Cuando leemos noticias y comentarios sobre el futuro de México, Uruguay o cualquier otro país latinoamericano surgen distintas opiniones pero que en un punto confluyen: la necesidad de una educación de verdadera calidad para los niños y jóvenes que tendrán que afrontar las tareas de conducir a sus países. Es cierto que las opiniones sobre este tema tienen diferentes enfoques e intereses, pero creo percibir, desde lejos, que la izquierda uruguaya no parece haber hecho los deberes o la tarea de meterse en serio en este tema.
No soy quien para opinar en profundidad sobre la educación, pero quiero compartir con los amables lectores algunos fragmentos de un discurso que un gran pedagogo mexicano pronunciara en oportunidad de recibir el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México. Se trata del Doctor Pablo Latapí Sarre, nacido en 1927 en la capital de México y fallecido, también en el Distrito Federal, en agosto de 2009.
Latapí comenzó sus estudios en Estados Unidos para ingresar en su juventud a la Compañía de Jesús en Texas donde realizó estudios en filosofía (licenciatura y maestría) para continuar con su doctorado en educación comparada en la Universidad de Hamburgo en Alemania. Al regresar a México funda el Centro de Estudios Educativos, que marcó el derrotero de su quehacer de investigador, donde fue precursor de la investigación educativa en México y uno de sus principales impulsores en los últimos 30 años. Fue un hombre que toda su vida llamó a la reflexión crítica y honesta, a la tolerancia política, al disfrute de la cultura, a ser justos, equitativos y generosos, a luchar por la igualdad y la dignidad.
(…) Mi mensaje hoy consistirá en plantear cuatro preocupaciones críticas ante algunos equívocos que están provocando estos retos, preocupaciones que surgen de mi manera personal de entender lo que es la educación y lo que es la Universidad, de una “filosofía educativa” (si queremos llamarla así) que he construido a lo largo de mi vida.
Primera preocupación: el objetivo de la “excelencia”
Hoy se proclama como obligatorio para las Universidades el ideal de la “excelencia”: la institución debe ser excelente, los programas de formación y los profesores también; y los estudiantes deben aspirar a ser excelentes y a demostrarlo.
Permítanme decirles que considero este ideal de la excelencia una aberración. “Excelente” es el superlativo de “bueno”; excelente es el que “excellit”, el que sobresale como único sobre todos los demás, en la práctica el perfecto. En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección. Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración, y una buena educación debe dejar una disposición permanente a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa había tenido antes la ilusoria pretensión de proponerse hacer hombres perfectos.
Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero, con el poeta, pensar que “no importa llegar primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás. Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos en algún aspecto- debemos hacernos perdonar nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos con los demás nuestra propia vulnerabilidad y ponemos nuestras capacidades a su servicio. (…)
Segunda preocupación: la definición de calidad de la educación
Lo anterior nos lleva directamente al tema más vasto de la calidad. Las Universidades de todo el mundo, también las nuestras, están hoy presionadas por la exigencia de calidad; el problema es que, al parecer, nadie cuenta con una definición de calidad plenamente convincente. Se han identificado factores que indiscutiblemente influyen en lograr una mejor educación, tanto en la infraestructura como en los programas y en los métodos de enseñanza, y se aplican medidas para reforzar estos factores. A contrario, se conocen las malas prácticas que impiden la calidad. Algunos identifican ésta con los resultados que obtienen los estudiantes en sus exámenes y juegan con las estadísticas, e incluso se complacen en establecer ordenamientos engañosos de instituciones o programas. El hecho es que carecemos de una definición clara de la calidad que perseguimos y que debemos demostrar, y el debate sigue abierto y probablemente seguirá abierto.
A mí me preocupa, primero, que se confunda la calidad con el aprendizaje de conocimientos, lo que simplifica el problema falsamente pues la educación no es sólo conocimiento. Me preocupa también que se establezcan comparaciones de escuelas o instituciones que ignoran las diferencias entre contextos o las circunstancias de los estudiantes, a veces abismalmente distintas. Y me preocupa sobre todo que la calidad educativa se confunda con el “éxito” en el mundo laboral, definido éste por referencia a los valores del sistema.
Es una perversión inculcar a los estudiantes una filosofía del éxito en función de la cual deben aspirar al puesto más alto, al mejor salario y a la posesión de más cosas; es una equivocación pedagógica llevarlos a la competencia despiadada con sus compañeros porque deben ser “triunfadores”. Para que haya triunfadores –me pregunto– ¿no debe haber perdedores pisoteados por el ganador? ¿No somos todos necesariamente y muchas veces perdedores, que, al lado de otros perdedores, debemos compartir con ellos nuestras comunes limitaciones? Críticas semejantes habría que hacer al concepto de “líder” que pregonan los idearios de algunas Universidades, basado en la autocomplacencia, el egoísmo y un profundo menosprecio de los demás. Una educación de calidad, en cambio, será la que nos estimule a ser mejores pero también nos haga comprender que todos estamos necesitados de los demás, que somos “seres-en-el-límite”, a veces triunfadores y a veces perdedores. (…)
…quiero sugerir una concepción de la calidad a la que regreso siempre que reflexiono sobre el tema: hablando como educador, creo que la calidad arranca en el plano de lo micro, en la interacción personal y cotidiana del maestro con el alumno y en la actitud que éste desarrolle ante el aprendizaje.
Muchas veces me he preguntado: ¿qué fue lo que hubo en mi educación que yo considero que la hizo, al menos en ciertos momentos, buena o muy buena? ¿Qué hicieron mis educadores –mis padres, maestros, hermanos mayores y compañeros de clase– para que esa educación fuese buena? Si tuviera yo que resumir en una frase mi respuesta, diría que mis educadores me aportaron calidad cuando lograron transmitirme estándares que me invitaban a superarme. Progresivamente, de muchas maneras, en diversas áreas de mi desarrollo humano –en los conocimientos, en las habilidades, en la formación de mis valores– mis educadores me transmitieron estándares y, además, me incitaron a compararme con esos estándares, a comprender que había algo más arriba, que yo podía dar más, o sea, me ayudaron a formarme un hábito razonable de autoexigencia. (…)
Creo, por tanto, que buscar una educación de calidad no es inventar cosas extravagantes (como llenar las aulas de equipos electrónicos o multiplicar teleconferencias con Premios Nóbel), sino saber regresar a lo esencial. Un ejemplo: un cuaderno de composición de Español, corregido con lápiz rojo, en el que el profesor explica el por qué de cada corrección, está transmitiendo “estándares de superación” y llevando al estudiante a comprender que hay mejores maneras de utilizar el lenguaje, que él puede escribir mejor; y lo motiva para exigirse más.
Esta concepción de la calidad educativa descansa en dos supuestos: que para poder transmitir calidad es necesario reconocerla, y que para poder reconocerla es necesario tenerla. No hay en esto círculos viciosos ni tautologías, sino el reconocimiento de que la educación es en esencia un proceso de interacción entre personas, y de que la calidad depende decisivamente de la del educador.
Los educadores abordamos el problema de la calidad no desde teorías empresariales de la “calidad total” ni desde la preocupación por mejorar nuestra “oferta” comercial para triunfar en la competencia, sino desde perspectivas existenciales más profundas; queremos transmitir a los jóvenes experiencias personales a través de las cuales adquirimos nuestra propia visión de lo que es una vida de calidad, y nos esforzamos por que el estudiante llegue a ser él mismo, un poco mejor cada día, inculcándole un hábito razonable de autoexigencia que lo acompañe siempre. (…)
Tercera preocupación: el conocimiento del que se trata en la “sociedad del conocimiento”
Se propone hoy a las instituciones de enseñanza superior, como dije al principio, asumir el paradigma de la “sociedad del conocimiento” para normar sus transformaciones: ante la globalización ineluctable, ellas deben esmerarse –dice el discurso ortodoxo- en proveer el conocimiento que requieren los países para su desarrollo. Pero no se especifica, por lo general, cuál es ese conocimiento; más bien se da por entendido que se trata sobre todo del conocimiento necesario para conquistar los mercados, o sea el conocimiento práctico, aplicado, el vinculado a la economía, el que produce innovaciones rentables y asegura el éxito en la competencia.
Permítaseme también cuestionar esta gloriosa bandera de la “sociedad del conocimiento” que se hace ondear como ideal obligatorio de toda institución de educación superior, no porque no sea un ideal válido sino porque es incompleto y equívoco. El conocimiento que requieren las sociedades no es sólo el vinculado a la economía; son otros muchos tipos de conocimiento. Las Universidades no existen sólo para crear y promover el conocimiento económicamente útil sino todas las formas de conocer que requiere una sociedad. Por esto sostenemos que ellas son el hogar legítimo de la Filosofía y las Humanidades, de la Historia, del teatro, la poesía y la música; defendemos también el profundo sentido humano de las ciencias naturales; y afirmamos el valor de lo inútil y de lo gratuito como parte de la misión de la Universidad. Por esto también creemos en lo valioso de la convivencia de los diferentes en las comunidades universitarias, tan propia de nuestras universidades públicas. Por tanto, decimos “sí” a la sociedad del conocimiento que incluya la universalidad de los saberes humanos, y advertimos contra la trampa de convertir a las Universidades en fábricas de inventos prácticos; ellas son creaciones del “homo sapiens”, no las reduzcamos a talleres del “homo faber”. (…)
Y quiero decir algo más en relación con este tema: la Universidad actual debiera ser un baluarte contra el devastador proceso de comercialización total al que está llevando la entronización del mercado.
En esta etapa extrema del capitalismo, la globalización está llevando a la mercantilización del mundo. Hoy se consideran mercancías muchos bienes primarios que condicionan la existencia; se vende el agua que nos es indispensable y viene del cielo, se la industrializa, exporta y anuncia; pronto seguirán el aire y el sol. La salud hace mucho que se comercia en un mercado altamente tecnificado. Hoy se venden los conocimientos tradicionales, patentados por laboratorios transnacionales que se los apropian sin dar crédito a su origen; y se habla con todo rigor de “industrias culturales”, reduciendo obras del espíritu y de la creatividad humana a la categoría de simples mercancías.
La dimensión mercantil se extiende ya a todos los dominios de la vida; todos los días surgen nuevas mercancías sutiles, ingeniosas, muchas imaginarias y casi todas prescindibles; ya no son cosas ni servicios; son “commodities”, satisfactores de caprichos, inventos de la publicidad, imágenes virtuales que halagan la vanidad o explotan los miedos o los remordimientos. Todo se vale para vender porque toda venta hace avanzar al capital, aunque sea a costa del sentido común y de nuestra dignidad; y los hombres vamos cayendo, sin darnos cuenta, en redes invisibles de dependencia que disminuyen nuestra libertad. (…)
Cuarta preocupación: romper la prisión del conocimiento racional
Se dice que las Universidades son los templos de la razón. Es verdad, porque en ellas se enseña a pensar y se hace ciencia, se discuten epistemologías y se destruyen prejuicios irracionales. Sus profesiones y sus investigaciones descansan en el conocimiento, en el conocimiento racional; y el respeto a las reglas de éste es lo que les da su legitimidad.
Me pregunto si no hay, también aquí, un equívoco o una contradicción con la pretensión de la universidad de educar, porque la educación va más allá del conocimiento racional. La educación, para mí, ni empieza ni termina en los territorios de la razón. Abraza otras formas de desarrollo de nuestro espíritu; las que hoy empiezan a vislumbrar las teorías de las inteligencias múltiples y de la inteligencia emocional.
Lo mejor de la educación que yo recibí –y creo haber recibido una educación intelectualmente exigente- fue precisamente lo no-racional, la apertura a dimensiones humanas que considero esenciales: el mundo simbólico y artístico, el ámbito de lo dionisíaco, el orden de la ética que fundamenta la dignidad de nuestra especie, y el de las virtudes humanas fundamentales, sobre todo el respeto a los demás y a la vida. Me horroriza una educación que excluya la compasión, que renuncie a la búsqueda de significados o que cierre las puertas a las posibilidades de la trascendencia. (…)
Debe hacerse ciencia siguiendo sus reglas y métodos, pero sin olvidar que la verdad científica, siempre provisoria, no rebasa la validez de sus métodos. Es importante tomar conciencia de lo que sabemos pero también de lo que no sabemos, y pedir a las filosofías de la ciencia que nos precisen el alcance y el significado de ésta, a partir de la dialéctica entre lo que sabemos y lo que ignoramos. Es mala la ciencia que destruye el asombro, esa actitud presente en los grandes científicos que suelen ser modestos, alejados de la autosuficiencia, habituados a dudar y a admirar, callar y contemplar. (…)
Las Universidades debieran profundizar en la naturaleza del conocimiento científico y sus limitaciones: al conocimiento científico que busca explicaciones, hay que añadir el “conocimiento cultural” que busca significados. El primero es –podríamos decir- “computacional”, asume que la actividad fundamental de nuestra mente es procurar información, y que ésta es finita, unívoca, codificable, precisa y sujeta a comprobación. El segundo, el cultural, acepta que nuestra mente no existiría si no fuese por la cultura, y que por tanto lo que conocemos está dado por relaciones de significado, las cuales dependen de los símbolos creados por cada comunidad cultural, empezando por el lenguaje. Por esto la mente humana tiene una naturaleza diferente de la de la computadora más perfecta; puede descubrir y descifrar significados diferentes de un mismo hecho. Su función distintiva es comprender, más allá de la función del conocimiento científico que es explicar. (…)
Fragmentos del discurso pronunciado el 22 de febrero de 2007.