sábado, 26 de febrero de 2011

Aquella noche en el Cementerio Central

Historias que no son cuentos

Los balazos se oían por las calles 18 de Julio, Sarandí, Treinta y Tres, Florencio Sánchez, Domingo Pérez y hasta W. Beltrán. Todos esos pasos de la ciudad de Minas eran asolados por peligrosos pistoleros entre ocho y diez años que preparaban emboscadas para atrapar en fuego cruzado a los malhechores de siempre en los interminables juegos infantiles de cow boy.
Uno de estos niños minuanos era Milton Fornaro que a veces lograba desaparecer en algún desfiladero secreto y por más que lo buscaban no daban con él. Pero otro niño, Ricardo Zabalza, ya se había percatado del desfiladero escondido. Milton tenía una debilidad que le costaba la vida: las pastillas de menta que compraba en la farmacia Gortari.
Precisamente la banda de Ricardo se apostaba por Treinta y Tres y Domingo Pérez y allí, paciente, esperaba que asomara Milton –distraído con su paquete de pastillas de menta– para acribillarlo a balazos y terminar con esa amenaza. En esa esquina, a punta de balazos, Ricardo labró el nombre de “El pastilla” Fornaro y así lo conocimos sus amigos que disfrutamos desde siempre su amistad, sus cuentos y novelas que le han dado un lugar muy importante en las letras uruguayas.
Esas amistades de niños nunca se olvidan, como no olvidaban los estudiantes minuanos aquellas primeras manifestaciones callejeras del año 1969. No olvidaban que siendo apenas un puñado de jóvenes habían recibido el aliento y apoyo solidario del joven Ricardo Zabalza Waskman (ver en este mismo blog el artículo “Las primeras manifestaciones estudiantiles en Minas”).
Los estudiantes minuanos aún no habían asimilado la sorpresa del apoyo en plena calle del hijo menor del renombrado político conservador del Partido Nacional, Pedro Zabalza, cuando todo el país se conmovió por la acción guerrillera de los Tupamaros que tomaron una pequeña ciudad –Pando– a unos treinta kilómetros de Montevideo. Fue el 8 de octubre de 1969, a muy pocos días de la manifestación de la plaza Rivera.
El maestro Homero Guadalupe, miembro de la Comisión de la Verdad relató así, hace pocos años, el asesinato de este hijo de Minas: “Ricardo era un joven minuano, asesinado a los 20 años, el 8 de octubre de 1969. Era tupamaro y participó ese día en la toma de Pando. En ese marco, participó en un tiroteo en el que fue herido, y se entregó. Lo hicieron caminar una cuadra hasta un camión de la Guardia Metropolitana. Allí lo tiraron al suelo y lo ejecutaron de un balazo en la nuca”.
–¿¡Cómo, Ricardo Zabalza era tupamaro!?– la pregunta corrió como reguero de pólvora por aquella Minas de 1969.
–Pero no entiendo, si era un joven que lo tenía todo ¿qué hacía con los tupamaros?
–Su padre es escribano (notario), estanciero (hacendado criador de ganado), político que fue senador, intendente municipal (gobernador) del departamento (pequeño estado) de Lavalleja, ¿por qué Ricardo se metió con los tupamaros?

Mucha gente en Minas no entendía lo que estaba pasando. Seguramente sus padres tampoco.
Sus hermanos Jorge y Mabel sí comprendían lo que pasaba porque compartían con Ricardo la militancia en el MLN y el compromiso de cambiar un país donde la mayoría de la gente no importaba.

Cuando entregaron el cuerpo de Ricardo en un féretro cerrado para ser enterrado en el Cementerio Central de la ciudad de Minas no había casi gente acompañando a los pocos familiares. No se justificaba esta ausencia aunque fuera de noche y muy tarde (horario que seguramente había dispuesto la policía). ¿Dónde estaban las “fuerzas vivas” –siempre interesadas– que acompañaron desde siempre a don Pedro Zabalza en sus campañas políticas? No había nadie. Ni una bandera. Ahora estaba profundamente solo y confundido el ex senador en aquella oscuridad inquietante del Cementerio Central.

Don Pedro y su esposa y algunas pocas personas más con caras de dolor miraban con miedo y desconfianza los rostros de un pequeño grupo de jóvenes minuanos apenas iluminados por un farol de kerosén, única luz en aquel cementerio oscuro. No los conocían. Nunca supieron quienes eran esos jóvenes casi niños entre 16 y 18 años ni quien los acompañaba, aquel lejano cow boy de la farmacia Gortari, “El pastilla” Fornaro.

Eran los de la pequeña manifestación que no olvidaban cuando Ricardo los acompañó –pocos días atrás– en aquella afirmación de solidaridad con los estudiantes asesinados en Montevideo. Allí estaban ahora, arrojando flores a la tumba del joven tupamaro, aprendiendo que la solidaridad se da y se recibe cuando los principios por los que se luchan son los mismos aunque las organizaciones políticas y sus métodos sean distintos.

Esa noche extraña, oscura y triste los muros de Minas gritaron en silencio y con pintura roja la solidaridad con Ricardo que tantos callaron.

Cédar Viglietti

jueves, 24 de febrero de 2011

El río, el monte y el carpincho





El río Santa Lucía nace a pocos kilómetros del cerro Arequita en el departamento de Lavalleja. Comienza siendo una cañadita que cualquier gato la cruza al trote hasta llegar a desembocar en el Río de la Plata en la población de Santiago Vázquez. Aquella cañadita serrana que allá corría rápidamente entre el monte, aquí donde se juntan los departamentos de Montevideo y San José, se convierte en un majestuoso río que entre juncos avanza cadenciosa y lentamente.
            Arriba se despide de pájaros criollos (zorzales, sabiás, cardenales, mixtos, doraditos, calandrias, y gargantillos entre muchos más), abajo lo reciben garzas , gaviotas y maragullones.
            En su recorrido por el departamento de Lavalleja el río Santa Lucía no es profundo. Es más, en verano y con un poco de sequía, el agua serpentea a duras penas entre piedritas y arenales. Pero a los lados del río se quedan lagunones profundos que se forman cuando hay crecientes y las aguas se salen del cauce. Es en estos lagunones donde la fauna se concentra formándose ricos ecosistemas ya que aquí el agua es más abundante que la que corre por el río.
            En cuestión de peces la tararira es la reina, pero también hay bagres amarillos y blancos, dientudos, pejerreyes, cabezamargas, viejas del agua y mojarritas. En las orillas caminan las gallinetas (especie de gallina silvestre, flaquerona pero de buen sabor a la cazuela), las gallaretas (ave de plumas negras, pico curvo y no recomendable a la hora de la comida), la comadreja (mamífero parecido al tlacuache mexicano) y el roedor de mayor tamaño en el mundo: el capincho, cuyo verdadero nombre es carpincho o capibara.
            El capincho es un animal de grueso pelo cobrizo, con un peso de 40 a 70 kilos (ejemplares adultos), con pequeñas orejas, patas cortas con media membrana entre los dedos que le permiten nadar con mucha eficacia. Se alimenta de hierbas que están tanto fuera como dentro del agua. Excelente buceador que puede aguantar bajo el agua mucho tiempo y con eso salvar su vida frente a los cazadores que lo persiguen por su abundante y sabrosa carne.
            Lamentablemente este dócil animal de actividades diurnas ha sido perseguido con tanta saña que se ha transformado en un ser desconfiado y arisco con hábitos nocturnos.
Con cierta frecuencia se encuentran crías abandonadas al haber matado algún cazador a su madre. Estas crías se adaptan a convivir con el hombre aunque hay que tener paciencia y darles, durante sus primeros tres meses, leche en biberón.
La crisis económica en Uruguay ha contribuido a que se aumentara su persecución, ya que un carpincho adulto es garantía de buena carne que compite con la de cerdo.
Tiene un hábito que lo delata fácilmente: jamás defeca en el agua, lo hace en la orilla de río, arroyo o laguna. Los excrementos tan característicos son inequívocas señales de su presencia y verdadero acicate para el cazador que así sabe que hay carpinchos en el lugar.
Por cierto el carpincho es habitante de una región enorme de América del Sur que incluye países como Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Bolivia, Perú y Venezuela. En este último país se le encuentra en los llanos, donde hay agua abundante, reunidos en grupos de hasta 40 o 50 ejemplares.
Este roedor recibe muchos nombres según el lugar donde se encuentre, como ejemplos van estos: chigüire, guardatinaja, cabial, cobiel, cabiel, cabiay, lancha, yulo, roncoço, urucumayo y capiguara.
En Uruguay, verlo en su hábitat es verdaderamente difícil y si de casualidad se encuentra con uno, le aseguro que usted no lo olvidará fácilmente. El carpincho está programado para huir velozmente hacia el agua y no le importa qué obstáculo haya, así sea usted. Dará un fuerte bufido y arremeterá como un toro de lidia por el camino más corto hacia el agua y si usted está en medio más le vale hacerse a un lado para evitar terminar en el arroyo con él.
Confieso que una vez estuve en estas circunstancias y le gané al carpincho en quien se asustó más. El se fue nadando y yo quedé enredado entre los sarandíes[1] y camalotes[2] tratando de salir del agua y calmar mi angustia.
            Líneas más arriba comentaba que el color del pelo del carpincho es cobrizo, es decir con fuertes tintes rojizos. ¡Pobre de los pelirrojos que nacen en el interior del país! Jamás podrán evitar que sus “amigos” al ver el color de sus cabellos,  les digan capinchos.
                                                                      
                                                                       Cédar Viglietti

[1] Arbusto que crece en las orillas de los ríos y arroyos.
[2] Plantas acuáticas similares a los lirios de agua.

Fotografía tomada al autor de esta nota en el año 1954 en La Charqueada.




Hace unos 10 años escribía para una revista de uruguayos en México con la intención de que los emigrantes y sus hijos mantuvieran vivos en sus recuerdos los paisajes, la flora y fauna del paisito que habían abandonado. Mis pesquerías de juventud en Uruguay sirvieron de algo muchos años después. Este es un artículo escrito para aquella publicación que puede servir hoy a quienes no tuvieron oportunidad de conocer el campo y los ríos uruguayos.

domingo, 20 de febrero de 2011

Recuerdos de mi padre

La lectura, la escritura, las clases de guitarra y los conciertos fueron las principales actividades que con gusto realizaba mi padre, Cédar Viglietti Viscaints. La vida militar nunca le atrajo y poco entendía de esos asuntos que lo distraían y le quitaban tiempo. Los cursos para ascender de grado en el arma de infantería del Ejército Nacional le significaban verdaderos dolores de cabeza al no poder concentrarse en temas totalmente ajenos a lo suyo.
–Vieja, ¿no me ayudás con estos libros de instrucción militar?– Así lograba que mi madre leyera esos libros “insoportables” sobre movimientos de tropas, apoyo logístico, protección de la infantería, protección de medios mecanizados, etc., para que le hiciera un resumen o directamente le explicara los temas allí vertidos.
Mi madre con paciencia le exponía que en terreno abrupto la infantería tenía que proteger al blindado para evitar el uso de medios antitanques por parte del enemigo.
Pero, ¿cómo… no es el tanque que debe defender a la infantería? preguntaba mi padre con el ceño fruncido haciendo un verdadero esfuerzo para concentrarse en el tema.
Ya te había explicado que en terreno plano el blindado protege a la infantería porque puede hacer uso a la distancia de su cañón y protegerse a sí mismo, pero no es así en terreno quebrado donde la infantería marcha adelante para protegerlo de alguna emboscada. ¿Entendés, Cédar?
Cuando hizo el curso para ascender de coronel a general, recuerdo que comentaba el tema que sacó en el examen: La Batalla del Río de la Plata. De ser una cuestión accesible por haber tenido la posibilidad de ser testigo directo del enfrentamiento entre el acorazado alemán Graf Spee y los cruceros ingleses Ajax, Achilles y el Exeter en 1939, mi padre lo había descuidado por no interesarle y ahora se enfrentaba a un profundo abismo de desconocimiento. Tenía dos horas para escribir sobre el tema y mi padre comentaba que quince minutos le hubieran bastado porque no sabía casi nada. Pero sus inquietudes lectoras y de investigación por otros temas lo sacaron a flote al contrario del Graf Spee. No le alcanzaron las dos horas para llenar páginas y páginas sobre la importancia histórica del Río de la Plata, de las culturas indígenas que influyeron en ambas márgenes del curso de agua, del mito y papel de la Pachamama, la célebre madre tierra de las culturas andinas, la música pentatónica de los Incas y su influencia en la costa oriental de ese río, etcétera, etcétera.
El pobre general que tuvo que leer semejante ensayo étnico-musical sólo atinó a pensar en la frase que le dijo mi padre al entregarle la prueba escrita: ¿Cómo… ya terminó el tiempo? Apenas escribí la introducción sobre la importancia del Río de la Plata…
¡Carajo! Si todas estas páginas son la introducción… ¡lo que no debe saber este hombre sobre la batalla en sí!
¡Aprobado!
Claro que nunca le dieron el grado de general porque por esos años ya tenía severas desviaciones de izquierda y no es bueno dejar entrar al diablo en un convento…


Con sus clases de guitarra no tuvo mucha suerte pese a la enorme cantidad de alumnos que formó. Cuando aparecía un muchacho o muchacha con condiciones (dedicación, buena motricidad y comprensión del lenguaje musical) por alguna razón no continuaba estudiando o perdía entusiasmo. Así recuerdo a Hugo Arellano, Francisco Pereira o Lirio Sanz entre los más destacados. Eduardo Vázquez, Estela Gavarret y Ulises Peña también animaron las clases de guitarra clásica que impartía mi padre.
No le gustaba dar clases de solfeo y el Menozzi o el Eslava lo blandíamos mi madre y luego yo, cuando ya estaba adelantado en el Conservatorio Kölischer. Algunos alumnos venían en la mañana. Pocos. Pero a partir de las tres de la tarde las clases se prolongaban hasta las diez de la noche. Los más avanzados ocupaban las últimas horas del día en medio de densas nubes de humo de los cigarrillos Master que fumaba mi padre. Claro, con un boquillín, no sea cosa que el humo hiciera daño… Los alumnos veteranos si no fumaban también no tenían más remedio que tragar humo porque en esas décadas de los cincuenta y sesentas el fumador tenía prioridad.
Muchas veces mi padre cayó en la imperdonable tentación de organizar ensambles de varias guitarras con sus alumnos sin respetar esa regla de oro no escrita que dice: una guitarra es magnífica, dos son interesantes, tres ya no lo son y más de cuatro todo es muy triste. ¿Se imagina alguien nueve guitarras? A ese extremo llegó. Su cómplice, perdón… quien le hacía los arreglos para esa cantidad de guitarras era don Luis Alba, un agrimensor y músico muy amigo de mi padre. Ni el “Bolero” de Maurice Ravel se salvó y fue imposible rescatarlo del maltrato del coronel y sus alumnos.

jueves, 3 de febrero de 2011

El mate, ese amigo inseparable

En un recóndito lugar de la selva paraguaya vivía un anciano indígena de nombre Caá Yará acompañado solamente por su joven hija Caá Yarií. Estos solitarios guaraníes vivían de la recolección de hierbas, frutas y la caza de algún animalito. Su vivienda no era más que unas pocas ramas amontonadas que encerraban un estrecho lugar de pobrísimo aspecto.
            Un buen día acertó pasar por allí un caminante que se asombró de la austeridad en la vivían padre e hija. Cansado aceptó la invitación del anciano para que comiera y descansara. Los anfitriones no repararon en esfuerzos para tratar de agasajar al visitante buscando toda suerte de alimentos silvestres. El caminante comió y descansó gracias a la generosidad y desprendimiento del anciano y su hija.
            Pero hete aquí que ese visitante era nada menos que un enviado de Tupá, el dios que dio vida al pueblo guaraní. Conmovido el visitante por la actitud de Caá Yará y Caá Yarií decidió recompensarlos con un regalo muy especial.
            Les llamó y en su presencia hizo crecer un hermoso árbol explicándoles que de sus hojas podían hacer una infusión exquisita y reconfortante. Y les dijo además que esta bebida les haría más llevaderas sus solitarias vidas ya que no tendrían mejor compañía.
 
No hay duda que los uruguayos somos muy tomadores de mate, al tal punto que se nos asocia con un termo bajo del brazo para cebar (verter agua caliente) a esta curiosa infusión, sin embargo poco se sabe de su origen y mucho menos de sus propiedades.
Comencemos diciendo que los guaraníes le llamaban caaiguá  (cáa: yerba, i: agua, gua recipiente), denominación precisa para “recipiente para el agua de la yerba”. Los españoles prefirieron usar el vocablo derivado del quechua mati, que significa vaso o recipiente.  
El árbol del mate (Ilex Paraguayensis) crece en forma silvestre en los montes ribereños de Paraguay, Argentina, Brasil y en algunas zonas de Uruguay. Es un árbol que llega a medir más de 10 metros de altura, pero que cultivado especialmente no se le deja crecer más de 3 metros, podándolo de modo tal que produzca muchas hojas y se facilite su recolección. Hoy se le siembra en forma intensiva en grandes yerbatales en Paraguay, en las provincias de Misiones y El Chaco de Argentina y en el estado de Paraná de Brasil.
            Coincide –por razones de clima– que los mejores yerbatales se producen en las zonas cafetaleras. En el caso de Brasil, en la zona de Curitiba del estado de Paraná, se produce muchísimo café y la apreciada variedad del Ilex Paraguayensis que tanto gusta y consumen los materos uruguayos. Es un lugar de clima templado, de mucha humedad y de cierta altura sobre el nivel del mar.  
Una curiosidad: Uruguay no produce yerba mate, pero sin embargo exporta 200,000 kilos anuales a los uruguayos regados por el mundo.
La recolección de las hojas se hacía hasta hace muy poco totalmente a mano, no existía maquinaria. Pese a pocas innovaciones tecnológicas en algunos establecimientos, los peones continúan siendo muy mal pagados, casi miserables del campo, que juntan las hojas en grandes bultos.
            La recolección familiar –muy común en Paraguay y Misiones, Argentina– se hacía cortando ramas y sometiéndolas al fuego directo hasta que se oían estallar las hojas sin que se prendieran fuego. Actualmente sólo se cortan las hojas y se meten en una especie de gran cilindro de metal con agujeros que sometido al fuego y sin parar de moverlo, provoca que las hojas se deshidraten pero que conserven su color verde. Luego se las embolsa y apiladas se las deja casi un año para que con el tiempo se logre un mejor sabor en la infusión. 
            Al cabo de ese tiempo se muelen las hojas y queda lista la yerba mate para usarse.
Es interesante saber que los antiguos guaraníes tomaban el mate tal cual se hace hoy: ponían yerba mate en un guaje (calabaza) o en un trozo grueso de bambú recortado como vaso, le agregaban agua caliente y a través de una tacuapí (bambú delgado con raíces tejidas en un extremo para evitar que pasen los pedacitos de hojas) sorbían la infusión. En Paraguay, cuna y origen de la cultura guaraní y por ende del mate tradicional, los jesuitas impusieron el mate cocido (preparado en una taza como hoy se hace cualquier té) y el tereré (igual al mate cocido pero frío) sin abandonarse, sin embargo, la práctica de tomarlo como antaño.    
            ¿Qué propiedades tiene esta infusión?
Los estudios sobre el mate, aunque muy limitados, han mostrado evidencia preliminar que contiene un cocktail de xantinas (poderosos antioxidantes) como la cafeína, mateína, teofilina y la teobromina que tienen un efecto estimulante del sistema nervioso central más duradero que el del café y sin otros efectos como insomnio e irritabilidad.
Gracias a su complejo de vitamina B, la yerba mate colabora con el ingreso de azúcar en los músculos y nervios y con la actividad cerebral del ser humano; las vitaminas C y E actúan como defensa orgánica; las sales minerales, junto con las xantinas, ayudan el trabajo cardiovascular y la circulación de la sangre al bajar la presión, ya que las xantinas actúan como un vasodilatador.
El mate aumenta la diuresis y actúa sobre el tubo digestivo activando los movimientos peristálticos, facilita la digestión, ayuda con problemas gástricos y aumenta la evacuación.  
Ahora ya sabemos qué contiene el mate y el efecto que nos causa, pero hay una propiedad mucho más importante y que no es química: el mate permite compartir momentos muy especiales. Son momentos de encuentro y calma –nadie toma mate apurado–, momentos que se buscan especialmente, verdaderos remansos en esta vida tan agitada. El mate se toma con tiempo aunque cada vez tengamos menos, y siempre se comparte –pasándolo de mano en mano– con amigos, familiares hasta incluso con conocidos que generosamente nos ofrecen esta bebida como forma de amenizar una charla o de señalar que somos bienvenidos. Al respecto, el antropólogo uruguayo Daniel Vidart dice: "Tras el ademán litúrgico de preparar, cebar, y tomar mate hay una concepción del mundo y de la vida...el mate vence las tendencias aislacionistas del criollo...empareja las clases sociales... "
Por último agreguemos que por la forma de cebar el mate y por las distintas sustancias que se le pueden agregar (azúcar, hojitas de cedrón, marcela o gordolobo, carqueja, cáscara seca de naranja, café, etc.) se constituye todo un lenguaje amoroso con  múltiples significados entre cebador/a e invitado/a que hoy lamentablemente ha caído en desuso. Sin embargo veamos algunos ejemplos de antaño para conocer el ingenio de la gente de campo.

Mate amargo: indiferencia.
Mate dulce: amistad.
Mate muy dulce: habla con mis padres.
Mate frío: desprecio, indiferencia.
Mate con toronjil: disgusto.
Mate con canela: ocupas mis pensamientos.
Mate con azúcar quemada: simpatizo contigo.
Mate con cáscara de naranja: ven a buscarme.
Mate con té: indiferencia.
Mate con café: ofensa perdonada.
Mate con melaza: me aflige tu tristeza.
Mate con leche: estima.
Mate muy caliente: así estoy de amor por ti.
Mate hirviendo: odio.
Mate lavado: rechazo.
Mate con cedrón: consiento.
Mate con miel: casamiento.
Mate tapado: rechazo.
Mate espumoso: cariño verdadero.
Mate encimado: mala voluntad.

Mate con Ombú: vete de aquí.
Mate cebado por la bombilla: antipatía.

Afortunadamente esta bebida se resiste a la modernidad  y globalización (porque si no tomaríamos té de mate instantáneo o en bolsitas producido en Hong Kong) y sigue siendo un privilegio de los pueblos de Argentina, Uruguay, Paraguay, parte de Chile, Bolivia y Perú y sur de Brasil.
Pero déjenme decirles que doña Belisa y don Perucho –unos vecinos del barrio Sayago de Montevideo– también utilizaban el mate como instrumento de agresión. Ante cualquier contrariedad que Perucho le causara a su esposa, ésta tomaba el mate (cebado o no) y lo lanzaba como una pedrada a la cabeza de su consorte. Claro que Perucho no era ningún iniciado en este tipo de lides. Un preciso esquive de boxeador y el mate se reventaba contra la pared.
Al tiempo murió Perucho. Cuentan los vecinos que lo último que se oyó de él fue:

–¡No vieja, no! ¡Con el termo no...!
                                                                                 

Cédar Viglietti



El termómetro *

A mi hija Lucía

Las hijas de Don Ramón se esmeraban muchísimo para que nada le faltara en la sala al veterano asturiano que lamentablemente tenía que pasar una temporada en el Hospital Español. No era nada grave su dolencia, e incluso los médicos hacían lo posible por disolverle las piedras de la vesícula y así evitar una operación. Tampoco Don Ramón era un paciente muy exigente. No se quejaba del dolor, ni de la comida tan insípida que no tenía casi carne y mucho menos chorizo español.
            El cuarto era agradable, luminoso y afortunadamente sin otro paciente en la segunda cama. Antonia y Marisa se turnaban para acompañar al padre y cada cinco minutos le preguntaban si quería algo de la casa o de la calle. La respuesta de Don Ramón era invariablemente: “No, no necesito nada. Vayan a sus casas a atender sus maridos y a los niños”. Pero las hijas sentían un gran cariño por su padre que tanto había hecho por ellas, asumiendo una prematura viudez cuando Marisa y Antonia apenas tenían diez y doce años. Por eso ahora se desvivían para que pasara lo mejor posible.
            Ellas trataban de no dejarlo solo porque sabían que Don Ramón sufría mucho al estar en ese lugar por una incorregible timidez que ni siquiera de viejo lo abandonaba. Sufría cuando la bonita enfermera de la tarde venía a tomarle la temperatura, la presión o el pulso. O cuando la joven médica de la mañana le palpaba su barriga en busca de la vesícula. Ellas se daban cuenta que el veterano terminaba empapado de sudor y trataban de hacer lo más familiar posible el trato con el personal del hospital para aliviar los incómodos momentos por los que pasaba Don Ramón. Antonia llegó a comentar que hablaría con la doctora para evitar la visita de los practicantes porque “...esos mocosos no tienen el menor tacto y todo es risitas entre ellos”.
            Tan atentas a todo estaban las hijas que no dudaron en comprarle un pequeño televisor a colores para que Don Ramón no se perdiera los noticieros de la noche mientras estuviera en el hospital. “Ay... muchachas... ¿por qué gastan tanto dinero? Yo me arreglo con la radio”.
            Esa mañana Marisa no sabía cómo decirle al padre que en la tarde no podrían venir ni ella ni su hermana. Le explicó que a eso de las nueve de la noche vendría Antonia a acompañarlo, pero que no se preocupara que ya habían hablado con Rosita, la enfermera de la tarde, para que estuviera pendiente de él.
            “¡Coño! justo a Rosita me encargan” pensó Don Ramón, que ya veía venir toda comedida a la preciosa enfermera que hasta se permitía coquetear con él diciéndole “¡Qué bien se le ve hoy, señor Ramón!”
            Pero a las tres de la tarde un enfermero nuevo se le adelantó a Rosita y con mucha amabilidad le dijo al viejo que tenía que tomarle la temperatura. “Deme el termómetro, nomás” dijo el viejo intentando ser canchero.
–No, no, señor. El doctor me indicó que le tomara la temperatura rectal.
–¡¿Cómo?!
–Así es señor. Por favor dese vuelta y bájese el pantalón del piyama y el calzoncillo.
Don Ramón sintió un arcoiris en su cara. Su eterna timidez ahora brotaba intacta e invadía toda su humanidad.
–¿No es igual abajo del brazo…?– fue un balbuceo ya entregado, casi inaudible, un vano intento para evitar una terrible humillación.
–No, señor. El médico me indicó que fuera rectal– dijo con firmeza el enfermero.
Don Ramón se dio vuelta y se bajó la ropa. Hundió la cara en la almohada repitiendo “tierra trágame, tierra trágame...”
            Sintió que le ponían el termómetro e hizo un esfuerzo para no imaginarse cómo se vería, aunque fue inútil.
–Quédese un momento así señor y no se mueva para que no se vaya a romper el termómetro. En un momento regreso.
“Bueno, –pensó el viejo sumergido en su vergüenza– este enfermero es buena gente, por lo menos me deja solo para no hacerme sentir tan mal.”
Pasaron unos minutos que se le hicieron eternos a Don Ramón. “¿Cuándo vendrá el enfermero para sacarme este maldito termómetro del culo?”  Pero el enfermero no llegaba y los minutos pasaban. Ahora ya no era “el buena gente”, era “el enfermero de mierda” que no venía. La cabeza del asturiano era un volcán de imprecaciones cuando la cristalina voz de la hermosa enfermera Rosita dijo:
–Buenos tardes, señor Ramón. Pero… pero ¿qué está haciendo?
Se percibía un claro tono de desagrado en la voz de la joven. Pero superando su sorpresa la enfermera ordenó duramente al paciente: “¡Hágame el favor sáquese ese bolígrafo de su trasero y súbase los pantalones!”.
Don Ramón desclava su cara de la almohada y tarda unos instantes en entender su situación. Es demasiado. No puede ser posible. “¿Un bolígrafo?...”
Totalmente demolido, en carne viva y al borde del infarto gira su cabeza y su última neurona útil le alcanza para darse cuenta que le habían robado su nuevo televisor a colores.
                                              

* Basados en hechos reales ocurridos en Montevideo, Uruguay