miércoles, 27 de abril de 2011

VIEJOS RECUERDOS DE MI ESCUELA

Hoy, la escuela N° 12 ”Juan Zorrilla de San Martín” del barrio Las Delicias, cumple sus primeros cien años de formar e instruir a los niños de una zona muy amplia de la Ciudad de Minas. Quienes fuimos alumnos de esa escuela mantenemos intacto y muy adentro el recuerdo lleno de sonidos, sabores y colores de nuestro paso por esta institución sin que los años –en mi caso muchos– nos borren lo esencial: el orgullo de haber sido parte de su magnífica historia.
Aquella tarde de marzo de 1957, de la mano de mi madre, caminé hacia la escuela de impecable túnica blanca y nuevecita moña azul. Nada podía meter en los bolsillos porque no lograba despegarlos, y el cuello me dolía por las raspadas que me daba tanta cantidad de almidón en la túnica. “No te preocupes que el miércoles la túnica ya estará blandita” me decía mi madre para atajar mis reproches porque yo no quería ni saber de la escuela. Hasta los zapatos Incalflex me apretaban por nuevos y argumentaba que no podía caminar. Pero nada detuvo esa marcha penosa hasta la escuela y con grandes esfuerzos me aguanté sin llorar ese primer día.
En esos años la escuela no tenía jardinera o jardín de niños como para ir preparándonos y aceptar que las madres nos dejaran por cuatro horas. Corrían las lágrimas frente al portón de aluminio de la escuela, pero dentro del salón y en pocos minutos ya nos olvidábamos del abandono materno.
Recuerdo perfectamente el salón de clases: era el que estaba junto a la dirección con piso de madera. Los bancos de eran para dos niños y ya tenían muchos años de uso con enormes manchas de tinta sobre la mesa. En el centro, un agujero servía para poner un tintero de loza que la maestra llenaba con tinta Pilka para que pudiéramos mojar nuestras plumas y escribir no más de una palabra corta antes de volver a mojarla. La birome o bolígrafo… ni sus luces todavía. Ah… recuerdo el papel secante que teníamos que pasar para absorber la tinta sobrante que nunca se secaba y evitar así el repinte al cerrar el cuaderno.
El clásico lápiz negro alemán Johann Faber N° 2 era el más usado, pero varios niños recibían aquellos lápices marrones que tenían grabado CNEPN (Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal). La goma de borrar preferida era la de pan Dos Banderas porque no manchaba el cuaderno. Los trabajos especiales o muy importantes lo hacíamos en hojas o cuadernos “Tabaré” aunque abundaban los cuadernos de tapas grises del CNEPN.
En primer año me tocó de maestra a Pochocha, una mujer gordita y de muy buen carácter, casada con un peluquero que tenía su negocio en la calle Treinta y Tres casi 25 de Mayo. Yo me sentaba en la primera fila con Almita Jauregui. En segundo la maestra fue la “Negra” Pereira, alta, de muy buen talante, a quien recuerdo con mucho cariño. En tercero tuve a la maestra Ivonne, menos paciente que las anteriores y medio enojona aunque creo que fue el año que más aprendí.
Nos impresionaban mucho los compañeros que llegaban a caballo a la escuela. Uno de ellos fue mi gran amigo José Antonio Rotella. ¡Cuántas cosas compartimos con José Antonio! Otra compañera que venía a caballo era Teresita Larrosa; había que ver con qué distinción montaba su caballo. Las dos piernas para el mismo lado del caballo le daban un aire de reina inalcanzable que ella abonaba con un poquito de altivez.
Otros amigos inolvidables de aquellos años eran Heber Terra, Alberto Rodríguez, Antonio Bayarres, los hermanos Diano, Carlos Ortega y tantos más que los años y la distancia me han borrado sus nombres.
Varias niñas de entonces han quedado en mi memoria: Marlene Sotelo y su prima Isabel, Alba Varela, Iris Vega y aquella niña un poquito mayor que yo –creo que se llamaba Norma– que bailaba tan bien la música española y siempre era el número fuerte de las fiestas de fin de año.
A la hora del recreo disfrutábamos mucho jugando a la agarrada (simple juego de correr y atrapar a otro niño del equipo contrario) o a la bolita (canica) que no se jugaba como vi en Montevideo años después. En aquellos años jugábamos al chante y cuarta y la bolita se arrojaba tomada con las yemas de los dedos pulgar e índice producto del impulso que se daba con el brazo; no con el pulgar como se jugaba en la capital. También jugábamos a la troya, con un triángulo dibujado en el suelo donde se trataba de sacar el máximo posible de bolitas con un certero tiro desde una raya con nuestra esfera de vidrio preferida.
El trompo de madera también ocupó buena parte del tiempo del recreo, así como el yoyó que tenía a verdaderos maestros en chiquilines que realizaban toda clase de suertes.
Cuando llovía y no podíamos salir al patio exterior nos teníamos que conformar jugando a la payana (palabra de origen quechua que significa recoger o recolectar) en el patio interior. Por cierto, en México se le dice a este juego matatena. Varios conseguíamos payanas de mármol del desperdicio de una marmolería cercana a la escuela.
La merienda no era muy variada: el típico refuerzo (torta en México) de mortadela o de dulce de membrillo; las galletitas María, tortas fritas (especie de buñuelos mexicanos) del día anterior o las frutas del momento (manzana, tangerina) o la más común: banana. De la panadería Las Delicias se ponía la jovencita Mireya con una canasta de bizcochos que vendía a medio (cinco centésimos de entonces) cada uno. Varios chiquilines se comían simplemente una roseta o pedazo de pan. ¿Refrescos o jugos? No. Sólo el agua de la canilla donde había que hacer cola para tomar.
Los baños daban pena. Siempre sucios y malolientes. Hasta hoy no entiendo por qué siempre fue así. No había wáter y jamás papel. Eran unas letrinas que no merecía nadie. ¡Pobre del niño con algún problema intestinal! ¿Hoy estarán mejor?
Había servicio de comedor para los niños de mayores carencias. Para ello se adaptó una parte de los sótanos donde se servía una comida preparada por los presos de la cárcel departamental. Con mucho esfuerzo subía la Av. Varela una motoneta triciclo que traía desde el centro una gran olla con la comida para los niños, quienes esperaban con su cuchara en el bolsillo la hora del almuerzo.
De vez en cuando llegaban algunos niños nuevos provenientes de otros departamentos. ¡Pobres! No les dábamos una cordial bienvenida realmente. Les hacíamos pagar el derecho de piso con bastante crueldad. Recuerdo a un buen niño, Ruben Amado Sosa, que para enfrentar nuestro acoso acuñó una fama que después vimos no correspondía a su buen carácter. Se paraba entre dos pinos que estaban atrás de los baños y nos amenazaba con golpearnos. Así se defendía y le decíamos “El hombre malo”. El clásico “¡Te espero a la salida!” cerraba la discusión entre Ruben Amado y otro niño que al traspasar el portón de aluminio se liaban a golpes de puño. Esa fue una pelea muy comentada porque reunió un montón de chiquilines y porque fue abruptamente interrumpida por la directora “Coca” Ferranti que llegó remangándose y diciendo “¡¿A ver quién tiene ganas de pelear?!” En un instante se nos fueron las ganas de repartir trompadas a todo el mundo y salimos volando para nuestras casas.
Merece un párrafo aparte esta directora de fuerte carácter y personalidad. Aquella escuela –en aquellos años– no era ningún ejemplo de tierna convivencia, ni dulzura por doquier. Siempre había alguna bronca gorda para resolver y la directora Irma “Coca” Ferranti tenía los suficientes arrestos para parar en seco a algunos alumnos repetidores e indisciplinados de 6° que parecían hombres o algún padre agresivo que nunca faltaba. Una vez mandó llamar a la abuela de un chiquilín con problemas de enuresis (la madre lo había abandonado) y ésta se apareció con un palo para ajustarle in situ las cuentas a su nieto. “Coca” se interpuso entre palo y  niño, paró el golpe con el antebrazo y rápidamente le quitó el bastón a la enfurecida señora y de un rápido movimiento lo quebró contra su pierna. Acto seguido puso en su lugar a la airada señora y le explicó con severidad que así no se arreglaban las cosas…
¡Qué lindas eran las fiestas de fin de año! Entre los cantos y bailes disfrutábamos muchísimo esa época de calor que ya prometía vacaciones. Se armaba una especie de tablado junto a la canilla y allí subíamos a bailar alguna tarantela, una zamba o algún pericón. En segundo año recuerdo que cantamos una canción mexicana: “Las mañanitas”, que muchos años después volvería a cantarla muchas veces en México, ya que equivale al “Que lo cumpla feliz” de Uruguay. No faltaba la niña que bailaba tan bonito la música española. Y a partir de 3°, en mi guitarra, me tocaba interpretar alguna piecita obligado por mi maestra y con el beneplácito orgulloso de mi padre.
Mucho más podría contar: los paseos al Parque Rodó por el portoncito frente a la canilla, aquel inolvidable viaje a la playa, las penitencias (plantones interminables) que nos ligábamos con José Antonio Rotella por andar corriendo (como si fuéramos niños…). Pero lo importante ya está dicho: el imperecedero amor hacia esta escuela que marcó nuestra infancia y toda nuestra vida; el tan grato sabor que nos queda cuando escribimos estas desordenadas líneas que nos hacen revivir la pureza de nuestra niñez que, a través de la magia del recuerdo, hoy se convierten en un simple pero muy sincero homenaje a sus jóvenes cien años de vida.


Cédar Viglietti  (México, 2011)

domingo, 10 de abril de 2011

Un ombú, un tesoro y una venganza

Hace unos 10 años escribía para una revista de uruguayos en México con la intención de que los emigrantes y sus hijos mantuvieran vivos en sus recuerdos los paisajes, la flora y fauna del paisito que habían abandonado. Mis andanzas de juventud en Uruguay sirvieron de algo muchos años después. Este es un artículo escrito para aquella publicación que puede servir hoy a quienes no tuvieron oportunidad de conocer el campo y los ríos uruguayos.


Era tan grande que amanecía primero en su copa; el sol pintaba con tonos amarillos las ramas más altas cuando aún estaba oscuro a ras de tierra. Este ombú (palabra guaraní derivada de Umbí que significa “sombra”) era el árbol preferido de los benteveos que allí tenían su seguro observatorio para curiosear lo que pasaba a doscientos metros a la redonda.

            Viví veinte años en una casa del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas, Uruguay, que en su terreno tenía este hermosísimo árbol (en realidad es una hierba gigantesca) cuya leña no sirve para nada, ni para hacer fuego –se deshace al secarse­­­­­­–, no da frutos, no es medicinal, pero ofrece una fresca sombra en lugares donde generalmente no hay otro árbol. 

            El campo uruguayo, cuando no lo atraviesa algún río o arroyo, generalmente no tiene árboles (salvo en estos últimos 30 años donde ha surgido una reforestación con eucaliptos, de dudoso beneficio para el suelo uruguayo). Es una planicie cubierta de pastos y cada tanto un ombú con algún rancho recostado a su sombra. El hombre de campo no hace su casa en el monte junto al río porque sabe que en cualquier momento se viene la creciente y la llanura inmensa no contiene las aguas desbordadas. Para hacer rancho elige las cuchillas (suaves elevaciones del terreno) que son seguras, y allí se puede encontrar un ombú solitario que dará sombra, abrigo, ramas para colgar la fiambrera (especie de jaula con malla para que no entren las moscas y poder guardar alimentos al fresco) y lugar de juegos para los gurises (niños en guaraní).

            Así es el ombú, árbol solitario que se cría guacho (solo, sin madre) y que en primavera da racimos de pequeñas flores blancas o racimos de bolitas verdes que no florecen. La gente de campo dice que hay ombú macho (el de las bolitas verdes) y ombú hembra (el de las flores blancas). En otoño pierde sus hojas y descubren sus rugosas e irregulares ramas. 

            Por cierto, existe una leyenda guaraní sobre cómo fue creado el ombú que la maestra normalista e investigadora Teresa Villafañe Casal ha rescatado:

“Umbí, la esposa del jefe de una tribu, ha conseguido que los indios cultiven la tierra. El verdor auspicioso de las plantas de maíz anunciaba la cosecha. Pero el deseo de lucha privó en los hombres, y un día dejaron sus campos y se fueron a pelear.

Umbí quedó encargada del campo cultivado. Ella debía cuidarlo para que las mujeres y los niños no padecieran hambre.

La luna llena anuncia con síntomas infalibles una terrible sequía. Umbí comprende lo difícil que será cumplir su misión.

Día a día las plantas de maíz van perdiendo su lozanía. Una a una caen vencidas. Pero Umbí está dispuesta a no cejar. Con la energía y la resistencia de que sólo las madres son capaces, decide salvar los granos necesarios para volver a sembrar.

De pie frente a las plantas que quedan vivas, trata de darles sombra con su cuerpo y las humedece con sus lágrimas. Desafía a Gúneche, dios que le manda la sequía. Resiste desesperadamente la heroica mujer, pero su agotamiento es visible. El Gúneche, al fin, ante el sacrificio sublime de la leal esposa, de la madre que lucha por sus hijos, por su tribu resuelve ayudarla en su obra. Pero no envía la lluvia que tanto ansía, sino que transforma a Umbí en un árbol, en una hierba gigante, que con su sombra consigue salvar una planta de maíz que dará los granos para la próxima cosecha.

Cuando regresaron los indios, el jefe vislumbró, a través del tronco retorcido y rugoso, la lucha que tuvo que sostener su leal Umbí.

Desesperado, se abrazó al árbol, y la sombra de éste lo cobijó, como en un último esfuerzo de la noble india para ser útil a su esposo, a sus hijos, a su tribu.”

Pero volvamos al ombú de mi casa.

Decían los vecinos de mucha edad que ese árbol tenía más de 150 años y que a fines del siglo pasado y principios de éste sirvió de parada de las diligencias que venían de Brasil hacia Montevideo. Allí cambiaban los cansados caballos por los de refresco, mientras seguramente los pasajeros se sacudirían el polvo de los interminables caminos y descansarían un momento a la sombra del ombú.

Cuando trabajábamos la tierra de la quinta familiar encontramos no pocas veces huellas de ese lugar de descanso: monedas de oro y de cobre brasileñas de uno o dos Reis. Seguramente estos pequeños hallazgos fueron comentados con algunos vecinos y allí comenzó a gestarse una ingenua y letal leyenda. Siempre se acercaba alguien a sugerir que debajo del ombú había un tesoro enterrado y que era de monedas de oro brasileñas…

Hubo épocas en que arreciaban los consejos de quitar el ombú y hacerse rico con el tesoro. Invariablemente mi padre sostenía que el tesoro era el propio ombú cuyo tamaño llamaba la atención de propios y extraños. Imagínese que para rodear el tronco se necesitaban ocho personas…

En 1970 se vendió la casa para irnos a radicar a Montevideo y allí comenzó la tragedia del ombú. La compró alguien convencido del tesoro de monedas de oro y trajo un ejército de gente con sierras, hachas y una pala mecánica.

Aquel árbol que fue refugio de cansados viajeros, atalaya de esos astutos pájaros llamados benteveos, insustituible lugar de juegos de muchos niños que pasamos por ahí y fresca sombra de tantos veranos, acabó arrancado de cuajo.

Del tesoro, ni rastro…

Pero el ombú ya muerto en un terreno de junto, estaba vivo para vengarse.

Desde siempre hubo, a unos siete u ocho metros del añoso árbol, un encharcamiento de agua limpia que jamás le dimos importancia porque estaba en un terreno vecino. Pues ese encharcamiento era un manantial que alimentaba al ombú, y al no estar éste comenzó rápidamente el agua a ganar terreno y a invadir la casa. No hubo fuerza humana que contuviera ese ojo de agua hasta tal punto que anegó todo el terreno y tuvieron que construir un drenaje especial para salvar la casa.

Allí estaba presente el viejo y querido ombú, riéndose con sus benteveos, con sus antiguos fantasmas que venían desde el Brasil y dejaban caer alguna monedita de oro.

 

                                                                       Cédar Viglietti (h)