cargando la incómoda mochila del exilio.
* Secretario
de prensa y comunicación del Archivo Nacional de la Memoria y periodista
integrante del staf de la revista Militancia (Argentina).
LA SALIDA DE URUGUAY
Como se dice en México, “no hay fecha que no llegue
ni plazo que no se cumpla”, porque un buen día (¿o mal día?) el embajador
Vicente Muñiz anuncia que por fin el gobierno militar uruguayo otorgará un
pasaporte válido sólo por un día para viajar a México. Pasaporte aparentemente
normal pero que, donde estaban los datos de identificación, decía insólitamente
escrito a mano “Ver página diez”. En la página diez del documento se
explicitaba también a mano: “Este pasaporte tiene validez para un único viaje a
México”. De esta manera, la dictadura militar no otorgaba salvoconductos ni
reconocía el estatus de asilados a las ya casi doscientas personas que
esperaban hacinadas en la embajada mexicana.
Afortunadamente esas leyendas escritas a mano y con
tinta roja sobre la validez del pasaporte entraban en flagrante contradicción
con lo impreso en el mismo documento donde se decía “Validez: diez años” en
español e inglés. Esto permitió que los asilados pudieran utilizarlo durante
todo el tiempo del exilio en países donde no se hablara español ya que no
entendían ni daban importancia a lo agregado a mano.
La alegría inicial de destrabarse la salida de
tanta gente dio paso a una inquietante y angustiosa realidad: abandonar el
país. Ya no se podía estirar más esta especie de limbo protector y ahora había
que asumir un destino lejano y desconocido.
La embajada mexicana tuvo que organizar la partida
de los asilados en pequeños grupos que se irían en un vuelo de Panamerican que
salía por la noche rumbo a México y hacía escala en Buenos Aires, Argentina; en
Panamá y en Guatemala.
Un pequeño grupo integrado por un cantante de
música popular, Rodolfo Da Costa, el actor de teatro Humboldt Ribeiro y nuestra
pequeña familia con el bebé ya de seis meses fue preparado para salir de la
embajada. Don Vicente no dejaba un solo cabo sin atar y se reunía con los que
iban a viajar para informarles cómo sería el operativo de arribo al aeropuerto
y hacer todas las recomendaciones necesarias.
Se subirían a los autos dentro de la embajada con
vidrios altos y seguros puestos sin mirar a los militares que estarían rodeando
la embajada. Saldrían primero otros vehículos de organismos de derechos humanos
internacionales (ACNUR, Cruz Roja, etc.), luego los autos de la embajada y finalmente
automóviles de embajadas europeas que los escoltarían hasta el avión. Advirtió
que irían al frente y al final de la comitiva camionetas con militares armados.
Ese frío domingo 4 de julio de 1976 a las 20 horas
salió de la residencia de la calle Puyol la extraña caravana de autos con
banderitas de cada país y de los organismos internacionales hacia el aeropuerto
de Carrasco. Era una noche muy rara no sólo porque significaba salir del país, sino porque los asilados miraban
inquietos las calles oscuras después de tantos meses de encierro en la
embajada. Mentalmente se iban despidiendo del Río de la Plata y de la rambla
(malecón), del Parque Roosevelt.
Los “camellos”, esas odiadas camionetas como con
una especie de joroba donde patrullaban los militares, los escoltaron con las
torretas encendidas hasta una entrada lateral a la base “Boizo Lanza” de la
Fuerza Aérea. Allí se detienen a esperar que unos soldados abrieran los
portones. En esa oportunidad sólo los soldados de guardia fueron testigos de la
entrada de la curiosa caravana de autos, pero en ocasiones posteriores se
vivieron, en esa misma entrada a la base militar, escenas de gran dramatismo
porque familiares que se habían enterado de la partida de asilados se arrojaban
intrépidamente delante de los autos para intentar despedirse. Allí se vieron a
señoras que, alzando con sus brazos a bebés, detenían a la caravana con la
esperanza de que el asilado familiar viera –antes de partir– a los pequeños
niños que en algunos casos eran sus hijos y se quedaban en Uruguay. Otros casos
fueron de padres y madres que se
arrojaban al capó de los autos para intentar ver en la oscuridad si allí iban
sus hijos rumbo al avión.
En esa oportunidad la caravana no se detiene y
pronto ingresa a una de las pistas donde en un extremo estaba el avión de Panamerican con
una puerta abierta y la escalerilla colocada. Por las pequeñas ventanillas los
pasajeros miraban asombrados aquella inusual movilización de autos con
banderitas y patrullas militares con sus armas listas y todas las luces
encendidas.
Se bajan los funcionarios de la embajada mexicana y
los soldados rápidamente se colocan al pie de la escalera con sus armas
apuntando a los autos con banderas mexicanas. El oficial al mando advierte a
los diplomáticos que los asilados no deben pisar territorio uruguayo, que
deberán pasar directamente del auto a la escalerilla sin poner un pie en
territorio nacional. Este absurdo de “despedida” dificultaba la bajada de los
cuatro adultos y el bebé por lo que el chofer de la embajada debió maniobrar
nuevamente el auto hasta pegarlo a la escalera del avión. El embajador abrió la
puerta trasera del auto y me hizo salir primero para que una vez en la escalera
pudiera recibir a mi hijo de brazos. Ayudó uno a uno a que no pusiéramos ningún
pie en el suelo de la pista y nos introdujo en el avión. El personal de abordo
miraba inquieto el despliegue militar y el ingreso de estos pasajeros
especiales que no habían pasado por las salas habituales del aeropuerto y los
condujeron hasta sus asientos. Una vez instalados, don Vicente nos recordó una
vez más que por nada del mundo nos bajáramos del avión en Buenos Aires (donde
la dictadura militar argentina cometía los peores crímenes en coordinación con
sus pares uruguayos), que permaneciéramos sentados, que personal de la embajada
mexicana en Argentina subiría a constatar que todo estuviera bien.
Un cálido abrazo a los adultos y un beso al bebé
fue la breve despedida de aquel extraordinario funcionario mexicano que tanto
honró a su país y a la diplomacia de todo el mundo.
En pocos minutos el avión aterrizó en el aeropuerto
Ezeiza de Buenos Aires y ya extrañábamos la presencia de don Vicente a quien sentíamos como el único que podría
protegernos ahora de los militares argentinos. Todos los pasajeros bajaron en
la capital argentina permaneciendo nosotros
sentados en espera del personal diplomático mexicano que prestamente subió a
bordo. Con toda amabilidad pasaron lista y nos interrogaron para verificar que
todo estuviera bien. Nos acompañaron con mucha
calma mientras el personal de Panamerican limpiaba el avión.
Casi una hora después empezaron a subir los pasajeros y cuando ya estaban todos
sentados los funcionarios mexicanos se despidieron no sin antes advertirnos que
diplomáticos de su país nos esperarían en Panamá.
Varias horas después, efectivamente subió personal
de la embajada mexicana en Panamá y volvieron a pasar lista a los asilados.
Ahora la distensión era mucho mayor y nos invitaron a bajar, junto con los
demás pasajeros, a las salas del aeropuerto centroamericano. Del mismo modo se
comportó el personal diplomático mexicano en Guatemala hasta que finalmente, al
mediodía de México de ese día lunes 5 de julio de 1976, el avión tocó tierras
aztecas.
Así se cerró para nosotros este primer capítulo de
la generosidad y sensibilidad mexicanas a través de un conjunto de excepcionales funcionarios diplomáticos y
mejores seres humanos como el Agregado Cultural Cuitláhuac Arroyo Parra, el
Cónsul Gustavo Maza Padilla y el inolvidable Embajador Vicente Muñiz Arroyo.
1 comentario:
Hola Cesar,
Buscando en internet una foto del embajador Vicente Muñiz Arroyo, me encuentro tu testimonio. No te conozco, pero te mando un abrazo fuerte, con todo mi reconocimiento y solidaridad. Por todo lo pasado que nunca más se repita.
Saludos.
Ximena Mondragón Randall.
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