Don Rúben le decía a Teresita que no jodiera más. Que no volviera a embarazarse. Que ya estaba bien con seis hijos varones y que era evidente que Dios no le iba a dar una hija a esa familia. Pero Teresita quería jugar una última carta para darse el gusto de tener una hija, una niña que le acompañara durante su vida, alguien de su mismo sexo que entendiera sus sentimientos, una mujercita para vestirla con tanta ropita que año tras año cosiera con tanta dedicación y esperanza.
La madre de Teresita, experimentada mujer que veía el lado práctico de la vida, también se oponía a que su hija se embarazara de nuevo porque ya eran demasiados chiquilines en esa casa y no daban abasto a atender tantas necesidades. Argumentaba doña Alma que la chacra ya no daba más y que Raúl trabajando de sol a sol apenas les daba de comer a todos, que ella ya andaba cansada para ayudarla con tantos gurises.
–¿Ya viste Teresa que no te alcanzan los platos ni los cubiertos para que puedan comer todos juntos, que los gurises andan medio descalzos y con la poquita ropa que tienen toda agujereada y rotosa?
–Si mamá, pero quiero tener una hija y creo que ahora sí podré. Algo me dice que el próximo embarazo será especial y además tengo mucha ropa para la niña.
–Si, si... ¡ya conozco tus embarazos especiales...! Más te vale que me hagas caso y que te cuides, mujer.
Los días de verano en ese paraje llamado Rincón de Zevallos, junto al río Santa Lucía, pasaban siempre iguales: calor y tábanos en el día, mosquitos en la noche. Raúl –desde muy temprano– juntaba agua en el río para acarrearla en la carreta tirada por bueyes para regar una magra siembra de hortalizas y maíz por no tener mayores posibilidades de fertilizarla ni de exterminar las innumerables plagas que implacablemente le ganaban buena parte de la cosecha. A media mañana se oía el hacha contra el monte para hacer leña para la cocina o para reparar el corral de los chanchos. Poco antes del mediodía Raúl detenía un momento sus labores para tomarse unos mates y fumarse un tabaco antes de la comida. Por la tarde doblaba el lomo en la chacra hasta que al caer el sol abandonaba las tareas y se ponía a matear y a escuchar la radio bien bajita para no gastar mucho las pilas.
Invariablemente un par de los gurises más grandes ayudaban al padre en las tareas más pesadas y los más chicos medio ayudaban y otro medio estorbaban a la madre que atendía a la casa, la comida, las gallinas, los patos, los pavos, los chanchos y la vaca.
El único alivio a esa vida tan dura y austera era la venta de algunos lechones y pavos a fin de año que les permitía ir a Minas a comprarse ropa y algunas poquitas –muy poquitas– cosas para medio ir viviendo. Teresita aprovechaba esa ida a Minas para escaparse a la capilla del barrio Las Delicias que llevaba su nombre y asistir a misa esa única vez al año para siempre pedirle a Dios que le enviara una niña.
Dios no la oyó. El 19 de septiembre nació el séptimo hijo varón y murió en ese acto toda esperanza de que Teresita tuviera una niña porque ella misma pidió al doctor, en medio de un llanto inconsolable, que la ligara para ya no tener más hijos.
Fue al otro día de nacer Antonio que en el propio hospital Vidal y Fuentes otra parturienta se interesó por los hijos que había tenido Teresita y, al saber la cantidad, muy asustada le dijo que rezara mucho por ese niño porque podría ser lobisón.
–¡¿Cómo que lobisón?!– reaccionó Teresita aterrada por la sola palabra.
–Bueno... son cosas que se dicen... y seguramente usted las oyó. Dicen que cuando ya se tienen seis hijos varones... el séptimo es... lobisón...– se notaba arrepentimiento de la señora por haber abierto la boca, pero ya era tarde, Teresita se sentía paralizada por el miedo de que su pequeño Antonio fuera...
–¡No! ¡no! Mi bebé no es lobisón y ojalá Dios la castigue a usted por andar diciendo esas cosas– el llanto brotó incontenible y su pecho agitado conmovió al niño que también empezó a llorar asustado.
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El tiempo fue pasando y Toñito crecía sano, fuerte, alegre y sin ninguna señal de alarma de lo que aquella mujer en el hospital había dicho. Sus padres ya habían olvidado cualquier referencia sobre lobisones y vivían siempre muy atareados para dar de comer a tanto crío.
A los doce años Toñito terminó la primaria y la posibilidad de seguir estudiando ya que por esos parajes no había liceo cerca, por lo que tuvo que dedicarse con muchas más energías a las tareas del campo.
Su abuelo Rúben se había encariñado con él por lo dócil y afectuoso que era, aunque nunca se olvidaba que era el séptimo hijo varón y él –como mucha gente de campo– creía que sin remedio ese muchacho en su adolescencia sería lobisón, por lo que ahora que ya estaba grandecito era particular objeto de discreta, pero atenta vigilancia.
Rúben había pensado en hablar con su yerno Raúl sobre esta situación, pero éste era un hombre de pocas luces y mucho trabajo físico y seguramente se alarmaría y no sabría qué hacer, por lo que decidió esperar.
Toñito mientras tanto adquiría una altura respetable, aunque era flacuchento y su tío abuelo observaba inquieto que le aumentaba significativamente la cantidad de pelos en los brazos y piernas.
¡Las noches de viernes de luna llena! Esa era la preocupación de don Rúben... porque él sabía que ya pronto Toñito se convertiría en lobisón cuando lo bañara la luz de la luna llena de un viernes. Recordaba que hacía muchos años atrás su padre y abuelo discutían en las noches de fogón sobre en qué se convierte un muchacho lobisón. Su abuelo, hombre que había nacido en Salto, siempre había oído por allá que el muchacho lobisón bañado por la luz de la luna se convertía en un animal del tamaño de un perro grande con orejas caídas y de color negro con manchas doradas o naranjas. En cambio, su padre sostenía que entre la peonada y los chacareros de Lavalleja se decía que el muchacho lobisón se convierte en el primer animal que vea esa noche de viernes. Así podría ser perro, ternero, chancho o cualquier otro animal.
¿Qué hacer? En principio don Rúben necesitaba averiguar mucho más sobre los lobizones para estar preparado para cuando su nieto se convirtiera en uno. Pensó en ir al boliche del camino y entre caña y caña estirar la lengua a los concurrentes, pero descartó inmediatamente esa idea porque seguramente se alborotaría el gallinero y la gente empezaría a hablar y terminarían amargándole la vida al pobre Toño cuando de pronto no iba a pasar nada.
Esa idea de que no va a pasar nada le daba vueltas en la cabeza y muchas veces se dejó llevar por esa posibilidad, pero siempre alzaba la guardia porque no olvidaba las palabras de Walter Ferrada: “Mire don Rúben, podrán decirme lo que quieran, pero séptimo hijo varón… clavau es lobisón”.
Muchas veces había acompañado a su hija Teresita a la capilla del barrio Las Delicias de Minas y mientras esperaba que terminara la misa iba hasta el bar de Leonel Rodríguez donde aprovechaba a cortarse el pelo con Ferrada que era un hombre muy entendido en cosas del campo y que siempre tenía la posibilidad de hablar con paisanos que venían de muchos lugares a cortarse el pelo. En una oportunidad Ferrada le había contado de un caso de lobisón en poblado Colón, pasando Mariscala, cerca del Cebollatí, pero en aquel entonces Rúben no había prestado mucha atención a la historia ni a la solución de ésta por lo que ahora necesitaba hablar con Ferrada. Fue así que después de varios años Rúben se apareció una tarde por la peluquería de Ferrada y éste lo recibió extrañado porque hacía mucho tiempo que no iba por ahí.
–Pero ¿qué dice don Rúben? ¡Qué milagro verlo por aquí! Pensé que ya no se cortaba más el pelo...
–No, no....déjeme Ferrada. Córteme el pelo si quiere, pero vengo a hablar con usted de algo muy importante así que no tendrá más remedio que escucharme...
–´Ta bien, ´ta bien... siéntese y largue el rollo nomás...
Don Rúben le contó afligido sobre lo difícil que era para él saber que se aproximaba un momento crucial en la vida de su nieto y que no tenía con quien compartir esta desgracia. También le pidió a Ferrada que le contara qué se podía hacer una vez que se convirtiera, cómo sacarle esa maldición, pero de forma permanente. Ferrada con mucha paciencia oyó al viejo y liando un cigarro de tabaco “Cerrito” le comentó sobre las posibilidades de la conversión en cuanto lo bañara la luz de la luna llena en alguna noche de viernes al tiempo de estar en plena adolescencia.
–¿Y en cuál animal se convertirá? Porque mi abuelo contaba que por allá por Salto se convierten en una especie de perro, pero de orejas caídas, color medio naranja.
–Mire don Rúben, ese animal existe, pero del lado argentino, es un Aguará-Guazú. Es un pariente del zorro, pero mucho más grande, así que por aquí no se convertirá en Aguará-Guazú sino en el primer animal que vea al momento de darle la luz de la luna, o sea que puede ser perro, ternero, caballo, según los animales que anden por allí.
–Y después que se convierta ¿qué hago?
–Y.… hablarle para que no se asuste y permanezca con él hasta el amanecer que recuperará su forma humana. Trate de que no salga corriendo por ahí porque la gente se asusta por la rara actitud que asumen estos animales que son mitad gente y mitad bicho. Pero debe tener cuidado con la gente que tratará de golpearlo o matarlo porque las heridas que le causen al animal las tendrá el muchacho.
–¿Y cómo se puede resolver de una vez por todas que este muchacho ya no sea lobisón?
–¿Usted tiene revólver, don Rúben?
–Tengo uno medio viejo calibre 38, pero no voy a lastimarlo, ¿no?
–Claro que no, don Rúben, pero tendrá que hacer lo siguiente: a una bala de su revólver deberá cambiarle el plomo por otro, pero de plata pura y cuando el muchacho se convierta en animal deberá darle un tiro a su sombra. No al animal, don Rúben, ¿eh? ¿Sí me entendió? A su sombra, porque al cuerpo lo mata, ¿eh? Al recibir la sombra el tiro verá que en ese momento el muchacho recuperará su forma normal y nunca más será lobisón.
Nunca supo don Rúben si los consejos de Ferrara fueron un alivio o un montón más de preocupaciones, pero sí le agradeció al peluquero minuano haberlo escuchado y animado para tener idea de qué hacer si se cumplía el presagio que no lo dejaba en paz.
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Ilustración para música de Juan Falú de Ricardo Abella (Argentino, nacido en 1950) |
Esa luna llena en viernes no faltó a la cita... Fue en noviembre del año 1965. Toñito ya tenía 13 años cuando luego de haber mateado con sus hermanos hizo la invitación de ir a pescar al arroyo por la noche. Los hermanos más grandes no quisieron saber de nada porque ya andaban de amoríos y los viernes son sagrados para esos asuntos. Sólo Miguel, su hermano un año mayor, aceptó la oferta de ir a pescar y se comprometió a mojarrear por la tarde para tener carnada en la noche.
Don Rúben se enteró de los preparativos de pesca y salió disparado al almanaque para confirmar lo que ya sabía muy bien: esa noche sería luna llena... Sin dudar un instante intentó desalentar a los muchachos argumentando que en las noches de luna llena no se pesca nada y que si sacaran algún pescado éste se echaría a perder enseguida por los efectos de la fase de la luna. Agregó que las tarariras en luna llena no tienen hambre y que por eso no agarraban el anzuelo. Pero la repuesta de Miguel fue tajante: –´Ta bien Tata, si usted no quiere ir a pescar quédese en casa y listo, a nosotros nos gusta mucho el arroyo y el monte con luna llena.
El viejo Rúben se dio cuenta que nada iba a convencer a los muchachos de no ir a pescar, porque la sola promesa de tomar unos mates junto al arroyo mientras se remojan unas mojarras enganchadas en el anzuelo era lo suficientemente atractivo como para ya no oír más razones astronómicas ni dificultades técnicas sobre la pesca de la tararira y el bagre amarillo, por lo que decidió sumarse a la comitiva de la noche y prometió llevar un pedazo de capón para asarlo a la orilla del arroyo mientras los muchachos pescaban. Lo importante era estar con Toñito ante cualquier eventualidad y ayudarle para que no se metiera en algún lío difícil de salir.
Miguel a la cinco y pico de la tarde ya estaba mojarreando en uno de los tantos lagunones que se forman paralelos al río Santa Lucía. Toñito mientras tanto cumplía con su tarea de carpir la quinta arrancando los yuyos de las zanahorias y los zapallitos.
Don Rúben también anduvo ajetreado curando una bichera de uno de los bueyes, pero no se había olvidado de comprar un costillar de capón en el almacén del camino y ya lo tenía adobado colgando de la fiambrera. Tampoco olvidaba su viejo 38 y la bala de plata que tan discretamente Juan Gavarret le hizo en su joyería.
Cada minuto que acercaba al atardecer ponía a Don Rúben más ansioso y con los nervios de punta, situación que no pasó por alto su esposa Alma que le preguntó en qué andaba que lo veía muy inquieto.
–Nada mujer, nada... Lo que pasa es que voy a ir a pescar con Toño y Miguel nomás...
–Mejor cuidate que ya estás viejo para andar como gurí chico corriendo de aquí para allá.
Antes de que oscureciera los muchachos estaban ya instalados en un claro del monte junto a un lagunón que forman las crecientes del Santa Lucía, con un montón de leña para el asado de capón y se dedicaban a los aprontes de los tres aparejos y de las dos cañas tacuaras con boyas de ceibo pintadas de blanco. Rúben no perdía tiempo y preparaba el fuego para calentar agua para tomar unos mates mientras echaba un ojo hacia el este por donde aparecería la maldita luna llena. Trataba de calmar sus nervios diciéndose a sí mismo que seguramente no pasaría nada y que eso del lobisón eran todas pavadas de la gente bruta del campo.
Los muchachos ya habían tirado los aparejos de chaura a las partes más profundas del arroyo para intentar sacar algún bagre evitando los piques de las tortugas siempre tan molestas al sacarles el anzuelo que se lo tragan todo. Los últimos cantos del zorzal y de algún benteveo buscando su pareja dieron paso a los chingolos que tan lastimeramente chispean para despedir la luz de la tarde. Ahora empezaban el croar de las ranas con esos sonidos de madera y agua y los severos chistidos de las lechuzas en sus cacerías nocturnas.
El monte se hacía cada vez más oscuro con cada minuto que pasaba y detrás de unos altos sauces que sobresalían del resto de los árboles se empezaba a percibir un tinte amarillento de la luz de la luna que no tardaría en aparecer. Los nervios de don Rúben estaban deshechos por esa espera que sólo él soportaba y se acordó del Padrenuestro que de niño mal había aprendido y comenzó a repetirlo para sí mismo.
Los muchachos ya tenían las cañas apoyadas en los sarandíes observando con mucha atención a las boyas esperando los clásicos piques de las tarariras que las hundirían en las aguas negras del lagunón. El mate pasaba de mano en mano y en la oscuridad de la noche sólo se oía el ruido de la bombilla cuando acaba con el agua.
El temblor de las manos de don Rúben ya había hecho chorrear el mate cuando a Toñito se le ocurre ir a defecar entre los pastos. El viejo Rúben vio que el muchacho desapareció tras unos arbustos y como rayo dirigió su vista hacia los sauces por donde redonda y amarilla la luna se asomaba.
–¡Toñito! ¡M´hijo!– las dos palabras se les escaparon de la garganta ahogada ya por la angustia. De pie y mirando hacia los arbustos bañados por la luz de la luna llena tanteó el revólver que llevaba oculto en la cintura.
La respuesta a esas palabras desesperadas fue un extraño gruñido de un animal parecido a un perro que se agitó amenazante amparado en la oscuridad.
–¡Tata, ¿qué está pasando?!– Miguel puesto de pie se acercaba a su abuelo que extraía su pistola apuntando a la bestia oscura.
–¡Quedate ahí Miguel que yo arreglo esto!
–¡Espere Tata, espere!– Miguel al ver la pistola en manos del viejo intentó detenerlo tomando su brazo pero no logró más que el tiro entrara pleno por el cuerpo del animal que fulminado cayó entre estertores de muerte.
–¡Toñito! ¡Toñito! ¡¿Qué hice Dios mío, qué hice?!– don Rúben desesperado quería darle vida al animal ensangrentado, pero ya era tarde... Como un rayo una única idea pasó por su cabeza atormentada y sin hacer caso a los gritos de Miguel puso la pistola en su boca y se disparó una bala de plomo.
–¡Tata, Tata! ¡Pero...! ¡¿Qué hizo?!– Miguel paralizado por el terror de lo que acababa de ver no se animaba a acercarse a su abuelo que yacía encima del perro.
–¡Miguel, Tata! ¡¿Qué está pasando?!– era la voz asustada de Toñito que subiéndose los pantalones apareció detrás de unos arbustos iluminado por la luna sin entender ese cuadro de gritos y balazos que rompieron esa clara noche de noviembre.
–¡El Tata se enloqueció, Toñito, se enloqueció! ¡Mató al Sultán y después se mató él!
Cédar Viglietti