Historias que no son cuentos son pequeñas crónicas que intentan dar
a conocer hechos vividos durante la dictadura cívico-militar
uruguaya y así mantener viva la memoria de las luchas juveniles contra el autoritarismo de
aquellos años.
En 1975 la ciudad de
Montevideo resultaba extremadamente pequeña para escapar ante tanta cantidad de
policías y miembros del ejército que se dedicaban literalmente a cazar a quien
estuviera en contra de la dictadura cívico-militar que a partir del año 1973
asolaba a Uruguay.
A la luz de lo que
hoy sucede en este pequeño país sudamericano resulta difícil de entender lo que
fueron los años de dictadura que comenzaron el 27 de junio de 1973, aunque
antes hubo un proceso autoritario de trágicas consecuencias para imponer el
modelo económico neoliberal que hoy ha vuelto al Uruguay (gobierno de Pacheco
Areco).
Ese junio de 1973 los
militares de entonces, con apoyo o con el laissez
faire de la mayoría de los dirigentes civiles de los partidos blancos y
colorados van por la imposición sin trabas del neoliberalismo. Así, acosaron
hasta los límites de la locura a quienes luego gobernarían por 15 años al
pequeño país (Frente Amplio). Asesinatos, desapariciones, torturas, robo de
bebés, violaciones a las mujeres, rapiña de todo tipo de objetos en los
allanamientos, fueron los métodos de instauración del terrorismo de estado
contra quienes, sin una sola arma en la mano, luchaban en el terreno de las
ideas.
Aproximadamente 8,000
presos políticos en Uruguay padecían todo tipo vejaciones. No parece una cifra
enorme de presos de conciencia, pero hay que verla en función de la población
del país con apenas 3.5 millones de habitantes. Los lectores mexicanos pueden
aquilatar esa cifra de presos políticos si la extrapolan a los ciento 110
millones de habitantes del país Azteca y verán que equivaldría a tener más de
251,000 presos por sus ideas…
¡Qué cantidad de
tiempo y recursos (siempre tan escasos) perdían los militantes de izquierda
para solamente malpasar aquellos tiempos! El hecho de ser buscado por parte de
los uniformados suponía una larga lista de dificultades que día a día se
multiplicaban y se debían resolver. Para empezar uno estaba obligado a
abandonar la casa donde vivía porque ese lugar era el más inseguro al ser
conocido por vecinos, familiares, amigos, enemigos, etcétera. Había que salir
con lo puesto porque no se podía cargar con bultos de ropa o alimentos porque
llamaban la atención. No se podía ir a un hotel o pensión (sin hablar de lo
incosteable) porque el registro –cédula de identidad mediante– de cualquier
huésped debía ser entregado diariamente a la policía. No se podía ir a casas de
familiares porque allí seguramente iba a ser buscado y finalmente terminaría
implicando a gente que estaba al margen de las actividades políticas del militante.
Después de pertenecer muchos años a cualquier organización política los amigos
también formaban parte de esas mismas actividades y ellos vivían problemas
similares por lo que no se podía contar con ellos para pedir refugio.
La imposibilidad de
trabajar y ganar dinero por parte de los perseguidos limitaba aún más las pocas
alternativas de movimiento, refugio y alimentación que tenían.
El último trabajo
formal que tuve fue en la Cooperativa de Consumos de Obreros y Empleados del
Frigorífico Nacional que estaba en el barrio de El Cerro que con generosidad me
acogieron mientras fue posible, pero una vez que salió publicada en el diario
El País de Montevideo toda la estructura de la organización política juvenil a
la que pertenecía, con nombres y apellidos, tuve que irme de ahí y un compañero
con carpintería me tomó de peón por un corto tiempo.
Sentía cómo el
espacio de mis actividades políticas diarias se iba estrechando cada vez más y
la calle comenzaba a ser un enemigo que se aprende a odiar, porque en ella
crecen las posibilidades de ser reconocido por algún represor o –lo peor– por
algún compañero que quebrado en las interminables sesiones de torturas acababa
por colaborar con los uniformados y se convertía en peligrosísimo enemigo
conocedor de lugares, actividades, movimientos y rostros de los militantes.
Las constantes razias
de la policía que detenían a la gente sospechosa (jóvenes, obreros, etc.)
implicaba identificarse para constatar si integraba la lista de requeridos y
responder –sin dudar– a dónde se dirigía y de dónde venía, situación que
obligaba a pensar permanentemente respuestas creíbles y serenas que no siempre
se encontraban a la mano para ocultar los pasos que habíamos dado o íbamos a
dar.
Parece tonto pero
cualquier persona no involucrada en la lucha contra la dictadura podía
responder con soltura “vengo de tal lado” y “voy para tal otro” con la
coherencia que dan las actividades habituales y normales de un
individuo en su quehacer diario. Sin embargo, quien sale de su lugar de refugio
y se dirige al encuentro con otro compañero tiene que inventar acciones y
lugares que tengan coherencia y no despierten la sospecha del que interroga. Ni
hablo cuando uno llevaba un paquete de volantes o folletos donde se denunciaba
las atrocidades del gobierno militar; paquete que durante su entrega-recepción
permitía ser objeto de seguimientos por miembros de la policía o ejército que
sin uniforme pasaban a ser ciudadanos comunes difíciles de identificar. Estos seguimientos
eran muy temidos porque uno sin querer llevaba a las fuerzas represoras hasta
un nuevo compañero o hasta un lugar donde nos brindaban apoyo.
En esos momentos la
calle no era un lugar recomendado para andar, pero ¿a dónde meterse cuando no
se tenía un lugar seguro y que no implicara comprometer a nadie más? Sentarse
en un café, entrar a un cine o a un evento deportivo suponía gastar dinero que
no se tenía y solamente quedaba caminar por alguna zona comercial siempre
atestada de tiras o detenerse a ver algún encuentro de fútbol
de barrio, siempre y cuando encontráramos uno. En verano las playas
montevideanas y algún parque urbano eran buenas soluciones porque se
justificaba la presencia de quien fuera y los espacios abiertos permitían ver
desde lejos cualquier acercamiento de gente sospechosa de ser policías o
militares. Pero en invierno el frío no permitía acercarse a estos lugares
gratuitos que facilitaban dar una respuesta coherente y justificada.
Tomábamos muchas
medidas de seguridad para evitar caer detenidos, como cambiar nuestro aspecto
físico (corte de pelo, lentes, etc.), no llevar nada encima que involucre a
alguien más, observar con atención y disimulo para ver si nos seguían, bajarse
o subir al ómnibus repentinamente si creíamos que éramos seguidos, establecer
complicados códigos de señales para entrar o no a una casa, o para acercarnos o
no a algún compañero en la calle, etc. Pero la realidad de haber sido durante
muchos años una organización política legal con un periódico de circulación nacional,
diputados y senadores, locales públicos y demás, hizo que muchas veces no
cumpliéramos estrictamente con esas medidas que terminaron en detenciones muy
costosas.
Todos los días nos
enterábamos de algún compañero que había caído en manos de la represión y
nuevos espacios se cerraban en torno nuestro. De esta manera, mantener la
propaganda viva y permanente contra la dictadura nos era cada día más difícil.
Simplemente citarse con Rosita Rinaldi, intrépida y valiente jovencita que
comandaba una brigada de propaganda por la zona del barrio La Unión, suponía un
verdadero operativo que luego implicaba otro mucho más complicado y arriesgado
para que un grupo pequeño de jóvenes muy disciplinados y valerosos pintaran, en
un muro de unas de las avenidas más transitadas de Montevideo, un mensaje de
denuncia de la prisión del General Líber Seregni, militar patriota y Presidente
del Frente Amplio uruguayo.
LA SOLIDARIDAD
IMPRESCINDIBLE
¿Quiénes ayudaban a
la gente que era buscada y vivía en la clandestinidad? En mi caso, un viejo
amigo minuano –Heber Terra– que me conocía desde niño (compartimos la primaria
en la Escuela N° 12 del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas) y que me
ofreció un lugar donde pasar la noche. Por cierto, en aquellos tiempos Heber
andaba con severos problemas de trabajo y sus ingresos no le permitían más que
pasar la noche en un pequeño taller mecánico que funcionaba en el día.
Naturalmente el dueño no debía saber que yo me quedaba a dormir por lo que
antes de las ocho de la mañana debía salir a la calle.
Quedaré agradecido
eternamente con mi amigo Heber que jugándose su libertad y quizá su vida me
ofreció aquel lugar para descansar encima de unos cartones y dentro
de un sobre de dormir en el suelo sucio de aquel taller mecánico en el barrio
Cerrito de la Victoria. Muchas veces llegaba por la noche al taller y me
encontraba con Heber que había traído pizza y fainá del restaurante de la
esquina de la avenida Propios y San Martín utilizando sus magros recursos
económicos que se ganaba en un largo horario de una carpintería por la calle
Tristán Narvaja de Montevideo.
Otros problemas
difíciles de resolver en esas circunstancias eran comer, bañarse y lavarse la
ropa. Con dinero muchos de estos problemas se hubieran resuelto fácilmente,
pero al no tener trabajo no contaba con él. De nuevo la solidaridad y
sensibilidad de una persona insospechada me ayudó a salir adelante. Una prima
hermana –Brenda Alicia Viglietti, fallecida a los 36 años por una cruel
enfermedad– de quien jamás pensé que arriesgaría su persona y su familia por
ayudarme me ofreció pasar por su casa a bañarme, comer y dejar la ropa sucia
para lavármela. Debo agregar que para ayudarme debía contar con la complicidad
de su esposo Mario Aguilar que también generosa y valientemente accedió a que
pasara tres veces por semana por su apartamentito cercano a la calle Comercio.
Brenda y Mario
trabajaban en un comercio de La Unión y en un taller mecánico respectivamente,
percibiendo muy escasos recursos. Sin embargo jamás me faltó, durante el tiempo
en que fui, agua caliente, comida y mi ropa limpia. Mi sobrina Mónica –muy
jovencita– se quedaba en el apartamento a esperarme para abrirme y mirar con
sus asombrados ojos grandes cómo devoraba esa comida tan importante para mí.
LA SUERTE JUEGA SU
PAPEL
En una pequeña moto
me dirigía a la casa de Diego Damián, compañero de poco más de 20 años que
vivía en el barrio Malvín de la ciudad de Montevideo. Su casa ubicada en una
esquina tenía la entrada principal por una calle y la entrada al garaje por la
otra.
Minutos antes de
llegar a la casa de Diego, habían llegado las Fuerzas Conjuntas, curiosísima
forma de llamar a la unión de fuerzas policiales y militares dedicadas a las
tareas represivas. Mediante un violento asalto a la casa de su familia sin
orden de allanamiento, sin la intervención de un juez, pero al amparo de sus
poderosas armas, los terroristas de estado se llevaban a Diego encapuchado a
torturarlo y luego a que un juez militar (en el terreno político los jueces
civiles no actuaban) lo condenara a una pena de 6 a 18 años de penitenciaría
por Asociación Ilícita para Delinquir… cuando ¡los
delincuentes eran ellos que estaban fuera de la ley!
En el preciso
instante que Diego salía esposado por el portón principal, al margen de los
acontecimientos yo ingresaba con la moto por la otra entrada. Jamás olvidaré a
la hermana de Diego, Andrea, que salió llorando por la puerta del fondo al oír
la moto y me avisa que se estaban llevando a su hermano por el otro lado… Sin
apagar el motor doy la vuelta rápidamente y huyo evitando encontrarme con los
represores.
T
Se habían clausurado
todos los medios de prensa que se habían atrevido a pensar distinto a los
militares y civiles metidos a dictadores. Solamente quedaban los medios al
servicio del gobierno de facto entre los que destacaban los diarios El País y
El Día, todos los canales de televisión y la inmensa mayoría de las
radioemisoras. Por ello, en aquellos tiempos, la difusión de nuestras ideas
para enfrentar en desigual batalla al terrible despliegue ideológico de la
dictadura uruguaya era fundamental un mimeógrafo, ese simple y pequeño
instrumento para imprimir volantes, octavillas y demás pequeños folletos.
Por un mimeógrafo
dábamos lo que no teníamos y lo cuidábamos muchísimo para que no cayera en
manos de la policía. Ya habíamos perdido un mimeógrafo muy recientemente que
teníamos escondido en una mansión famosa e insospechada (hoy ya no existe) del
cruce de Avenida Italia y Bolivia. No fue la policía quien lo encontró sino el
dueño de la mansión que no tenía idea que uno de sus hijos participaba en la
lucha libertaria de aquellos años. El aparato de imprimir terminó en el fondo
de un arroyo…
Por ello, cuando nos
enteramos que peligraba la ubicación de otro mimeógrafo, no dudamos en montar
un operativo para sacarlo de allí y llevarlo a otro lugar más seguro. Encontramos
un nuevo lugar donde instalarlo y en la moto triciclo de Gabriel Suárez nos
dirigimos hacia el aristocrático barrio de Punta Carretas a rescatarlo. Me
habían dado la dirección de una elegante casa que estaba en la rambla (malecón)
y dejé a Gabriel y su triciclo Vespa en un pequeño café mientras yo iba a ver
qué casa era, si estaba todo tranquilo en la zona y ponerme de acuerdo con sus
moradores que se suponían estaban esperándome. Caminé por la rambla rumbo a la
dirección y de lejos vi, en una banca que miraba al mar, a una parejita de
jóvenes que disfrutaban de sus escarceos amorosos con verdadero empeño.
Me faltaban pocos
metros para llegar cuando la pareja se levantó de la banca y se dirigieron
hacia mí sin dejar de abrazarse y hacerse caricias. Era un viejo amigo minuano,
Yamandú Píriz, de quien no sabía nada y hacía mucho tiempo que no veía y que
llevaba del brazo a una bonita muchacha desconocida por mí.
–¡No entres a la casa
que la policía te está esperando!– fueron todas las palabras de mi joven amigo
y compañero que me salvaron de caer en la ratonera montada por la policía que
tenía dentro de la casa a toda la familia detenida esperando que alguien fuera
por el mimeógrafo.
Un compañero de
nuestra organización estuvo al tanto de la ratonera montada y sabía
que yo iría a buscar el mimeógrafo a determinada hora. En una época de
clandestinidad y compartimentación, sin medios de comunicación como hoy
abundan, no era sencillo avisarme y evitar que llegara a esa casa. Pero ese alguien
sabía que yo era de la ciudad de Minas y afortunadamente tenía a otro minuano a
la mano que me iba a conocer y podría avisarme a tiempo.
Lo simpático del
asunto es que mi amigo Yamandú casi no conocía a la compañera que simuló ser su
novia pero fue notorio que esa oportunidad los “acercó” mucho, al punto que
terminaron casándose y teniendo dos hijos…
UN ENTRAÑABLE AMIGO
Finalmente, debo
escribir que en los primeros días de marzo de 1976 ocurrió un hecho que no
puedo pasar por alto para cerrar este artículo. Un viejo y entrañable amigo
rochense –lamentablemente ya desaparecido–, Pedro Montañez Massa, metiéndose en
la boca del lobo, fue a casa de mi familia a ofrecerse para sacarme de Uruguay
y llevarme a Argentina aún gobernada por un gobierno democrático.
Este ofrecimiento
parecería un gesto más de solidaridad de una persona que sabe las penurias que
un amigo está pasando, sin embargo se trataba de un joven oficial de la Armada
de Uruguay que arriesgaba –sin duda– su vida e integridad física para ayudar a
un integrante de la “sedición” (así nos llamaba el gobierno militar) a salir
del país.
En un encuentro que
tuve con mi madre en un parque, me contó que Pedrito (hijo del Cnel. Pedro
Montañez) apareció en su casa en un camello (vehículo militar
que su sola presencia provocaba terror) con una patrulla de fusileros navales y
le dijo: –Dile a Cédar que se corte el pelo a lo milico que luego le traigo un
uniforme de fusilero naval y lo llevo hasta la frontera con Argentina para que
escape.
Muchos años
compartimos con Pedrito las andanzas veraniegas en Antoniópolis, playa del
océano Atlántico en el departamento de Rocha, al este del país. Recuerdo que
Pedro tenía una yegua petisa que dejaba a mi cargo durante el resto del verano
porque sus vacaciones eran muy cortas y sabía que la cuidaría mucho por aquel
cariño que tanto nos unía.
Años después me
demostraría su sincera amistad y valentía ofreciéndome una salida que yo no
podía aceptar de ninguna manera por el inmenso riesgo que Pedrito correría.
Pero él sigue vivo a mi lado a través del recuerdo agradecido e imperecedero
que le guardo.
Como lo he contado en
artículos anteriores publicados en este mismo blog, el 19 de marzo de 1976
ingresé como asilado político en la embajada mexicana en Uruguay y logré
escapar de la dictadura militar.