Hace unos 10 años escribía para una
revista de uruguayos en México con la intención de que los emigrantes y sus
hijos mantuvieran vivos en sus recuerdos los paisajes, la flora y fauna del
paisito que habían abandonado. Mis andanzas de juventud en Uruguay sirvieron
de algo muchos años después. Este es un artículo escrito para aquella
publicación que puede servir hoy a quienes no tuvieron oportunidad de conocer
el campo y los ríos uruguayos.
Era tan grande que amanecía primero en su copa; el sol pintaba con tonos
amarillos las ramas más altas cuando aún estaba oscuro a ras de tierra. Este
ombú (palabra guaraní derivada de Umbí que significa “sombra”)
era el árbol preferido de los benteveos que allí tenían su seguro observatorio
para curiosear lo que pasaba a doscientos metros a la redonda.
Viví
veinte años en una casa del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas, Uruguay,
que en su terreno tenía este hermosísimo árbol (en realidad es una hierba
gigantesca) cuya leña no sirve para nada, ni para hacer fuego –se deshace al
secarse–, no da frutos, no es medicinal, pero ofrece una fresca sombra en
lugares donde generalmente no hay otro árbol.
El
campo uruguayo, cuando no lo atraviesa algún río o arroyo, generalmente no
tiene árboles (salvo en estos últimos 30 años donde ha surgido una
reforestación con eucaliptos, de dudoso beneficio para el suelo uruguayo). Es
una planicie cubierta de pastos y cada tanto un ombú con algún rancho recostado
a su sombra. El hombre de campo no hace su casa en el monte junto al río porque
sabe que en cualquier momento se viene la creciente y la llanura inmensa no
contiene las aguas desbordadas. Para hacer rancho elige las cuchillas (suaves
elevaciones del terreno) que son seguras, y allí se puede encontrar un ombú
solitario que dará sombra, abrigo, ramas para colgar la fiambrera (especie de
jaula con malla para que no entren las moscas y poder guardar alimentos al
fresco) y lugar de juegos para los gurises (niños en guaraní).
Así
es el ombú, árbol solitario que se cría guacho (solo, sin
madre) y que en primavera da racimos de pequeñas flores blancas o racimos de
bolitas verdes que no florecen. La gente de campo dice que hay ombú macho (el
de las bolitas verdes) y ombú hembra (el de las flores blancas). En otoño
pierde sus hojas y descubren sus rugosas e irregulares ramas.
Por cierto, existe una leyenda guaraní sobre cómo fue creado el ombú que la maestra normalista e investigadora Teresa Villafañe Casal ha rescatado:
“Umbí, la esposa del jefe de una tribu, ha conseguido que los indios cultiven la tierra. El verdor auspicioso de las plantas de maíz anunciaba la cosecha. Pero el deseo de lucha privó en los hombres, y un día dejaron sus campos y se fueron a pelear.
Umbí quedó encargada del campo cultivado. Ella debía cuidarlo para que las mujeres y los niños no padecieran hambre.
La luna llena anuncia
con síntomas infalibles una terrible sequía. Umbí comprende lo difícil que será
cumplir su misión.
Día a día las plantas
de maíz van perdiendo su lozanía. Una a una caen vencidas. Pero Umbí está
dispuesta a no cejar. Con la energía y la resistencia de que sólo las madres
son capaces, decide salvar los granos necesarios para volver a sembrar.
De pie frente a las
plantas que quedan vivas, trata de darles sombra con su cuerpo y las humedece
con sus lágrimas. Desafía a Gúneche, dios que le manda la sequía. Resiste
desesperadamente la heroica mujer, pero su agotamiento es visible. El Gúneche,
al fin, ante el sacrificio sublime de la leal esposa, de la madre que lucha por
sus hijos, por su tribu resuelve ayudarla en su obra. Pero no envía la lluvia
que tanto ansía, sino que transforma a Umbí en un árbol, en una hierba gigante,
que con su sombra consigue salvar una planta de maíz que dará los granos para
la próxima cosecha.
Cuando regresaron los
indios, el jefe vislumbró, a través del tronco retorcido y rugoso, la lucha que
tuvo que sostener su leal Umbí.
Desesperado, se abrazó al árbol, y la sombra de éste lo cobijó, como en un último esfuerzo de la noble india para ser útil a su esposo, a sus hijos, a su tribu.”
Pero
volvamos al ombú de mi casa.
Decían los vecinos de mucha edad que
ese árbol tenía más de 150 años y que a fines del siglo pasado y principios de
éste sirvió de parada de las diligencias que venían de Brasil hacia Montevideo.
Allí cambiaban los cansados caballos por los de refresco, mientras seguramente
los pasajeros se sacudirían el polvo de los interminables caminos y
descansarían un momento a la sombra del ombú.
Cuando trabajábamos la tierra de la
quinta familiar encontramos no pocas veces huellas de ese lugar de descanso:
monedas de oro y de cobre brasileñas de uno o dos Reis. Seguramente
estos pequeños hallazgos fueron comentados con algunos vecinos y allí comenzó a
gestarse una ingenua y letal leyenda. Siempre se acercaba alguien a sugerir que
debajo del ombú había un tesoro enterrado y que era de monedas de oro
brasileñas…
Hubo épocas en que arreciaban los
consejos de quitar el ombú y hacerse rico con el tesoro. Invariablemente mi
padre sostenía que el tesoro era el propio ombú cuyo tamaño llamaba la atención
de propios y extraños. Imagínese que para rodear el tronco se necesitaban ocho
personas…
En 1970 se vendió la casa para irnos a
radicar a Montevideo y allí comenzó la tragedia del ombú. La compró alguien
convencido del tesoro de monedas de oro y trajo un ejército de gente con
sierras, hachas y una pala mecánica.
Aquel árbol que fue refugio de cansados
viajeros, atalaya de esos astutos pájaros llamados benteveos, insustituible
lugar de juegos de muchos niños que pasamos por ahí y fresca sombra de
tantos veranos, acabó arrancado de cuajo.
Del tesoro, ni rastro…
Pero el ombú ya muerto en un terreno de
junto, estaba vivo para vengarse.
Desde siempre hubo, a unos siete u ocho
metros del añoso árbol, un encharcamiento de agua limpia que jamás le dimos
importancia porque estaba en un terreno vecino. Pues ese encharcamiento era un
manantial que alimentaba al ombú, y al no estar éste comenzó rápidamente el
agua a ganar terreno y a invadir la casa. No hubo fuerza humana que
contuviera ese ojo de agua hasta tal punto que anegó todo el terreno y tuvieron
que construir un drenaje especial para salvar la casa.
Allí estaba presente el viejo y querido
ombú, riéndose con sus benteveos, con sus antiguos fantasmas que venían desde
el Brasil y dejaban caer alguna monedita de oro.
Cédar
Viglietti (h)
1 comentario:
¡¡¡Hola mi estimado Cedar!!!
Ando por aquí fisgoneando su blog, que está interesante por cierto, me he acordado mucho de usted porque a uno de mis amigos de la maestría en sociología su director de tesis le ha propuesto ir a Montevideo, a una estancia de investigación, y ahora que está la feria internacional en Reforma nos hemos acercado al stand de Uruguay, para informarnos un poco, ¡¡que lindo su país!! pequeñito pero con su encanto.
Bueno, le dejo un saludo con mucho cariño, ya le dije a mi amigo que si va a Uruguay, debería contactarlo creo que podría orientarlo en muchas cosas.
Cuidese mucho y espero tener oportunidad de saludarlo cuando vaya por Toluca :)
Irma V. Polis
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