Historias que no son cuentos
Los balazos se oían por las calles 18 de Julio, Sarandí, Treinta y Tres, Florencio Sánchez, Domingo Pérez y hasta W. Beltrán. Todos esos pasos de la ciudad de Minas eran asolados por peligrosos pistoleros entre ocho y diez años que preparaban emboscadas para atrapar en fuego cruzado a los malhechores de siempre en los interminables juegos infantiles de cow boy.
Uno de estos niños minuanos era Milton Fornaro que a veces lograba desaparecer en algún desfiladero secreto y por más que lo buscaban no daban con él. Pero otro niño, Ricardo Zabalza, ya se había percatado del desfiladero escondido. Milton tenía una debilidad que le costaba la vida: las pastillas de menta que compraba en la farmacia Gortari.
Precisamente la banda de Ricardo se apostaba por Treinta y Tres y Domingo Pérez y allí, paciente, esperaba que asomara Milton –distraído con su paquete de pastillas de menta– para acribillarlo a balazos y terminar con esa amenaza. En esa esquina, a punta de balazos, Ricardo labró el nombre de “El pastilla” Fornaro y así lo conocimos sus amigos que disfrutamos desde siempre su amistad, sus cuentos y novelas que le han dado un lugar muy importante en las letras uruguayas.
Esas amistades de niños nunca se olvidan, como no olvidaban los estudiantes minuanos aquellas primeras manifestaciones callejeras del año 1969. No olvidaban que siendo apenas un puñado de jóvenes habían recibido el aliento y apoyo solidario del joven Ricardo Zabalza Waskman (ver en este mismo blog el artículo “Las primeras manifestaciones estudiantiles en Minas”).
Los estudiantes minuanos aún no habían asimilado la sorpresa del apoyo en plena calle del hijo menor del renombrado político conservador del Partido Nacional, Pedro Zabalza, cuando todo el país se conmovió por la acción guerrillera de los Tupamaros que tomaron una pequeña ciudad –Pando– a unos treinta kilómetros de Montevideo. Fue el 8 de octubre de 1969, a muy pocos días de la manifestación de la plaza Rivera.
El maestro Homero Guadalupe, miembro de la Comisión de la Verdad relató así, hace pocos años, el asesinato de este hijo de Minas: “Ricardo era un joven minuano, asesinado a los 20 años, el 8 de octubre de 1969. Era tupamaro y participó ese día en la toma de Pando. En ese marco, participó en un tiroteo en el que fue herido, y se entregó. Lo hicieron caminar una cuadra hasta un camión de la Guardia Metropolitana. Allí lo tiraron al suelo y lo ejecutaron de un balazo en la nuca”.
–¿¡Cómo, Ricardo Zabalza era tupamaro!?– la pregunta corrió como reguero de pólvora por aquella Minas de 1969.
–Pero no entiendo, si era un joven que lo tenía todo ¿qué hacía con los tupamaros?
–Su padre es escribano (notario), estanciero (hacendado criador de ganado), político que fue senador, intendente municipal (gobernador) del departamento (pequeño estado) de Lavalleja, ¿por qué Ricardo se metió con los tupamaros?
Mucha gente en Minas no entendía lo que estaba pasando. Seguramente sus padres tampoco.
Sus hermanos Jorge y Mabel sí comprendían lo que pasaba porque compartían con Ricardo la militancia en el MLN y el compromiso de cambiar un país donde la mayoría de la gente no importaba.
Cuando entregaron el cuerpo de Ricardo en un féretro cerrado para ser enterrado en el Cementerio Central de la ciudad de Minas no había casi gente acompañando a los pocos familiares. No se justificaba esta ausencia aunque fuera de noche y muy tarde (horario que seguramente había dispuesto la policía). ¿Dónde estaban las “fuerzas vivas” –siempre interesadas– que acompañaron desde siempre a don Pedro Zabalza en sus campañas políticas? No había nadie. Ni una bandera. Ahora estaba profundamente solo y confundido el ex senador en aquella oscuridad inquietante del Cementerio Central.
Don Pedro y su esposa y algunas pocas personas más con caras de dolor miraban con miedo y desconfianza los rostros de un pequeño grupo de jóvenes minuanos apenas iluminados por un farol de kerosén, única luz en aquel cementerio oscuro. No los conocían. Nunca supieron quienes eran esos jóvenes casi niños entre 16 y 18 años ni quien los acompañaba, aquel lejano cow boy de la farmacia Gortari, “El pastilla” Fornaro.
Eran los de la pequeña manifestación que no olvidaban cuando Ricardo los acompañó –pocos días atrás– en aquella afirmación de solidaridad con los estudiantes asesinados en Montevideo. Allí estaban ahora, arrojando flores a la tumba del joven tupamaro, aprendiendo que la solidaridad se da y se recibe cuando los principios por los que se luchan son los mismos aunque las organizaciones políticas y sus métodos sean distintos.
Esa noche extraña, oscura y triste los muros de Minas gritaron en silencio y con pintura roja la solidaridad con Ricardo que tantos callaron.
Cédar Viglietti